DEUS CARITAS EST
Carta Encíclica del Sumo Pontífice
Benedicto XVI
sobre el amor cristiano
25 de diciembre de 2005
DEUS CARITAS EST
Carta Encíclica del Sumo Pontífice
Benedicto XVI
sobre el amor cristiano
25 de diciembre de 2005
DEUS CARITAS EST
I N D I C E
Introducción [1]
PRIMERA PARTE
LA UNIDAD DEL AMOR EN LA CREACIÓN Y EN LA HISTORIA DE LA
SALVACIÓN
Un problema de lenguaje [2]
«Eros» y «agapé», diferencia y unidad [3-8]
La novedad de la fe bíblica [9-11]
Jesucristo, el amor de Dios encarnado [12-15]
Amor a Dios y amor al prójimo [16-18]
SEGUNDA PARTE
CARITAS, EL EJERCICIO DEL AMOR
POR PARTE DE LA IGLESIA
COMO «COMUNIDAD DE AMOR»
La caridad de la Iglesia como manifestación del amor
trinitario [19]
La caridad como tarea de la Iglesia [20-25]
Justicia y caridad [26-29]
Las múltiples estructuras de servicio caritativo en el
contexto social actual [30]
El perfil específico de la actividad caritativa de la
Iglesia [31]
Los responsables de la acción caritativa de la Iglesia
[32-39]
Conclusión
[40-42]
INTRODUCCIÓN
1. «Dios es amor, y quien permanece en
el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16). Estas palabras de
la Primera carta de Juan expresan con claridad meridiana el corazón de
la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen
del hombre y de su camino. Además, en este mismo versículo, Juan nos ofrece,
por así decir, una formulación sintética de la existencia cristiana: «Nosotros
hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él».
Hemos creído en el
amor de Dios: así puede expresar el cristiano la
opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión
ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una
Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación
decisiva. En su Evangelio, Juan había expresado este acontecimiento con las
siguientes palabras: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único,
para que todos los que creen en él tengan vida eterna» (cf. 3, 16). La fe cristiana,
poniendo el amor en el centro, ha asumido lo que era el núcleo de la fe de
Israel, dándole al mismo tiempo una nueva profundidad y amplitud. En efecto, el
israelita creyente reza cada día con las palabras del Libro del Deuteronomio
que, como bien sabe, compendian el núcleo de su existencia: «Escucha, Israel:
El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor con todo el corazón,
con toda el alma, con todas las fuerzas» (6, 4-5). Jesús, haciendo de ambos un
único precepto, ha unido este mandamiento del amor a Dios con el del amor al
prójimo, contenido en el Libro del Levítico: «Amarás a tu prójimo como a
ti mismo» (19, 18; cf. Mc 12, 29- 31). Y, puesto que es Dios quien nos
ha amado primero (cf. 1 Jn 4, 10), ahora el amor ya no es sólo un
«mandamiento», sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro
encuentro.
En un mundo en el cual a veces se
relaciona el nombre de Dios con la venganza o incluso con la obligación del
odio y la violencia, éste es un mensaje de gran actualidad y con un significado
muy concreto. Por eso, en mi primera Encíclica deseo hablar del amor, del cual
Dios nos colma, y que nosotros debemos comunicar a los demás. Quedan así
delineadas las dos grandes partes de esta Carta, íntimamente relacionadas entre
sí. La primera tendrá un carácter más especulativo, puesto que en ella quisiera
precisar —al comienzo de mi pontificado— algunos puntos esenciales sobre el
amor que Dios, de manera misteriosa y gratuita, ofrece al hombre y, a la vez,
la relación intrínseca de dicho amor con la realidad del amor humano. La
segunda parte tendrá una índole más concreta, pues tratará de cómo cumplir de
manera eclesial el mandamiento del amor al prójimo. El argumento es sumamente
amplio; sin embargo, el propósito de la Encíclica no es ofrecer un tratado
exhaustivo. Mi deseo es insistir sobre algunos elementos fundamentales, para
suscitar en el mundo un renovado dinamismo de compromiso en la respuesta humana
al amor divino.
LA UNIDAD DEL AMOR EN LA CREACIÓN Y EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN
Un problema de lenguaje
2. El amor de Dios por nosotros es una
cuestión fundamental para la vida y plantea preguntas decisivas sobre quién es
Dios y quiénes somos nosotros. A este respecto, nos encontramos de entrada ante
un problema de lenguaje. El término «amor» se ha convertido hoy en una de las
palabras más utilizadas y también de las que más se abusa, a la cual damos
acepciones totalmente diferentes. Aunque el tema de esta Encíclica se concentra
en la cuestión de la comprensión y la praxis del amor en la Sagrada Escritura y
en la Tradición de la Iglesia, no podemos hacer caso omiso del significado que
tiene este vocablo en las diversas culturas y en el lenguaje actual.
En primer lugar, recordemos el vasto
campo semántico de la palabra «amor»: se habla de amor a la patria, de amor por
la profesión o el trabajo, de amor entre amigos, entre padres e hijos, entre
hermanos y familiares, del amor al prójimo y del amor a Dios. Sin embargo, en
toda esta multiplicidad de significados destaca, como arquetipo por excelencia,
el amor entre el hombre y la mujer, en el cual intervienen inseparablemente el
cuerpo y el alma, y en el que se le abre al ser humano una promesa de felicidad
que parece irresistible, en comparación del cual palidecen, a primera vista,
todos los demás tipos de amor. Se plantea, entonces, la pregunta: todas estas
formas de amor ¿se unifican al final, de algún modo, a pesar de la diversidad
de sus manifestaciones, siendo en último término uno solo, o se trata más bien
de una misma palabra que utilizamos para indicar realidades totalmente
diferentes?
«Eros» y «agapé», diferencia y unidad
3. Los antiguos griegos dieron el
nombre de eros al amor entre hombre y mujer, que no nace del pensamiento
o la voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser humano. Digamos de
antemano que el Antiguo Testamento griego usa sólo dos veces la palabra eros,
mientras que el Nuevo Testamento nunca la emplea: de los tres términos griegos
relativos al amor —eros, philia (amor de amistad) y agapé—,
los escritos neotestamentarios prefieren este último, que en el lenguaje griego
estaba dejado de lado. El amor de amistad (philia), a su vez, es
aceptado y profundizado en el Evangelio de Juan para expresar la
relación entre Jesús y sus discípulos. Este relegar la palabra eros,
junto con la nueva concepción del amor que se expresa con la palabra agapé,
denota sin duda algo esencial en la novedad del cristianismo, precisamente en
su modo de entender el amor. En la crítica al cristianismo que se ha
desarrollado con creciente radicalismo a partir de la Ilustración, esta novedad
ha sido valorada de modo absolutamente negativo. El cristianismo, según
Friedrich Nietzsche, habría dado de beber al eros un veneno, el cual,
aunque no le llevó a la muerte, le hizo degenerar en vicio.[1] El
filósofo alemán expresó de este modo una apreciación muy difundida: la Iglesia,
con sus preceptos y prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso
de la vida? ¿No pone quizás carteles de prohibición precisamente allí donde la
alegría, predispuesta en nosotros por el Creador, nos ofrece una felicidad que
nos hace pregustar algo de lo divino?
4. Pero, ¿es realmente así? El
cristianismo, ¿ha destruido verdaderamente el eros? Recordemos el mundo
precristiano. Los griegos —sin duda análogamente a otras culturas— consideraban
el eros ante todo como un arrebato, una «locura divina» que prevalece
sobre la razón, que arranca al hombre de la limitación de su existencia y, en
este quedar estremecido por una potencia divina, le hace experimentar la dicha
más alta. De este modo, todas las demás potencias entre cielo y tierra parecen
de segunda importancia: «Omnia vincit amor», dice Virgilio en las Bucólicas
—el amor todo lo vence—, y añade: «et nos cedamus amori», rindámonos
también nosotros al amor.[2] En el
campo de las religiones, esta actitud se ha plasmado en los cultos de la
fertilidad, entre los que se encuentra la prostitución «sagrada» que se daba en
muchos templos. El eros se celebraba, pues, como fuerza divina, como
comunión con la divinidad.
A esta forma de religión que, como una
fuerte tentación, contrasta con la fe en el único Dios, el Antiguo Testamento
se opuso con máxima firmeza, combatiéndola como perversión de la religiosidad.
No obstante, en modo alguno rechazó con ello el eros como tal, sino que
declaró guerra a su desviación destructora, puesto que la falsa divinización
del eros que se produce en esos casos lo priva de su dignidad divina y
lo deshumaniza. En efecto, las prostitutas que en el templo debían proporcionar
el arrobamiento de lo divino, no son tratadas como seres humanos y personas,
sino que sirven sólo como instrumentos para suscitar la «locura divina»: en
realidad, no son diosas, sino personas humanas de las que se abusa. Por eso, el
eros ebrio e indisciplinado no es elevación, «éxtasis» hacia lo divino,
sino caída, degradación del hombre. Resulta así evidente que el eros
necesita disciplina y purificación para dar al hombre, no el placer de un
instante, sino un modo de hacerle pregustar en cierta manera lo más alto de su
existencia, esa felicidad a la que tiende todo nuestro ser.
5. En estas rápidas consideraciones
sobre el concepto de eros en la historia y en la actualidad sobresalen
claramente dos aspectos. Ante todo, que entre el amor y lo divino existe una
cierta relación: el amor promete infinidad, eternidad, una realidad más grande
y completamente distinta de nuestra existencia cotidiana. Pero, al mismo
tiempo, se constata que el camino para lograr esta meta no consiste simplemente
en dejarse dominar por el instinto. Hace falta una purificación y maduración,
que incluyen también la renuncia. Esto no es rechazar el eros ni
«envenenarlo», sino sanearlo para que alcance su verdadera grandeza.
Esto depende ante todo de la
constitución del ser humano, que está compuesto de cuerpo y alma. El hombre es
realmente él mismo cuando cuerpo y alma forman una unidad íntima; el desafío
del eros puede considerarse superado cuando se logra esta unificación.
Si el hombre pretendiera ser sólo espíritu y quisiera rechazar la carne como si
fuera una herencia meramente animal, espíritu y cuerpo perderían su dignidad.
Si, por el contrario, repudia el espíritu y por tanto considera la materia, el
cuerpo, como una realidad exclusiva, malogra igualmente su grandeza. El
epicúreo Gassendi, bromeando, se dirigió a Descartes con el saludo: «¡Oh
Alma!». Y Descartes replicó: «¡Oh Carne!».[3] Pero
ni la carne ni el espíritu aman: es el hombre, la persona, la que ama como
criatura unitaria, de la cual forman parte el cuerpo y el alma. Sólo cuando ambos
se funden verdaderamente en una unidad, el hombre es plenamente él mismo.
