Es
breve el tiempo de Navidad. Breve pero lleno de emociones y de fuerza, de
provocación y de invitación a la conversión para quien quiera acogerlos.
Y
hoy cerramos estas dos semanas que hemos pasado acogiendo lo inaudito de Dios,
asombrándonos como los pastores, al descubrir que Dios viene intencionadamente
para los derrotados; al hacernos preguntas como los Magos, que son unos
curiosos de la vida; al meditar como hace María, que va tejiendo su vida
alrededor de la Palabra hecha carne.
Hoy,
archivamos la Navidad con una última reflexión, densa, inmensa y
desestabilizadora.
Al
Jesús que habíamos dejado en la cuna reconocido por los Magos, lo encontramos
hoy ya adulto, penitente entre los penitentes, haciéndose bautizar en el Jordán
por Juan el predicador.
Estaría
bien que la Iglesia, antes de volver al tiempo ordinario, celebrara otras dos
fiestas: una, la memoria de la huida a Egipto, para recordarnos que Dios fue un
inmigrante clandestino, tratado mal por los biempensantes y honorables de todos
los tiempos y, otra, la solemnidad de la vida diaria de Nazaret, para
detenernos en el umbral del misterio de un Dios que se pasa haciendo taburetes
durante treinta años.
En
espera de esta improbable reforma litúrgica, nos metemos entre la muchedumbre
que baja de Jerusalén para encontrarse con el bautista, con Juan el profeta.
Marcos
Marcos
no se alarga en los detalles, como es habitual en él. No habla del nacimiento
de Jesús ni tampoco de su infancia. Nos encontramos con Jesús ya adulto, listo
para bautizarse. También Juan está descrito con pocos rasgos, sin dejar espacio
a las deducciones o a la emoción.
Jesús
se pone en fila para el bautismo, aunque no lo necesita. Su corazón no está
oscurecido por las tinieblas y, en él, la presencia de Dios es absoluta. Sin
embargo, quiere compartir la necesidad íntima de todo ser humano: la liberación
y la paz.
Jesús
no finge, no acepta ventajas, porque es en todo igual al ser humano. En todo
excepto en el pecado porque – tenedlo muy en cuenta – el pecado es la
anti-humanidad. Dios no se aprovecha de ser Dios, sino que quiere hacer su
experiencia humana sin trucos. Esta cercanía a la humanidad seguirá
manifestándose durante toda la vida pública de Jesús.
Después
de haber recibido el bautismo, Jesús siente que el Padre le revela su misión y
su identidad más profunda. Él es el hijo querido, en el que Dios se complace.
Se complace, al verlo solidario con los pecadores. Se complace, al verlo
hacerse discípulo.
Amados
Lucas,
sin embargo, añade un colorido particular a esta página del evangelio. Después
del Bautismo Jesús se pone en oración y, en ella experimenta ser habitado por
el Espíritu Santo y todos los presentes oyen la voz del Padre: “Tú eres mi hijo bien amado, en quien me
complazco”.
En
la oración, que es experiencia interior de Dios, descubrimos que somos bien
amados del Padre. En la oración, que es susurro de Dios, descubrimos que Dios
está contento y que se complace con nosotros.
Ya
desde pequeños se nos invita a ser buenos alumnos, buenos hijos, buenos novios,
buenos esposos, buenos padres, buenos curas.
El mundo premia a las personas capaces, a las que triunfan, y en
nosotros se ha ido introduciendo la idea de que también Dios nos quiere, por
supuesto, pero con algunas condiciones.
Seamos
honestos: ¡a veces chantajeamos a los niños manifestándoles aprecio si hacen lo
que nosotros queremos! Así la idea final que nos queda en el corazón es que, si
nos portamos bien, tendremos como premio la posibilidad de encontrar Dios. (Si
no es aquí, en el más allá.)
¡Esto
es un fastidio! Toda nuestra vida se vuelve entonces la limosna de un aprecio, de
un reconocimiento. Y así muchas personas se van convirtiendo en lo que los demás
esperan que sean, no en lo que ellas son de verdad. Más aún, si alguien nos
contradice o nos acusa, reaccionamos pensando que en el fondo tiene razón, y nos
decimos: “Tienes que rendirte a la evidencia, tú no vales.”
El primer impulso podría ser entonces el de defendernos, de atacar, de ignorar las críticas, de dar lo máximo, o bien, a veces, nos asalta la desesperación y decimos: no he merecido el amor de nadie, no soy amable para nada.
Jesús
inicia su vida pública desmintiendo clamorosamente esta idea: Dios no me quiere
porque lo merezco, sino que me quiere y basta. Dios me quiere gratis ya que él
es el manantial mismo del amor y “Dios no
puede más que amar”, como dice San Isaac de Nínive, santo de la Iglesia
Ortodoxa.
Bien amados
Dios,
contradiciendo mi inconsciente, superando las convenciones sociales, forzando
las simplificaciones éticas, me dice que yo soy bien amado, desde el principio,
antes de que yo haya hecho nada bueno o malo, o aunque lo haga: Dios no me
quiere porque soy bueno sino que, queriéndome, me hace bueno.
Dios
se complace conmigo porque ve la obra maestra que soy, la obra de arte que
puedo llegar a ser, la dignidad con la que él me ha revestido.
Entonces,
sólo entonces, podré mirar el recorrido que tengo que hacer para convertirme en
la obra de arte que Dios sueña para mí; sólo entonces podré mirar las fatigas
que me frenan, las fragilidades que tengo que superar, las ataduras malsanas que
tengo que aflojar y desatar.
El
cristianismo es eso. Dios me ama por lo que soy, Dios me desvela en lo profundo
lo que soy: una persona muy, pero que muy querida por Él.
Es
difícil querer “bien”. El amor es grandioso y ambiguo, puede construir y
destruir, puede hacer vivir o cortar las alas. Es claro que todos quisiéramos
amar, y el amor es el deseo absoluto e intangible que habita en cada uno de
nosotros.
Pero
un amor no maduro, un amor posesivo, un amor que chantajea, produce dolor y
frustración. ¡Cuántos padres engendran y cultivan en los hijos gigantescos
sentidos de culpa y, sin embargo, creen que los quieren! ¡Cuántos novios
entienden el amor como una unión sofocante que impide al otro brotar y crecer
en libertad! ¡Cuántas relaciones con Dios, y entre cristianos, se desarrollan
en un clima malsano, que ata en vez de liberar, que mata en vez de hacer
crecer, que mortifica en vez de dar vida!
Dios,
muy al contrario, me ama “mucho y bien”: sin chantajes, sin suscitar sentidos
de culpa, deseando de verdad mi bien y trabajando en mí para conseguirlo.
¡Esto
sí es magnífico! Este es el amor de Dios manifestado en el Bautismo de Jesús y
en nuestro propio bautismo. Dejémoslo crecer y salir de nosotros para bien de
los que nos rodean, y de toda la humanidad. Que así sea.
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