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Niños del orfanato Nyumbani |
Su nombre es
Ángel D’Agostino pero todos lo llaman D’Ag,
un hombre
lleno de energía, cansado de tantos funerales
y aburrido
de ver a su alrededor un sentimiento de resignación. Todos parecían convencidos de que no había remedio para aquel destino de muerte.
Una gran peste golpeó África en los años ochenta
del siglo pasado. El SIDA exterminó a los adultos. Luego empezó también a
llevarse a los pequeños.
En Nairobi, el Padre D’Ag, un jesuita con bello y
acogedor rostro, de barba blanca, asiste a aquella mortandad con angustia en el
corazón. Su nombre es Ángel D’Agostino pero todos lo llaman D’Ag, un hombre
lleno de energía, cansado de tantos funerales y aburrido de ver a su alrededor
un sentimiento de resignación.
Todos parecían convencidos de que no había remedio
para aquel destino de muerte. “Yo en cambio – aseguraba el Padre D’Ag - creo que
podré salvar a muchos pequeños inocentes.”
Corría el año 1992. En las calles de Nairobi, el Padre D’Agostino
buscaba un local, una pequeña estancia como base para hacer brotar un gran
sueño. El sueño de cuidar a los niños enfermos y, en el caso de que fuesen incurables,
al menos darles un sitio decoroso dónde morir. En el barrio de Westlands encontró
un humilde local e hizo de él un refugio para los tres primeros huerfanitos. Los
tres habían perdido a sus padres, muertos de SIDA, y también ellos llevaban dentro
el virus mortal. Pero ahora ya tienen una casa, mejor “una casa acogedora”, Nyumbani, como se dice en lengua suajili.
El Padre D’Ag necesitaba dinero para ofrecer
asistencia. Sabía dónde llamar y cómo tocar el corazón de los bienhechores. Era
una persona que no estaba nunca quieta, parecía que siempre estaba despierto pensando
cómo ser útil. La gente del lugar lo miraba casi con sorpresa, porque todo lo
que hacía, no lo hacía para sacar algún provecho personal, lo hacía por los demás.
Los benefactores lo entienden. Y uno de ellos, un banquero, extiende un buen cheque
de 700 mil dólares como regalo de Navidad. El Padre D’Ag interpreta esto como una
señal de que, si hay buena voluntad, luego “Dios proveerá.”
Y el Señor provee hasta el punto de llegar otra
buena noticia, la donación de un terreno de 4 hectáreas. Pero el Padre D’Ag tal
vez no se imaginaba que hacer bien comportaba correr riesgos y tener vocación para
la lucha. De repente pareció que todo se derrumbaba. Como él mismo contaba, “fuimos
víctimas de una estafa bien orquestada.” El terreno se perdió, adueñándose de
él los más aprovechados. Pero en la dificultad el jesuita demostró de qué pasta
estaba hecho. Ingente por su fuerza de ánimo y por su inteligencia, movilizó sus
conocimientos por medio mundo y su activismo fue premiado. Afluyeron los fondos
necesarios para volver a empezar y, en un par de años, fue posible dejar el
modesto local de Westlands e inaugurar una sede más confortable en el barrio de
Karen. Mes a mes va creciendo el número de los niños acogidos; de los 3
iniciales se pasa a 40, después a 57, para luego dar el salto a 73. Cuando se llega a los 106, el Padre D’Ag dice
que es el momento de dar otro paso importante. Nyumbani tiene que dotarse de un
laboratorio diagnóstico.
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P. D'Agostino con niños del orfanato |
El jesuita vuela a Washington y apela una vez más
al buen corazón de sus amigos. Consigue lo que quiere y logra montar un
laboratorio de análisis con los más modernos instrumentos tecnológicos.
Los Estados Unidos eran el país de origen del Padre
D’Ag. Había nacido en la capital de Rhode Island, Providence, el 26 enero de 1926,
siendo hijo de los emigrantes italianos Luis y Julia De Agostino. De niño
padeció de asma. No pudo practicar actividades deportivas y empleó su tiempo
concentrándose en el estudio. Obtuvo dos licenciaturas, en Química y en
Filosofía.
Siguió estudiando. Se inscribió a la facultad de
Medicina y consiguió una doble especialización, en Cirugía y en Urología. Así,
cuando llegó el momento de cumplir el servicio militar, fue destinado naturalmente,
con el grado de capitán, al centro médico de una base de aviación en Washington.
Pero no tenía espíritu militar. En cambio sentía crecer la llamada religiosa. Decidió
realizar los cursos nocturnos de latín que los jesuitas tenían en la
universidad de Georgetown. Su mente estaba ávida por saber. Estudió Teología, y
se especializó en ciencias psiquiátricas. Hasta que el 11 de junio de 1966, con
treinta años, fue ordenado sacerdote por el cardenal Lawrence Shehan. Había
entrado en la Compañía de Jesús el 14 de agosto de 1955.
Durante algunos años se dedicó a la enseñanza.
Fundó un centro de Religión y Psiquiatría en Washington. Luego, su vida sufre un
cambio radical.