Únicamente de este modo el amor —el eros— puede madurar hasta su
verdadera grandeza.
Hoy se reprocha a veces al
cristianismo del pasado haber sido adversario de la corporeidad y, de hecho,
siempre se han dado tendencias de este tipo. Pero el modo de exaltar el cuerpo
que hoy constatamos resulta engañoso. El eros, degradado a puro «sexo»,
se convierte en mercancía, en simple «objeto» que se puede comprar y vender;
más aún, el hombre mismo se transforma en mercancía. En realidad, éste no es
propiamente el gran sí del hombre a su cuerpo. Por el contrario, de este modo
considera el cuerpo y la sexualidad solamente como la parte material de su ser,
para emplearla y explotarla de modo calculador. Una parte, además, que no
aprecia como ámbito de su libertad, sino como algo que, a su manera, intenta
convertir en agradable e inocuo a la vez. En realidad, nos encontramos ante una
degradación del cuerpo humano, que ya no está integrado en el conjunto de la
libertad de nuestra existencia, ni es expresión viva de la totalidad de nuestro
ser, sino que es relegado a lo puramente biológico. La aparente exaltación del
cuerpo puede convertirse muy pronto en odio a la corporeidad. La fe cristiana,
por el contrario, ha considerado siempre al hombre como uno en cuerpo y alma,
en el cual espíritu y materia se compenetran recíprocamente, adquiriendo ambos,
precisamente así, una nueva nobleza. Ciertamente, el eros quiere
remontarnos «en éxtasis» hacia lo divino, llevarnos más allá de nosotros
mismos, pero precisamente por eso necesita seguir un camino de ascesis,
renuncia, purificación y recuperación.
6. ¿Cómo hemos de describir
concretamente este camino de elevación y purificación? ¿Cómo se debe vivir el
amor para que se realice plenamente su promesa humana y divina? Una primera
indicación importante podemos encontrarla en uno de los libros del Antiguo
Testamento bien conocido por los místicos, el Cantar de los Cantares.
Según la interpretación hoy predominante, las poesías contenidas en este libro
son originariamente cantos de amor, escritos quizás para una fiesta nupcial
israelita, en la que se debía exaltar el amor conyugal. En este contexto, es
muy instructivo que a lo largo del libro se encuentren dos términos diferentes
para indicar el «amor». Primero, la palabra «dodim», un plural que
expresa el amor todavía inseguro, en un estadio de búsqueda indeterminada. Esta
palabra es reemplazada después por el término «ahabá», que la traducción
griega del Antiguo Testamento denomina, con un vocablo de fonética similar,
«agapé», el cual, como hemos visto, se convirtió en la expresión
característica para la concepción bíblica del amor. En oposición al amor
indeterminado y aún en búsqueda, este vocablo expresa la experiencia del amor
que ahora ha llegado a ser verdaderamente descubrimiento del otro, superando el
carácter egoísta que predominaba claramente en la fase anterior. Ahora el amor
es ocuparse del otro y preocuparse por el otro. Ya no se busca a sí mismo, sumirse
en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía más bien el bien del amado: se
convierte en renuncia, está dispuesto al sacrificio, más aún, lo busca.
El desarrollo del amor hacia sus más
altas cotas y su más íntima pureza conlleva el que ahora aspire a lo
definitivo, y esto en un doble sentido: en cuanto implica exclusividad —sólo
esta persona—, y en el sentido del «para siempre». El amor engloba la
existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también el tiempo. No
podría ser de otra manera, puesto que su promesa apunta a lo definitivo: el
amor tiende a la eternidad. Ciertamente, el amor es «éxtasis», pero no en el
sentido de arrebato momentáneo, sino como camino permanente, como un salir del
yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente
de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el
descubrimiento de Dios: «El que pretenda guardarse su vida, la perderá; y el
que la pierda, la recobrará» (Lc 17, 33), dice Jesús en una sentencia
suya que, con algunas variantes, se repite en los Evangelios (cf. Mt 10,
39; 16, 25; Mc 8, 35; Lc 9, 24; Jn 12, 25). Con estas
palabras, Jesús describe su propio itinerario, que a través de la cruz lo lleva
a la resurrección: el camino del grano de trigo que cae en tierra y muere,
dando así fruto abundante. Describe también, partiendo de su sacrificio
personal y del amor que en éste llega a su plenitud, la esencia del amor y de
la existencia humana en general.
7. Nuestras reflexiones sobre la
esencia del amor, inicialmente bastante filosóficas, nos han llevado por su
propio dinamismo hasta la fe bíblica. Al comienzo se ha planteado la cuestión
de si, bajo los significados de la palabra amor, diferentes e incluso opuestos,
subyace alguna unidad profunda o, por el contrario, han de permanecer
separados, uno paralelo al otro. Pero, sobre todo, ha surgido la cuestión de si
el mensaje sobre el amor que nos han transmitido la Biblia y la Tradición de la
Iglesia tiene algo que ver con la común experiencia humana del amor, o más bien
se opone a ella. A este propósito, nos hemos encontrado con las dos palabras
fundamentales: eros como término para el amor «mundano» y agapé
como denominación del amor fundado en la fe y plasmado por ella. Con
frecuencia, ambas se contraponen, una como amor «ascendente», y como amor «descendente»
la otra. Hay otras clasificaciones afines, como por ejemplo, la distinción
entre amor posesivo y amor oblativo (amor concupiscentiae – amor
benevolentiae), al que a veces se añade también el amor que tiende al propio
provecho.
A menudo, en el debate filosófico y
teológico, estas distinciones se han radicalizado hasta el punto de
contraponerse entre sí: lo típicamente cristiano sería el amor descendente,
oblativo, el agapé precisamente; la cultura no cristiana, por el
contrario, sobre todo la griega, se caracterizaría por el amor ascendente,
vehemente y posesivo, es decir, el eros. Si se llevara al extremo este
antagonismo, la esencia del cristianismo quedaría desvinculada de las
relaciones vitales fundamentales de la existencia humana y constituiría un
mundo del todo singular, que tal vez podría considerarse admirable, pero
netamente apartado del conjunto de la vida humana. En realidad, eros y
agapé —amor ascendente y amor descendente— nunca llegan a separarse completamente.
Cuanto más encuentran ambos, aunque en diversa medida, la justa unidad en la
única realidad del amor, tanto mejor se realiza la verdadera esencia del amor
en general. Si bien el eros inicialmente es sobre todo vehemente,
ascendente —fascinación por la gran promesa de felicidad—, al aproximarse la
persona al otro se planteará cada vez menos cuestiones sobre sí misma, para
buscar cada vez más la felicidad del otro, se preocupará de él, se entregará y
deseará «ser para» el otro. Así, el momento del agapé se inserta en el
eros inicial; de otro modo, se desvirtúa y pierde también su propia
naturaleza. Por otro lado, el hombre tampoco puede vivir exclusivamente del
amor oblativo, descendente. No puede dar únicamente y siempre, también debe
recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don. Es cierto
—como nos dice el Señor— que el hombre puede convertirse en fuente de la que
manan ríos de agua viva (cf. Jn 7, 37-38). No obstante, para llegar a
ser una fuente así, él mismo ha de beber siempre de nuevo de la primera y
originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor
de Dios (cf. Jn 19, 34).
En la narración de la escalera de
Jacob, los Padres han visto simbolizada de varias maneras esta relación
inseparable entre ascenso y descenso, entre el eros que busca a Dios y
el agapé que transmite el don recibido. En este texto bíblico se relata
cómo el patriarca Jacob, en sueños, vio una escalera apoyada en la piedra que
le servía de cabezal, que llegaba hasta el cielo y por la cual subían y bajaban
los ángeles de Dios (cf. Gn 28, 12; Jn 1, 51). Impresiona
particularmente la interpretación que da el Papa Gregorio Magno de esta visión
en su Regla pastoral. El pastor bueno, dice, debe estar anclado en la
contemplación. En efecto, sólo de este modo le será posible captar las
necesidades de los demás en lo más profundo de su ser, para hacerlas suyas: «per
pietatis viscera in se infirmitatem caeterorum transferant».[4] En
este contexto, san Gregorio menciona a san Pablo, que fue arrebatado hasta el
tercer cielo, hasta los más grandes misterios de Dios y, precisamente por eso,
al descender, es capaz de hacerse todo para todos (cf. 2 Co 12, 2-4; 1
Co 9, 22). También pone el ejemplo de Moisés, que entra y sale del
tabernáculo, en diálogo con Dios, para poder de este modo, partiendo de Él,
estar a disposición de su pueblo. «Dentro [del tabernáculo] se extasía en la
contemplación, fuera [del tabernáculo] se ve apremiado por los asuntos de los
afligidos: intus contemplationem rapitur, foris infirmantium negotiis
urgetur».[5]
8. Hemos encontrado, pues, una primera
respuesta, todavía más bien genérica, a las dos preguntas formuladas antes: en
el fondo, el «amor» es una única realidad, si bien con diversas dimensiones;
según los casos, una u otra puede destacar más. Pero cuando las dos dimensiones
se separan completamente una de otra, se produce una caricatura o, en todo
caso, una forma mermada del amor. También hemos visto sintéticamente que la fe
bíblica no construye un mundo paralelo o contrapuesto al fenómeno humano
originario del amor, sino que asume a todo el hombre, interviniendo en su
búsqueda de amor para purificarla, abriéndole al mismo tiempo nuevas
dimensiones. Esta novedad de la fe bíblica se manifiesta sobre todo en dos
puntos que merecen ser subrayados: la imagen de Dios y la imagen del hombre.
La novedad de la fe bíblica
9. Ante todo, está la nueva imagen de
Dios. En las culturas que circundan el mundo de la Biblia, la imagen de dios y
de los dioses, al fin y al cabo, queda poco clara y es contradictoria en sí
misma. En el camino de la fe bíblica, por el contrario, resulta cada vez más
claro y unívoco lo que se resume en las palabras de la oración fundamental de
Israel, la Shema: «Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios,
es solamente uno» (Dt 6, 4). Existe un solo Dios, que es el Creador del
cielo y de la tierra y, por tanto, también es el Dios de todos los hombres. En
esta puntualización hay dos elementos singulares: que realmente todos los otros
dioses no son Dios y que toda la realidad en la que vivimos se remite a Dios,
es creación suya. Ciertamente, la idea de una creación existe también en otros
lugares, pero sólo aquí queda absolutamente claro que no se trata de un dios
cualquiera, sino que el único Dios verdadero, Él mismo, es el autor de toda la
realidad; ésta proviene del poder de su Palabra creadora. Lo cual significa que
estima a esta criatura, precisamente porque ha sido Él quien la ha querido,
quien la ha «hecho». Y así se pone de manifiesto el segundo elemento
importante: este Dios ama al hombre. La potencia divina a la cual Aristóteles,
en la cumbre de la filosofía griega, trató de llegar a través de la reflexión,
es ciertamente objeto de deseo y amor por parte de todo ser —como realidad
amada, esta divinidad mueve el mundo[6]—,
pero ella misma no necesita nada y no ama, sólo es amada. El Dios único en el
que cree Israel, sin embargo, ama personalmente. Su amor, además, es un amor de
predilección: entre todos los pueblos, Él escoge a Israel y lo ama, aunque con
el objeto de salvar precisamente de este modo a toda la humanidad. Él ama, y
este amor suyo puede ser calificado sin duda como eros que, no obstante,
es también totalmente agapé.[7]
Los profetas Oseas y Ezequiel, sobre
todo, han descrito esta pasión de Dios por su pueblo con imágenes eróticas
audaces. La relación de Dios con Israel es ilustrada con la metáfora del
noviazgo y del matrimonio; por consiguiente, la idolatría es adulterio y
prostitución. Con eso se alude concretamente —como hemos visto— a los ritos de
la fertilidad con su abuso del eros, pero al mismo tiempo se describe la
relación de fidelidad entre Israel y su Dios. La historia de amor de Dios con
Israel consiste, en el fondo, en que Él le da la Torah, es decir, abre
los ojos de Israel sobre la verdadera naturaleza del hombre y le indica el
camino del verdadero humanismo. Esta historia consiste en que el hombre,
viviendo en fidelidad al único Dios, se experimenta a sí mismo como quien es
amado por Dios y descubre la alegría en la verdad y en la justicia; la alegría
en Dios que se convierte en su felicidad esencial: «¿No te tengo a ti en el
cielo?; y contigo, ¿qué me importa la tierra?... Para mí lo bueno es estar
junto a Dios» (Sal 73 [72], 25. 28).
10. El eros de Dios para con el
hombre, como hemos dicho, es a la vez agapé. No sólo porque se da del
todo gratuitamente, sin ningún mérito anterior, sino también porque es amor que
perdona. Oseas, de modo particular, nos muestra la dimensión del agapé en
el amor de Dios por el hombre, que va mucho más allá de la gratuidad. Israel ha
cometido «adulterio», ha roto la Alianza; Dios debería juzgarlo y repudiarlo.
Pero precisamente en esto se revela que Dios es Dios y no hombre: «¿Cómo voy a
dejarte, Efraím, cómo entregarte, Israel?... Se me revuelve el corazón, se me
conmueven las entrañas. No cederé al ardor de mi cólera, no volveré a destruir
a Efraím; que yo soy Dios y no hombre, santo en medio de ti» (Os 11,
8-9). El amor apasionado de Dios por su pueblo, por el hombre, es a la vez un
amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor
contra su justicia. El cristiano ve perfilarse ya en esto, veladamente, el
misterio de la Cruz: Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo,
lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el
amor.
El aspecto filosófico e
histórico-religioso que se ha de subrayar en esta visión de la Biblia es que,
por un lado, nos encontramos ante una imagen estrictamente metafísica de Dios:
Dios es en absoluto la fuente originaria de cada ser; pero este principio
creativo de todas las cosas —el Logos, la razón primordial— es al mismo
tiempo un amante con toda la pasión de un verdadero amor. Así, el eros
es sumamente ennoblecido, pero también tan purificado que se funde con el
agapé. Por eso podemos comprender que la recepción del Cantar de los
Cantares en el canon de la Sagrada Escritura se haya justificado muy
pronto, porque el sentido de sus cantos de amor describen en el fondo la
relación de Dios con el hombre y del hombre con Dios. De este modo, tanto en la
literatura cristiana como en la judía, el Cantar de los Cantares se ha
convertido en una fuente de conocimiento y de experiencia mística, en la cual
se expresa la esencia de la fe bíblica: se da ciertamente una unificación del
hombre con Dios —sueño originario del hombre—, pero esta unificación no es un
fundirse juntos, un hundirse en el océano anónimo del Divino; es una unidad que
crea amor, en la que ambos —Dios y el hombre— siguen siendo ellos mismos y, sin
embargo, se convierten en una sola cosa: «El que se une al Señor, es un
espíritu con él», dice san Pablo (1 Co 6, 17).
11. La primera novedad de la fe
bíblica, como hemos visto, consiste en la imagen de Dios; la segunda,
relacionada esencialmente con ella, la encontramos en la imagen del hombre. La
narración bíblica de la creación habla de la soledad del primer hombre, Adán,
al cual Dios quiere darle una ayuda. Ninguna de las otras criaturas puede ser
esa ayuda que el hombre necesita, por más que él haya dado nombre a todas las
bestias salvajes y a todos los pájaros, incorporándolos así a su entorno vital.
Entonces Dios, de una costilla del hombre, forma a la mujer. Ahora Adán encuentra
la ayuda que precisa: «¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!»
(Gn 2, 23). En el trasfondo de esta narración se pueden considerar
concepciones como la que aparece también, por ejemplo, en el mito relatado por
Platón, según el cual el hombre era originariamente esférico, porque era
completo en sí mismo y autosuficiente. Pero, en castigo por su soberbia, fue
dividido en dos por Zeus, de manera que ahora anhela siempre su otra mitad y
está en camino hacia ella para recobrar su integridad.[8] En la
narración bíblica no se habla de castigo; pero sí aparece la idea de que el
hombre es de algún modo incompleto, constitutivamente en camino para encontrar
en el otro la parte complementaria para su integridad, es decir, la idea de que
sólo en la comunión con el otro sexo puede considerarse «completo». Así, pues,
el pasaje bíblico concluye con una profecía sobre Adán: «Por eso abandonará el
hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola
carne» (Gn 2, 24).
En esta profecía hay dos aspectos
importantes: el eros está como enraizado en la naturaleza misma del hombre;
Adán se pone a buscar y «abandona a su padre y a su madre» para unirse a su
mujer; sólo ambos conjuntamente representan a la humanidad completa, se
convierten en «una sola carne». No menor importancia reviste el segundo
aspecto: en una perspectiva fundada en la creación, el eros orienta al
hombre hacia el matrimonio, un vínculo marcado por su carácter único y
definitivo; así, y sólo así, se realiza su destino íntimo. A la imagen del Dios
monoteísta corresponde el matrimonio monógamo. El matrimonio basado en un amor
exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con su
pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor
humano. Esta estrecha relación entre eros y matrimonio que presenta la
Biblia no tiene prácticamente paralelo alguno en la literatura fuera de ella.
Jesucristo, el amor de Dios encarnado
12. Aunque hasta ahora hemos hablado
principalmente del Antiguo Testamento, ya se ha dejado entrever la íntima
compenetración de los dos Testamentos como única Escritura de la fe cristiana.
La verdadera originalidad del Nuevo Testamento no consiste en nuevas ideas,
sino en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un
realismo inaudito. Tampoco en el Antiguo Testamento la novedad bíblica consiste
simplemente en nociones abstractas, sino en la actuación imprevisible y, en
cierto sentido inaudita, de Dios. Este actuar de Dios adquiere ahora su forma
dramática, puesto que, en Jesucristo, el propio Dios va tras la «oveja perdida»,
la humanidad doliente y extraviada. Cuando Jesús habla en sus parábolas del
pastor que va tras la oveja descarriada, de la mujer que busca el dracma, del
padre que sale al encuentro del hijo pródigo y lo abraza, no se trata sólo de
meras palabras, sino que es la explicación de su propio ser y actuar. En su
muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse
para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical.
Poner la mirada en el costado traspasado de Cristo, del que habla Juan (cf. 19,
37), ayuda a comprender lo que ha sido el punto de partida de esta Carta
encíclica: «Dios es amor» (1 Jn 4, 8). Es allí, en la cruz, donde puede
contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el
amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y
de su amar.
13. Jesús ha perpetuado este acto de
entrega mediante la institución de la Eucaristía durante la Última Cena. Ya en
aquella hora, Él anticipa su muerte y resurrección, dándose a sí mismo a sus
discípulos en el pan y en el vino, su cuerpo y su sangre como nuevo maná (cf. Jn
6, 31-33). Si el mundo antiguo había soñado que, en el fondo, el verdadero
alimento del hombre —aquello por lo que el hombre vive— era el Logos, la
sabiduría eterna, ahora este Logos se ha hecho para nosotros verdadera
comida, como amor. La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús. No
recibimos solamente de modo pasivo el Logos encarnado, sino que nos
implicamos en la dinámica de su entrega. La imagen de las nupcias entre Dios e
Israel se hace realidad de un modo antes inconcebible: lo que antes era estar
frente a Dios, se transforma ahora en unión por la participación en la entrega
de Jesús, en su cuerpo y su sangre. La «mística» del Sacramento, que se basa en
el abajamiento de Dios hacia nosotros, tiene otra dimensión de gran alcance y
que lleva mucho más alto de lo que cualquier elevación mística del hombre
podría alcanzar.
14. Pero ahora se ha de prestar
atención a otro aspecto: la «mística» del Sacramento tiene un carácter social,
porque en la comunión sacramental yo quedo unido al Señor como todos los demás
que comulgan: «El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un
solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan», dice san Pablo (1 Co 10,
17). La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que
él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo
pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán. La comunión me
hace salir de mí mismo para ir hacia Él, y por tanto, también hacia la unidad
con todos los cristianos. Nos hacemos «un cuerpo», aunados en una única
existencia. Ahora, el amor a Dios y al prójimo están realmente unidos: el Dios
encarnado nos atrae a todos hacia sí. Se entiende, pues, que el agapé se
haya convertido también en un nombre de la Eucaristía: en ella el agapé
de Dios nos llega corporalmente para seguir actuando en nosotros y por
nosotros. Sólo a partir de este fundamento cristológico-sacramental se puede
entender correctamente la enseñanza de Jesús sobre el amor. El paso desde la
Ley y los Profetas al doble mandamiento del amor de Dios y del prójimo, el
hacer derivar de este precepto toda la existencia de fe, no es simplemente
moral, que podría darse autónomamente, paralelamente a la fe en Cristo y a su
actualización en el Sacramento: fe, culto y ethos se compenetran
recíprocamente como una sola realidad, que se configura en el encuentro con el agapé
de Dios. Así, la contraposición usual entre culto y ética simplemente desaparece.
En el «culto» mismo, en la comunión eucarística, está incluido a la vez el ser
amados y el amar a los otros. Una Eucaristía que no comporte un ejercicio
práctico del amor es fragmentaria en sí misma. Viceversa —como hemos de
considerar más detalladamente aún—, el «mandamiento» del amor es posible sólo
porque no es una mera exigencia: el amor puede ser «mandado» porque antes es
dado.
15. Las grandes parábolas de Jesús han
de entenderse también a partir de este principio. El rico epulón (cf. Lc 16,
19-31) suplica desde el lugar de los condenados que se advierta a sus hermanos
de lo que sucede a quien ha ignorado frívolamente al pobre necesitado. Jesús,
por decirlo así, acoge este grito de ayuda y se hace eco de él para ponernos en
guardia, para hacernos volver al recto camino. La parábola del buen Samaritano
(cf. Lc 10, 25-37) nos lleva sobre todo a dos aclaraciones importantes.
Mientras el concepto de «prójimo» hasta entonces se refería esencialmente a los
conciudadanos y a los extranjeros que se establecían en la tierra de Israel, y
por tanto a la comunidad compacta de un país o de un pueblo, ahora este límite
desaparece. Mi prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí y que yo pueda
ayudar. Se universaliza el concepto de prójimo, pero permaneciendo concreto.
Aunque se extienda a todos los hombres, el amor al prójimo no se reduce a una
actitud genérica y abstracta, poco exigente en sí misma, sino que requiere mi
compromiso práctico aquí y ahora. La Iglesia tiene siempre el deber de
interpretar cada vez esta relación entre lejanía y proximidad, con vistas a la
vida práctica de sus miembros. En fin, se ha de recordar de modo particular la
gran parábola del Juicio final (cf. Mt 25, 31-46), en el cual el amor se
convierte en el criterio para la decisión definitiva sobre la valoración
positiva o negativa de una vida humana. Jesús se identifica con los pobres: los
hambrientos y sedientos, los forasteros, los desnudos, enfermos o encarcelados.
«Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo
hicisteis» (Mt 25, 40). Amor a Dios y amor al prójimo se funden entre
sí: en el más humilde encontramos a Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios.
Amor a Dios y amor al prójimo
16. Después de haber reflexionado
sobre la esencia del amor y su significado en la fe bíblica, queda aún una
doble cuestión sobre cómo podemos vivirlo: ¿Es realmente posible amar a Dios
aunque no se le vea? Y, por otro lado: ¿Se puede mandar el amor? En estas
preguntas se manifiestan dos objeciones contra el doble mandamiento del amor.
Nadie ha visto a Dios jamás, ¿cómo podremos amarlo? Y además, el amor no se
puede mandar; a fin de cuentas es un sentimiento que puede tenerse o no, pero
que no puede ser creado por la voluntad. La Escritura parece respaldar la primera
objeción cuando afirma: «Si alguno dice: ‘‘amo a Dios'', y aborrece a su
hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede
amar a Dios, a quien no ve» (1 Jn 4, 20). Pero este texto en modo alguno
excluye el amor a Dios, como si fuera un imposible; por el contrario, en todo
el contexto de la Primera carta de Juan apenas citada, el amor a Dios es
exigido explícitamente. Lo que se subraya es la inseparable relación entre amor
a Dios y amor al prójimo. Ambos están tan estrechamente entrelazados, que la
afirmación de amar a Dios es en realidad una mentira si el hombre se cierra al
prójimo o incluso lo odia. El versículo de Juan se ha de interpretar más bien
en el sentido de que el amor del prójimo es un camino para encontrar también a
Dios, y que cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos
ante Dios.
17. En efecto, nadie ha visto a Dios
tal como es en sí mismo. Y, sin embargo, Dios no es del todo invisible para
nosotros, no ha quedado fuera de nuestro alcance. Dios nos ha amado primero,
dice la citada Carta de Juan (cf. 4, 10), y este amor de Dios ha
aparecido entre nosotros, se ha hecho visible, pues «Dios envió al mundo a su
Hijo único para que vivamos por medio de él» (1 Jn 4, 9). Dios se ha
hecho visible: en Jesús podemos ver al Padre (cf. Jn 14, 9). De hecho,
Dios es visible de muchas maneras. En la historia de amor que nos narra la
Biblia, Él sale a nuestro encuentro, trata de atraernos, llegando hasta la
Última Cena, hasta el Corazón traspasado en la cruz, hasta las apariciones del
Resucitado y las grandes obras mediante las que Él, por la acción de los
Apóstoles, ha guiado el caminar de la Iglesia naciente. El Señor tampoco ha
estado ausente en la historia sucesiva de la Iglesia: siempre viene a nuestro
encuentro a través de los hombres en los que Él se refleja; mediante su
Palabra, en los Sacramentos, especialmente la Eucaristía. En la liturgia de la
Iglesia, en su oración, en la comunidad viva de los creyentes, experimentamos
el amor de Dios, percibimos su presencia y, de este modo, aprendemos también a
reconocerla en nuestra vida cotidiana. Él nos ha amado primero y sigue
amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder también con el amor.
Dios no nos impone un sentimiento que no podamos suscitar en nosotros mismos.
Él nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este «antes» de Dios
puede nacer también en nosotros el amor como respuesta.
En el desarrollo de este encuentro se
muestra también claramente que el amor no es solamente un sentimiento. Los
sentimientos van y vienen. Pueden ser una maravillosa chispa inicial, pero no
son la totalidad del amor. Al principio hemos hablado del proceso de
purificación y maduración mediante el cual el eros llega a ser
totalmente él mismo y se convierte en amor en el pleno sentido de la palabra.
Es propio de la madurez del amor que abarque todas las potencialidades del
hombre e incluya, por así decir, al hombre en su integridad. El encuentro con
las manifestaciones visibles del amor de Dios puede suscitar en nosotros el
sentimiento de alegría, que nace de la experiencia de ser amados. Pero dicho
encuentro implica también nuestra voluntad y nuestro entendimiento. El
reconocimiento del Dios viviente es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra
voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto
único del amor. No obstante, éste es un proceso que siempre está en camino: el
amor nunca se da por «concluido» y completado; se transforma en el curso de la
vida, madura y, precisamente por ello, permanece fiel a sí mismo. Idem
velle, idem nolle,[9] querer lo mismo y rechazar lo mismo, es lo que
los antiguos han reconocido como el auténtico contenido del amor: hacerse uno
semejante al otro, que lleva a un pensar y desear común. La historia de amor
entre Dios y el hombre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad
crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro
querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no
es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que
es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí
que lo más íntimo mío.[10]
Crece entonces el abandono en Dios y Dios es nuestra alegría (cf. Sal 73
[72], 23-28).
18. De este modo se ve que es posible
el amor al prójimo en el sentido enunciado por la Biblia, por Jesús. Consiste
justamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me
agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del
encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de
voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta
otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva
de Jesucristo. Su amigo es mi amigo. Más allá de la apariencia exterior del
otro descubro su anhelo interior de un gesto de amor, de atención, que no le
hago llegar solamente a través de las organizaciones encargadas de ello, y
aceptándolo tal vez por exigencias políticas. Al verlo con los ojos de Cristo,
puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la
mirada de amor que él necesita. En esto se manifiesta la imprescindible
interacción entre amor a Dios y amor al prójimo, de la que habla con tanta
insistencia la Primera carta de Juan. Si en mi vida falta completamente
el contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo solamente al otro, sin
conseguir reconocer en él la imagen divina. Por el contrario, si en mi vida
omito del todo la atención al otro, queriendo ser sólo «piadoso» y cumplir con
mis «deberes religiosos», se marchita también la relación con Dios. Será únicamente
una relación «correcta», pero sin amor. Sólo mi disponibilidad para ayudar al
prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Sólo el
servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me
ama. Los Santos —pensemos por ejemplo en la beata Teresa de Calcuta— han
adquirido su capacidad de amar al prójimo de manera siempre renovada gracias a
su encuentro con el Señor eucarístico y, viceversa, este encuentro ha adquirido
realismo y profundidad precisamente en su servicio a los demás. Amor a Dios y
amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven
del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero. Así, pues, no se trata ya
de un «mandamiento» externo que nos impone lo imposible, sino de una
experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza
ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a través del amor. El
amor es «divino» porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este
proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras
divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea «todo
para todos» (cf. 1 Co 15, 28).
CARITAS, EL EJERCICIO DEL AMOR POR
PARTE DE LA IGLESIA COMO «COMUNIDAD DE AMOR»
La caridad de la Iglesia como manifestación del amor
trinitario
19. «Ves la Trinidad si ves el amor»,
escribió san Agustín.[11] En
las reflexiones precedentes hemos podido fijar nuestra mirada sobre el
Traspasado (cf. Jn 19, 37; Za 12, 10), reconociendo el designio
del Padre que, movido por el amor (cf. Jn 3, 16), ha enviado el Hijo
unigénito al mundo para redimir al hombre. Al morir en la cruz —como narra el
evangelista—, Jesús «entregó el espíritu» (cf. Jn 19, 30), preludio del
don del Espíritu Santo que otorgaría después de su resurrección (cf. Jn
20, 22). Se cumpliría así la promesa de los «torrentes de agua viva» que, por
la efusión del Espíritu, manarían de las entrañas de los creyentes (cf. Jn
7, 38-39). En efecto, el Espíritu es esa potencia interior que armoniza su
corazón con el corazón de Cristo y los mueve a amar a los hermanos como Él los
ha amado, cuando se ha puesto a lavar los pies de sus discípulos (cf. Jn
13, 1-13) y, sobre todo, cuando ha entregado su vida por todos (cf. Jn 13,
1; 15, 13).
El Espíritu es también la fuerza que
transforma el corazón de la Comunidad eclesial para que sea en el mundo testigo
del amor del Padre, que quiere hacer de la humanidad, en su Hijo, una sola
familia. Toda la actividad de la Iglesia es una expresión de un amor que busca
el bien integral del ser humano: busca su evangelización mediante la Palabra y
los Sacramentos, empresa tantas veces heroica en su realización histórica; y
busca su promoción en los diversos ámbitos de la actividad humana. Por tanto,
el amor es el servicio que presta la Iglesia para atender constantemente los
sufrimientos y las necesidades, incluso materiales, de los hombres. Es este
aspecto, este servicio de la caridad, al que deseo referirme en esta
parte de la Encíclica.
La caridad como tarea de la Iglesia
20. El amor al prójimo enraizado en el
amor a Dios es ante todo una tarea para cada fiel, pero lo es también para toda
la comunidad eclesial, y esto en todas sus dimensiones: desde la comunidad
local a la Iglesia particular, hasta abarcar a la Iglesia universal en su
totalidad. También la Iglesia en cuanto comunidad ha de poner en práctica el
amor. En consecuencia, el amor necesita también una organización, como
presupuesto para un servicio comunitario ordenado. La Iglesia ha sido
consciente de que esta tarea ha tenido una importancia constitutiva para ella
desde sus comienzos: «Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en
común; vendían sus posesiones y bienes y lo repartían entre todos, según la
necesidad de cada uno» (Hch 2, 44-45). Lucas nos relata esto
relacionándolo con una especie de definición de la Iglesia, entre cuyos
elementos constitutivos enumera la adhesión a la «enseñanza de los Apóstoles»,
a la «comunión» (koinonia), a la «fracción del pan» y a la «oración»
(cf. Hch 2, 42). La «comunión» (koinonia), mencionada
inicialmente sin especificar, se concreta después en los versículos antes
citados: consiste precisamente en que los creyentes tienen todo en común y en
que, entre ellos, ya no hay diferencia entre ricos y pobres (cf. también Hch
4, 32-37). A decir verdad, a medida que la Iglesia se extendía, resultaba
imposible mantener esta forma radical de comunión material. Pero el núcleo
central ha permanecido: en la comunidad de los creyentes no debe haber una
forma de pobreza en la que se niegue a alguien los bienes necesarios para una
vida decorosa.
21. Un paso decisivo en la difícil
búsqueda de soluciones para realizar este principio eclesial fundamental se
puede ver en la elección de los siete varones, que fue el principio del
ministerio diaconal (cf. Hch 6, 5-6). En efecto, en la Iglesia de los
primeros momentos, se había producido una disparidad en el suministro cotidiano
a las viudas entre la parte de lengua hebrea y la de lengua griega. Los
Apóstoles, a los que estaba encomendado sobre todo «la oración» (Eucaristía y
Liturgia) y el «servicio de la Palabra», se sintieron excesivamente cargados
con el «servicio de la mesa»; decidieron, pues, reservar para sí su oficio
principal y crear para el otro, también necesario en la Iglesia, un grupo de
siete personas. Pero este grupo tampoco debía limitarse a un servicio meramente
técnico de distribución: debían ser hombres «llenos de Espíritu y de sabiduría»
(cf. Hch 6, 1-6). Lo cual significa que el servicio social que
desempeñaban era absolutamente concreto, pero sin duda también espiritual al
mismo tiempo; por tanto, era un verdadero oficio espiritual el suyo, que realizaba
un cometido esencial de la Iglesia, precisamente el del amor bien ordenado al
prójimo. Con la formación de este grupo de los Siete, la «diaconía» —el
servicio del amor al prójimo ejercido comunitariamente y de modo orgánico—
quedaba ya instaurada en la estructura fundamental de la Iglesia misma.
22. Con el paso de los años y la
difusión progresiva de la Iglesia, el ejercicio de la caridad se confirmó como
uno de sus ámbitos esenciales, junto con la administración de los Sacramentos y
el anuncio de la Palabra: practicar el amor hacia las viudas y los huérfanos,
los presos, los enfermos y los necesitados de todo tipo, pertenece a su esencia
tanto como el servicio de los Sacramentos y el anuncio del Evangelio. La
Iglesia no puede descuidar el servicio de la caridad, como no puede omitir los
Sacramentos y la Palabra. Para demostrarlo, basten algunas referencias. El
mártir Justino († ca. 155), en el contexto de la celebración dominical de los
cristianos, describe también su actividad caritativa, unida con la Eucaristía
misma. Los que poseen, según sus posibilidades y cada uno cuanto quiere,
entregan sus ofrendas al Obispo; éste, con lo recibido, sustenta a los
huérfanos, a las viudas y a los que se encuentran en necesidad por enfermedad u
otros motivos, así como también a los presos y forasteros.[12] El
gran escritor cristiano Tertuliano († después de 220), cuenta cómo la solicitud
de los cristianos por los necesitados de cualquier tipo suscitaba el asombro de
los paganos.[13] Y cuando Ignacio de
Antioquía († ca. 117) llamaba a la Iglesia de Roma como la que «preside en la
caridad (agapé)»,[14] se
puede pensar que con esta definición quería expresar de algún modo también la
actividad caritativa concreta.
23. En este contexto, puede ser útil
una referencia a las primitivas estructuras jurídicas del servicio de la
caridad en la Iglesia. Hacia la mitad del siglo IV, se va formando en Egipto la
llamada «diaconía»; es la estructura que en cada monasterio tenía la
responsabilidad sobre el conjunto de las actividades asistenciales, el servicio
de la caridad precisamente. A partir de esto, se desarrolla en Egipto hasta el
siglo VI una corporación con plena capacidad jurídica, a la que las autoridades
civiles confían incluso una cantidad de grano para su distribución pública. No
sólo cada monasterio, sino también cada diócesis llegó a tener su diaconía,
una institución que se desarrolla sucesivamente, tanto en Oriente como en
Occidente. El Papa Gregorio Magno († 604) habla de la diaconía de
Nápoles; por lo que se refiere a Roma, las diaconías están documentadas
a partir del siglo VII y VIII; pero, naturalmente, ya antes, desde los
comienzos, la actividad asistencial a los pobres y necesitados, según los
principios de la vida cristiana expuestos en los Hechos de los Apóstoles,
era parte esencial en la Iglesia de Roma. Esta función se manifiesta
vigorosamente en la figura del diácono Lorenzo († 258). La descripción
dramática de su martirio fue conocida ya por san Ambrosio († 397) y, en lo
esencial, nos muestra seguramente la auténtica figura de este Santo. A él, como
responsable de la asistencia a los pobres de Roma, tras ser apresados sus
compañeros y el Papa, se le concedió un cierto tiempo para recoger los tesoros
de la Iglesia y entregarlos a las autoridades. Lorenzo distribuyó el dinero
disponible a los pobres y luego presentó a éstos a las autoridades como el
verdadero tesoro de la Iglesia.[15]
Cualquiera que sea la fiabilidad histórica de tales detalles, Lorenzo ha
quedado en la memoria de la Iglesia como un gran exponente de la caridad
eclesial.
24. Una alusión a la figura del
emperador Juliano el Apóstata († 363) puede ilustrar una vez más lo esencial
que era para la Iglesia de los primeros siglos la caridad ejercida y
organizada. A los seis años, Juliano asistió al asesinato de su padre, de su
hermano y de otros parientes a manos de los guardias del palacio imperial; él
imputó esta brutalidad —con razón o sin ella— al emperador Constancio, que se
tenía por un gran cristiano. Por eso, para él la fe cristiana quedó
desacreditada definitivamente. Una vez emperador, decidió restaurar el
paganismo, la antigua religión romana, pero también reformarlo, de manera que
fuera realmente la fuerza impulsora del imperio. En esta perspectiva, se
inspiró ampliamente en el cristianismo. Estableció una jerarquía de
metropolitas y sacerdotes. Los sacerdotes debían promover el amor a Dios y al
prójimo. Escribía en una de sus cartas[16] que
el único aspecto que le impresionaba del cristianismo era la actividad
caritativa de la Iglesia. Así pues, un punto determinante para su nuevo
paganismo fue dotar a la nueva religión de un sistema paralelo al de la caridad
de la Iglesia. Los «Galileos» —así los llamaba— habían logrado con ello su
popularidad. Se les debía emular y superar. De este modo, el emperador confirmaba,
pues, cómo la caridad era una característica determinante de la comunidad
cristiana, de la Iglesia.
25. Llegados a este punto, tomamos de nuestras
reflexiones dos datos esenciales:
a) La naturaleza íntima de la Iglesia se expresa en una
triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios (kerygma-martyria),
celebración de los Sacramentos (leiturgia) y servicio de la caridad (diakonia).
Son tareas que se implican mutuamente y no pueden separarse una de otra. Para
la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que
también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es
manifestación irrenunciable de su propia esencia.[17]
b) La Iglesia es la familia de Dios en el mundo. En esta
familia no debe haber nadie que sufra por falta de lo necesario. Pero, al mismo
tiempo, la caritas-agapé supera los confines de la Iglesia; la parábola
del buen Samaritano sigue siendo el criterio de comportamiento y muestra la
universalidad del amor que se dirige hacia el necesitado encontrado
«casualmente» (cf. Lc 10, 31), quienquiera que sea. No obstante,
quedando a salvo la universalidad del amor, también se da la exigencia
específicamente eclesial de que, precisamente en la Iglesia misma como familia,
ninguno de sus miembros sufra por encontrarse en necesidad. En este sentido,
siguen teniendo valor las palabras de la Carta a los Gálatas: «Mientras
tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, pero especialmente a nuestros
hermanos en la fe» (6, 10).
Justicia y caridad
26. Desde el siglo XIX se ha planteado
una objeción contra la actividad caritativa de la Iglesia, desarrollada después
con insistencia sobre todo por el pensamiento marxista. Los pobres, se dice, no
necesitan obras de caridad, sino de justicia. Las obras de caridad —la limosna—
serían en realidad un modo para que los ricos eludan la instauración de la
justicia y acallen su conciencia, conservando su propia posición social y
despojando a los pobres de sus derechos. En vez de contribuir con obras
aisladas de caridad a mantener las condiciones existentes, haría falta crear un
orden justo, en el que todos reciban su parte de los bienes del mundo y, por lo
tanto, no necesiten ya las obras de caridad. Se debe reconocer que en esta
argumentación hay algo de verdad, pero también bastantes errores. Es cierto que
una norma fundamental del Estado debe ser perseguir la justicia y que el
objetivo de un orden social justo es garantizar a cada uno, respetando el
principio de subsidiaridad, su parte de los bienes comunes. Eso es lo que ha
subrayado también la doctrina cristiana sobre el Estado y la doctrina social de
la Iglesia. La cuestión del orden justo de la colectividad, desde un punto de
vista histórico, ha entrado en una nueva fase con la formación de la sociedad
industrial en el siglo XIX. El surgir de la industria moderna ha desbaratado
las viejas estructuras sociales y, con la masa de los asalariados, ha provocado
un cambio radical en la configuración de la sociedad, en la cual la relación
entre el capital y el trabajo se ha convertido en la cuestión decisiva, una
cuestión que, en estos términos, era desconocida hasta entonces. Desde ese
momento, los medios de producción y el capital eran el nuevo poder que, estando
en manos de pocos, comportaba para las masas obreras una privación de derechos
contra la cual había que rebelarse.
27. Se debe admitir que los
representantes de la Iglesia percibieron sólo lentamente que el problema de la
estructura justa de la sociedad se planteaba de un modo nuevo. No faltaron
pioneros: uno de ellos, por ejemplo, fue el Obispo Ketteler de Maguncia (†
1877). Para hacer frente a las necesidades concretas surgieron también
círculos, asociaciones, uniones, federaciones y, sobre todo, nuevas
Congregaciones religiosas, que en el siglo XIX se dedicaron a combatir la pobreza,
las enfermedades y las situaciones de carencia en el campo educativo. En 1891,
se interesó también el magisterio pontificio con la Encíclica Rerum novarum de
León XIII. Siguió con la Encíclica de Pío XI Quadragesimo anno, en 1931.
En 1961, el beato Papa Juan XXIII publicó la Encíclica Mater et Magistra,
mientras que Pablo VI, en la Encíclica Populorum progressio (1967) y en
la Carta apostólica Octogesima adveniens (1971), afrontó con insistencia
la problemática social que, entre tanto, se había agudizado sobre todo en
Latinoamérica. Mi gran predecesor Juan Pablo II nos ha dejado una trilogía de
Encíclicas sociales: Laborem exercens (1981), Sollicitudo rei
socialis (1987) y Centesimus annus (1991). Así pues, cotejando
situaciones y problemas nuevos cada vez, se ha ido desarrollando una doctrina
social católica, que en 2004 ha sido presentada de modo orgánico en el
Compendio de la doctrina social de la Iglesia, redactado por el Consejo
Pontificio Iustitia et Pax. El marxismo había presentado la revolución
mundial y su preparación como la panacea para los problemas sociales: mediante
la revolución y la consiguiente colectivización de los medios de producción —se
afirmaba en dicha doctrina— todo iría repentinamente de modo diferente y mejor.
Este sueño se ha desva- necido. En la difícil situación en la que nos
encontramos hoy, a causa también de la globalización de la economía, la
doctrina social de la Iglesia se ha convertido en una indicación fundamental,
que propone orientaciones válidas mucho más allá de sus confines: estas
orientaciones —ante el avance del progreso— se han de afrontar en diálogo con
todos los que se preocupan seriamente por el hombre y su mundo.
28. Para definir con más precisión la
relación entre el compromiso necesario por la justicia y el servicio de la
caridad, hay que tener en cuenta dos situaciones de hecho:
a) El orden justo de la sociedad y del Estado es una
tarea principal de la política. Un Estado que no se rigiera según la justicia
se reduciría a una gran banda de ladrones, dijo una vez Agustín: «Remota
itaque iustitia quid sunt regna nisi magna latrocinia?».[18] Es
propio de la estructura fundamental del cristianismo la distinción entre lo que
es del César y lo que es de Dios (cf. Mt 22, 21), esto es, entre Estado
e Iglesia o, como dice el Concilio Vaticano II, el reconocimiento de la
autonomía de las realidades temporales.[19] El
Estado no puede imponer la religión, pero tiene que garantizar su libertad y la
paz entre los seguidores de las diversas religiones; la Iglesia, como expresión
social de la fe cristiana, por su parte, tiene su independencia y vive su forma
comunitaria basada en la fe, que el Estado debe respetar. Son dos esferas
distintas, pero siempre en relación recíproca.
La justicia es el objeto y, por tanto,
también la medida intrínseca de toda política. La política es más que una
simple técnica para determinar los ordenamientos públicos: su origen y su meta
están precisamente en la justicia, y ésta es de naturaleza ética. Así, pues, el
Estado se encuentra inevitablemente de hecho ante la cuestión de cómo realizar
la justicia aquí y ahora. Pero esta pregunta presupone otra más radical: ¿qué
es la justicia? Éste es un problema que concierne a la razón práctica; pero
para llevar a cabo rectamente su función, la razón ha de purificarse
constantemente, porque su ceguera ética, que deriva de la preponderancia del
interés y del poder que la deslumbran, es un peligro que nunca se puede
descartar totalmente.
En este punto, política y fe se
encuentran. Sin duda, la naturaleza específica de la fe es la relación con el
Dios vivo, un encuentro que nos abre nuevos horizontes mucho más allá del
ámbito propio de la razón. Pero, al mismo tiempo, es una fuerza purificadora
para la razón misma. Al partir de la perspectiva de Dios, la libera de su
ceguera y la ayuda así a ser mejor ella misma. La fe permite a la razón
desempeñar del mejor modo su cometido y ver más claramente lo que le es propio.
En este punto se sitúa la doctrina social católica: no pretende otorgar a la
Iglesia un poder sobre el Estado. Tampoco quiere imponer a los que no comparten
la fe sus propias perspectivas y modos de comportamiento. Desea simplemente
contribuir a la purificación de la razón y aportar su propia ayuda para que lo
que es justo, aquí y ahora, pueda ser reconocido y después puesto también en
práctica.
La doctrina social de la Iglesia
argumenta desde la razón y el derecho natural, es decir, a partir de lo que es
conforme a la naturaleza de todo ser humano. Y sabe que no es tarea de la
Iglesia el que ella misma haga valer políticamente esta doctrina: quiere servir
a la formación de las conciencias en la política y contribuir a que crezca la
percepción de las verdaderas exigencias de la justicia y, al mismo tiempo, la
disponibilidad para actuar conforme a ella, aun cuando esto estuviera en
contraste con situaciones de intereses personales. Esto significa que la
construcción de un orden social y estatal justo, mediante el cual se da a cada
uno lo que le corresponde, es una tarea fundamental que debe afrontar de nuevo
cada generación. Tratándose de un quehacer político, esto no puede ser un
cometido inmediato de la Iglesia. Pero, como al mismo tiempo es una tarea
humana primaria, la Iglesia tiene el deber de ofrecer, mediante la purificación
de la razón y la formación ética, su contribución específica, para que las
exigencias de la justicia sean comprensibles y políticamente realizables.
La Iglesia no puede ni debe emprender
por cuenta propia la empresa política de realizar la sociedad más justa
posible. No puede ni debe sustituir al Estado. Pero tampoco puede ni debe
quedarse al margen en la lucha por la justicia. Debe insertarse en ella a
través de la argumentación racional y debe despertar las fuerzas espirituales,
sin las cuales la justicia, que siempre exige también renuncias, no puede
afirmarse ni prosperar. La sociedad justa no puede ser obra de la Iglesia, sino
de la política. No obstante, le interesa sobremanera trabajar por la justicia
esforzándose por abrir la inteligencia y la voluntad a las exigencias del bien.
b) El amor —caritas— siempre será necesario,
incluso en la sociedad más justa. No hay orden estatal, por justo que sea, que
haga superfluo el servicio del amor. Quien intenta desentenderse del amor se
dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento
que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre se darán también
situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que
muestre un amor concreto al prójimo.[20] El
Estado que quiere proveer a todo, que absorbe todo en sí mismo, se convierte en
definitiva en una instancia burocrática que no puede asegurar lo más esencial
que el hombre afligido —cualquier ser humano— necesita: una entrañable atención
personal. Lo que hace falta no es un Estado que regule y domine todo, sino que
generosamente reconozca y apoye, de acuerdo con el principio de subsidiaridad,
las iniciativas que surgen de las diversas fuerzas sociales y que unen la
espontaneidad con la cercanía a los hombres necesitados de auxilio. La Iglesia
es una de estas fuerzas vivas: en ella late el dinamismo del amor suscitado por
el Espíritu de Cristo. Este amor no brinda a los hombres sólo ayuda material,
sino también sosiego y cuidado del alma, un ayuda con frecuencia más necesaria
que el sustento material. La afirmación según la cual las estructuras justas
harían superfluas las obras de caridad, esconde una concepción materialista del
hombre: el prejuicio de que el hombre vive «sólo de pan» (Mt 4, 4; cf.
Dt 8, 3), una concepción que humilla al hombre e ignora precisamente lo que
es más específicamente humano.
29. De este modo podemos ahora
determinar con mayor precisión la relación que existe en la vida de la Iglesia
entre el empeño por el orden justo del Estado y la sociedad, por un lado y, por
otro, la actividad caritativa organizada. Ya se ha dicho que el establecimiento
de estructuras justas no es un cometido inmediato de la Iglesia, sino que
pertenece a la esfera de la política, es decir, de la razón autoresponsable. En
esto, la tarea de la Iglesia es mediata, ya que le corresponde contribuir a la
purificación de la razón y reavivar las fuerzas morales, sin lo cual no se
instauran estructuras justas, ni éstas pueden ser operativas a largo plazo.
El deber inmediato de actuar en favor
de un orden justo en la sociedad es más bien propio de los fieles laicos. Como
ciudadanos del Estado, están llamados a participar en primera persona en la
vida pública. Por tanto, no pueden eximirse de la «multiforme y variada acción
económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover
orgánica e institucionalmente el bien común».[21] La
misión de los fieles es, por tanto, configurar rectamente la vida social,
respetando su legítima autonomía y cooperando con los otros ciudadanos según
las respectivas competencias y bajo su propia responsabilidad.[22]
Aunque las manifestaciones de la caridad eclesial nunca pueden confundirse con
la actividad del Estado, sigue siendo verdad que la caridad debe animar toda la
existencia de los fieles laicos y, por tanto, su actividad política, vivida
como «caridad social».[23]
Las organizaciones caritativas de la
Iglesia, sin embargo, son un opus proprium suyo, un cometido que le es
congenial, en el que ella no coopera colateralmente, sino que actúa como sujeto
directamente responsable, haciendo algo que corresponde a su naturaleza. La
Iglesia nunca puede sentirse dispensada del ejercicio de la caridad como
actividad organizada de los creyentes y, por otro lado, nunca habrá situaciones
en las que no haga falta la caridad de cada cristiano individualmente, porque
el hombre, más allá de la justicia, tiene y tendrá siempre necesidad de amor.
Las múltiples estructuras de servicio caritativo en el
contexto social actual
30. Antes de intentar definir el
perfil específico de la actividad eclesial al servicio del hombre, quisiera
considerar ahora la situación general del compromiso por la justicia y el amor
en el mundo actual.
a) Los medios de comunicación de masas han como
empequeñecido hoy nuestro planeta, acercando rápidamente a hombres y culturas
muy diferentes. Si bien este «estar juntos» suscita a veces incomprensiones y
tensiones, el hecho de que ahora se conozcan de manera mucho más inmediata las
necesidades de los hombres es también una llamada sobre todo a compartir situaciones
y dificultades. Vemos cada día lo mucho que se sufre en el mundo a causa de
tantas formas de miseria material o espiritual, no obstante los grandes
progresos en el campo de la ciencia y de la técnica. Así pues, el momento
actual requiere una nueva disponibilidad para socorrer al prójimo necesitado.
El Concilio Vaticano II lo ha subrayado con palabras muy claras: «Al ser más
rápidos los medios de comunicación, se ha acortado en cierto modo la distancia
entre los hombres y todos los habitantes del mundo [...]. La acción caritativa
puede y debe abarcar hoy a todos los hombres y todas sus necesidades».[24]
Por otra parte —y éste es un aspecto
provocativo y a la vez estimulante del proceso de globalización—, ahora se
puede contar con innumerables medios para prestar ayuda humanitaria a los
hermanos y hermanas necesitados, como son los modernos sistemas para la
distribución de comida y ropa, así como también para ofrecer alojamiento y
acogida. La solicitud por el prójimo, pues, superando los confines de las comunidades
nacionales, tiende a extender su horizonte al mundo entero. El Concilio
Vaticano II ha hecho notar oportunamente que «entre los signos de nuestro
tiempo es digno de mención especial el creciente e inexcusable sentido de solidaridad
entre todos los pueblos».[25] Los
organismos del Estado y las asociaciones humanitarias favorecen iniciativas
orientadas a este fin, generalmente mediante subsidios o desgravaciones
fiscales en un caso, o poniendo a disposición considerables recursos, en otro.
De este modo, la solidaridad expresada por la sociedad civil supera de manera
notable a la realizada por las personas individualmente.
b) En esta situación han surgido numerosas formas nuevas
de colaboración entre entidades estatales y eclesiales, que se han demostrado
fructíferas. Las entidades eclesiales, con la transparencia en su gestión y la
fidelidad al deber de testimoniar el amor, podrán animar cristianamente también
a las instituciones civiles, favoreciendo una coordinación mutua que
seguramente ayudará a la eficacia del servicio caritativo.[26]
También se han formado en este contexto múltiples organizaciones con objetivos
caritativos o filantrópicos, que se esfuerzan por lograr soluciones
satisfactorias desde el punto de vista humanitario a los problemas sociales y
políticos existentes. Un fenómeno importante de nuestro tiempo es el nacimiento
y difusión de muchas formas de voluntariado que se hacen cargo de múltiples
servicios.[27] A este propósito,
quisiera dirigir una palabra especial de aprecio y gratitud a todos los que
participan de diversos modos en estas actividades. Esta labor tan difundida es
una escuela de vida para los jóvenes, que educa a la solidaridad y a estar
disponibles para dar no sólo algo, sino a sí mismos. De este modo, frente a la
anti- cultura de la muerte, que se manifiesta por ejemplo en la droga, se
contrapone el amor, que no se busca a sí mismo, sino que, precisamente en la
disponibilidad a «perderse a sí mismo» (cf. Lc 17, 33 y par.) en favor
del otro, se manifiesta como cultura de la vida.
También en la Iglesia católica y en
otras Iglesias y Comunidades eclesiales han aparecido nuevas formas de
actividad caritativa y otras antiguas han resurgido con renovado impulso. Son
formas en las que frecuentemente se logra establecer un acertado nexo entre
evangelización y obras de caridad. Deseo corroborar aquí expresamente lo que mi
gran predecesor Juan Pablo II dijo en su Encíclica Sollicitudo rei socialis,[28]
cuando declaró la disponibilidad de la Iglesia católica a colaborar con las
organizaciones caritativas de estas Iglesias y Comunidades, puesto que todos
nos movemos por la misma motivación fundamental y tenemos los ojos puestos en
el mismo objetivo: un verdadero humanismo, que reconoce en el hombre la imagen
de Dios y quiere ayudarlo a realizar una vida conforme a esta dignidad. La
Encíclica Ut unum sint destacó después, una vez más, que para un mejor
desarrollo del mundo es necesaria la voz común de los cristianos, su compromiso
«para que triunfe el respeto de los derechos y de las necesidades de todos,
especialmente de los pobres, los marginados y los indefensos».[29]
Quisiera expresar mi alegría por el hecho de que este deseo haya encontrado
amplio eco en numerosas iniciativas en todo el mundo.
El perfil específico de la actividad caritativa de la Iglesia
31. En el fondo, el aumento de
organizaciones diversificadas que trabajan en favor del hombre en sus diversas
necesidades, se explica por el hecho de que el imperativo del amor al prójimo
ha sido grabado por el Creador en la naturaleza misma del hombre. Pero es
también un efecto de la presencia del cristianismo en el mundo, que reaviva
continuamente y hace eficaz este imperativo, a menudo tan empañado a lo largo
de la historia. La mencionada reforma del paganismo intentada por el emperador
Juliano el Apóstata, es sólo un testimonio inicial de dicha eficacia. En este
sentido, la fuerza del cristianismo se extiende mucho más allá de las fronteras
de la fe cristiana. Por tanto, es muy importante que la actividad caritativa de
la Iglesia mantenga todo su esplendor y no se diluya en una organización
asistencial genérica, convirtiéndose simplemente en una de sus variantes. Pero,
¿cuáles son los elementos que constituyen la esencia de la caridad cristiana y
eclesial?
a) Según el modelo expuesto en la parábola del buen
Samaritano, la caridad cristiana es ante todo y simplemente la respuesta a una
necesidad inmediata en una determinada situación: los hambrientos han de ser
saciados, los desnudos vestidos, los enfermos atendidos para que se recuperen,
los prisioneros visitados, etc. Las organizaciones caritativas de la Iglesia,
comenzando por Cáritas (diocesana, nacional, internacional), han de
hacer lo posible para poner a disposición los medios necesarios y, sobre todo,
los hombres y mujeres que desempeñan estos cometidos. Por lo que se refiere al
servicio que se ofrece a los que sufren, es preciso que sean competentes
profesionalmente: quienes prestan ayuda han de ser formados de manera que sepan
hacer lo más apropiado y de la manera más adecuada, asumiendo el compromiso de
que se continúe después las atenciones necesarias. Un primer requisito
fundamental es la competencia profesional, pero por sí sola no basta. En
efecto, se trata de seres humanos, y los seres humanos necesitan siempre algo
más que una atención sólo técnicamente correcta. Necesitan humanidad. Necesitan
atención cordial. Cuantos trabajan en las instituciones caritativas de la
Iglesia deben distinguirse por no limitarse a realizar con destreza lo más
conveniente en cada momento, sino por su dedicación al otro con una atención
que sale del corazón, para que el otro experimente su riqueza de humanidad. Por
eso, dichos agentes, además de la preparación profesional, necesitan también y
sobre todo una «formación del corazón»: se les ha de guiar hacia ese encuentro
con Dios en Cristo, que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de
modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así decir
impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual
actúa por la caridad (cf. Ga 5, 6).
b) La actividad caritativa cristiana ha de ser
independiente de partidos e ideologías. No es un medio para transformar el
mundo de manera ideológica y no está al servicio de estrategias mundanas, sino
que es la actualización aquí y ahora del amor que el hombre siempre necesita.
Los tiempos modernos, sobre todo desde el siglo XIX, están dominados por una
filosofía del progreso con diversas variantes, cuya forma más radical es el
marxismo. Una parte de la estrategia marxista es la teoría del empobrecimiento:
quien en una situación de poder injusto ayuda al hombre con iniciativas de
caridad —afirma— se pone de hecho al servicio de ese sistema injusto,
haciéndolo aparecer soportable, al menos hasta cierto punto. Se frena así el potencial
revolucionario y, por tanto, se paraliza la insurrección hacia un mundo mejor.
De aquí el rechazo y el ataque a la caridad como un sistema conservador del
statu quo. En realidad, ésta es una filosofía inhumana. El hombre que vive
en el presente es sacrificado al Moloc del futuro, un futuro cuya
efectiva realización resulta por lo menos dudosa. La verdad es que no se puede
promover la humanización del mundo renunciando, por el momento, a comportarse
de manera humana. A un mundo mejor se contribuye solamente haciendo el bien
ahora y en primera persona, con pasión y donde sea posible, independientemente
de estrategias y programas de partido. El programa del cristiano —el programa
del buen Samaritano, el programa de Jesús— es un «corazón que ve». Este corazón
ve dónde se necesita amor y actúa en consecuencia. Obviamente, cuando la
actividad caritativa es asumida por la Iglesia como iniciativa comunitaria, a
la espontaneidad del individuo debe añadirse también la programación, la
previsión, la colaboración con otras instituciones similares.
c) Además, la caridad no ha de ser un medio en función de
lo que hoy se considera proselitismo. El amor es gratuito; no se practica para
obtener otros objetivos.[30] Pero
esto no significa que la acción caritativa deba, por decirlo así, dejar de lado
a Dios y a Cristo. Siempre está en juego todo el hombre. Con frecuencia, la
raíz más profunda del sufrimiento es precisamente la ausencia de Dios. Quien
ejerce la caridad en nombre de la Iglesia nunca tratará de imponer a los demás
la fe de la Iglesia. Es consciente de que el amor, en su pureza y gratuidad, es
el mejor testimonio del Dios en el que creemos y que nos impulsa a amar. El
cristiano sabe cuando es tiempo de hablar de Dios y cuando es oportuno callar
sobre Él, dejando que hable sólo el amor. Sabe que Dios es amor (1 Jn 4,
8) y que se hace presente justo en los momentos en que no se hace más que amar.
Y, sabe —volviendo a las preguntas de antes— que el desprecio del amor es
vilipendio de Dios y del hombre, es el intento de prescindir de Dios. En
consecuencia, la mejor defensa de Dios y del hombre consiste precisamente en el
amor. Las organizaciones caritativas de la Iglesia tienen el cometido de
reforzar esta conciencia en sus propios miembros, de modo que a través de su actuación
—así como por su hablar, su silencio, su ejemplo— sean testigos creíbles de
Cristo.
Los responsables de la acción caritativa de la Iglesia
32. Finalmente, debemos dirigir
nuestra atención a los responsables de la acción caritativa de la Iglesia ya mencionados.
En las reflexiones precedentes se ha visto claro que el verdadero sujeto de las
diversas organizaciones católicas que desempeñan un servicio de caridad es la
Iglesia misma, y eso a todos los niveles, empezando por las parroquias, a
través de las Iglesias particulares, hasta llegar a la Iglesia universal. Por
esto fue muy oportuno que mi venerado predecesor Pablo VI instituyera el
Consejo Pontificio Cor unum como organismo de la Santa Sede responsable
para la orientación y coordinación entre las organizaciones y las actividades
caritativas promovidas por la Iglesia católica. Además, es propio de la
estructura episcopal de la Iglesia que los obispos, como sucesores de los
Apóstoles, tengan en las Iglesias particulares la primera responsabilidad de
cumplir, también hoy, el programa expuesto en los Hechos de los Apóstoles (cf.
2, 42-44): la Iglesia, como familia de Dios, debe ser, hoy como ayer, un lugar
de ayuda recíproca y al mismo tiempo de disponibilidad para servir también a
cuantos fuera de ella necesitan ayuda. Durante el rito de la ordenación
episcopal, el acto de consagración propiamente dicho está precedido por algunas
preguntas al candidato, en las que se expresan los elementos esenciales de su
oficio y se le recuerdan los deberes de su futuro ministerio. En este contexto,
el ordenando promete expresamente que será, en nombre del Señor, acogedor y
misericordioso para con los más pobres y necesitados de consuelo y ayuda.[31] El Código
de Derecho Canónico, en los cánones relativos al ministerio episcopal, no
habla expresamente de la caridad como un ámbito específico de la actividad
episcopal, sino sólo, de modo general, del deber del Obispo de coordinar las
diversas obras de apostolado respetando su propia índole.[32]
Recientemente, no obstante, el Directorio para el ministerio pastoral de los
obispos ha profundizado más concretamente el deber de la caridad como
cometido intrínseco de toda la Iglesia y del Obispo en su diócesis,[33] y ha
subrayado que el ejercicio de la caridad es una actividad de la Iglesia como
tal y que forma parte esencial de su misión originaria, al igual que el
servicio de la Palabra y los Sacramentos.[34]
33. Por lo que se refiere a los
colaboradores que desempeñan en la práctica el servicio de la caridad en la
Iglesia, ya se ha dicho lo esencial: no han de inspirarse en los esquemas que
pretenden mejorar el mundo siguiendo una ideología, sino dejarse guiar por la
fe que actúa por el amor (cf. Ga 5, 6). Han de ser, pues, personas
movidas ante todo por el amor de Cristo, personas cuyo corazón ha sido
conquistado por Cristo con su amor, despertando en ellos el amor al prójimo. El
criterio inspirador de su actuación debería ser lo que se dice en la Segunda
carta a los Corintios: «Nos apremia el amor de Cristo» (5, 14). La
conciencia de que, en Él, Dios mismo se ha entregado por nosotros hasta la
muerte, tiene que llevarnos a vivir no ya para nosotros mismos, sino para Él y,
con Él, para los demás. Quien ama a Cristo ama a la Iglesia y quiere que ésta
sea cada vez más expresión e instrumento del amor que proviene de Él. El
colaborador de toda organización caritativa católica quiere trabajar con la
Iglesia y, por tanto, con el Obispo, con el fin de que el amor de Dios se
difunda en el mundo. Por su participación en el servicio de amor de la Iglesia,
desea ser testigo de Dios y de Cristo y, precisamente por eso, hacer el bien a
los hombres gratuitamente.
34. La apertura interior a la
dimensión católica de la Iglesia ha de predisponer al colaborador a sintonizar
con las otras organizaciones en el servicio a las diversas formas de necesidad;
pero esto debe hacerse respetando la fisonomía específica del servicio que
Cristo pidió a sus discípulos. En su himno a la caridad (cf. 1 Co 13),
san Pablo nos enseña que ésta es siempre algo más que una simple actividad: «Podría
repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo
amor, de nada me sirve» (v. 3). Este himno debe ser la Carta Magna de
todo el servicio eclesial; en él se resumen todas las reflexiones que he
expuesto sobre el amor a lo largo de esta Carta encíclica. La actuación
práctica resulta insuficiente si en ella no se puede percibir el amor por el
hombre, un amor que se alimenta en el encuentro con Cristo. La íntima
participación personal en las necesidades y sufrimientos del otro se convierte
así en un darme a mí mismo: para que el don no humille al otro, no solamente
debo darle algo mío, sino a mí mismo; he de ser parte del don como persona.
35. Éste es un modo de servir que hace
humilde al que sirve. No adopta una posición de superioridad ante el otro, por
miserable que sea momentáneamente su situación. Cristo ocupó el último puesto
en el mundo —la cruz—, y precisamente con esta humildad radical nos ha redimido
y nos ayuda constantemente. Quien es capaz de ayudar reconoce que, precisamente
de este modo, también él es ayudado; el poder ayudar no es mérito suyo ni
motivo de orgullo. Esto es gracia. Cuanto más se esfuerza uno por los demás,
mejor comprenderá y hará suya la palabra de Cristo: «Somos unos pobres siervos»
(Lc 17,10). En efecto, reconoce que no actúa fundándose en una
superioridad o mayor capacidad personal, sino porque el Señor le concede este
don. A veces, el exceso de necesidades y lo limitado de sus propias actuaciones
le harán sentir la tentación del desaliento. Pero, precisamente entonces, le
aliviará saber que, en definitiva, él no es más que un instrumento en manos del
Señor; se liberará así de la presunción de tener que mejorar el mundo —algo
siempre necesario— en primera persona y por sí solo. Hará con humildad lo que
le es posible y, con humildad, confiará el resto al Señor. Quien gobierna el
mundo es Dios, no nosotros. Nosotros le ofrecemos nuestro servicio sólo en lo
que podemos y hasta que Él nos dé fuerzas. Sin embargo, hacer todo lo que está
en nuestras manos con las capacidades que tenemos, es la tarea que mantiene
siempre activo al siervo bueno de Jesucristo: «Nos apremia el amor de Cristo» (2
Co 5, 14).
36. La experiencia de la inmensa
necesidad puede, por un lado, inclinarnos hacia la ideología que pretende
realizar ahora lo que, según parece, no consigue el gobierno de Dios sobre el
mundo: la solución universal de todos los problemas. Por otro, puede
convertirse en una tentación a la inercia ante la impresión de que, en
cualquier caso, no se puede hacer nada. En esta situación, el contacto vivo con
Cristo es la ayuda decisiva para continuar en el camino recto: ni caer en una
soberbia que desprecia al hombre y en realidad nada construye, sino que más
bien destruye, ni ceder a la resignación, la cual impediría dejarse guiar por
el amor y así servir al hombre. La oración se convierte en estos momentos en
una exigencia muy concreta, como medio para recibir constantemente fuerzas de
Cristo. Quien reza no desperdicia su tiempo, aunque todo haga pensar en una
situación de emergencia y parezca impulsar sólo a la acción. La piedad no
escatima la lucha contra la pobreza o la miseria del prójimo. La beata Teresa
de Calcuta es un ejemplo evidente de que el tiempo dedicado a Dios en la
oración no sólo deja de ser un obstáculo para la eficacia y la dedicación al
amor al prójimo, sino que es en realidad una fuente inagotable para ello. En su
carta para la Cuaresma de 1996 la beata escribía a sus colaboradores laicos: «Nosotros
necesitamos esta unión íntima con Dios en nuestra vida cotidiana. Y ¿cómo
podemos conseguirla? A través de la oración».
37. Ha llegado el momento de reafirmar
la importancia de la oración ante el activismo y el secularismo de muchos
cristianos comprometidos en el servicio caritativo. Obviamente, el cristiano
que reza no pretende cambiar los planes de Dios o corregir lo que Dios ha
previsto. Busca más bien el encuentro con el Padre de Jesucristo, pidiendo que
esté presente, con el consuelo de su Espíritu, en él y en su trabajo. La
familiaridad con el Dios personal y el abandono a su voluntad impiden la
degradación del hombre, lo salvan de la esclavitud de doctrinas fanáticas y
terroristas. Una actitud auténticamente religiosa evita que el hombre se erija
en juez de Dios, acusándolo de permitir la miseria sin sentir compasión por sus
criaturas. Pero quien pretende luchar contra Dios apoyándose en el interés del
hombre, ¿con quién podrá contar cuando la acción humana se declare impotente?
38. Es cierto que Job puede quejarse
ante Dios por el sufrimiento incomprensible y aparentemente injustificable que
hay en el mundo. Por eso, en su dolor, dice: «¡Quién me diera saber
encontrarle, poder llegar a su morada!... Sabría las palabras de su réplica,
comprendería lo que me dijera. ¿Precisaría gran fuerza para disputar
conmigo?... Por eso estoy, ante él, horrorizado, y cuanto más lo pienso, más me
espanta. Dios me ha enervado el corazón, el Omnipotente me ha aterrorizado»
(23, 3.5-6.15-16). A menudo no se nos da a conocer el motivo por el que Dios
frena su brazo en vez de intervenir. Por otra parte, Él tampoco nos impide gritar
como Jesús en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt
27, 46). Deberíamos permanecer con esta pregunta ante su rostro, en diálogo
orante: «¿Hasta cuándo, Señor, vas a estar sin hacer justicia, tú que eres
santo y veraz?» (cf. Ap 6, 10). San Agustín da a este sufrimiento
nuestro la respuesta de la fe: «Si comprehendis, non est Deus», si lo
comprendes, entonces no es Dios.[35]
Nuestra protesta no quiere desafiar a Dios, ni insinuar en Él algún error,
debilidad o indiferencia. Para el creyente no es posible pensar que Él sea
impotente, o bien que «tal vez esté dormido» (1 R 18, 27). Es cierto,
más bien, que incluso nuestro grito es, como en la boca de Jesús en la cruz, el
modo extremo y más profundo de afirmar nuestra fe en su poder soberano. En
efecto, los cristianos siguen creyendo, a pesar de todas las incomprensiones y
confusiones del mundo que les rodea, en la «bondad de Dios y su amor al hombre»
(Tt 3, 4). Aunque estén inmersos como los demás hombres en las
dramáticas y complejas vicisitudes de la historia, permanecen firmes en la
certeza de que Dios es Padre y nos ama, aunque su silencio siga siendo
incomprensible para nosotros.
39. Fe, esperanza y caridad están
unidas. La esperanza se relaciona prácticamente con la virtud de la paciencia,
que no desfallece ni siquiera ante el fracaso aparente, y con la humildad, que
reconoce el misterio de Dios y se fía de Él incluso en la oscuridad. La fe nos
muestra a Dios que nos ha dado a su Hijo y así suscita en nosotros la firme
certeza de que realmente es verdad que Dios es amor. De este modo transforma
nuestra impaciencia y nuestras dudas en la esperanza segura de que el mundo
está en manos de Dios y que, no obstante las oscuridades, al final vencerá Él,
como luminosamente muestra el Apocalipsis mediante sus imágenes sobrecogedoras.
La fe, que hace tomar conciencia del amor de Dios revelado en el corazón
traspasado de Jesús en la cruz, suscita a su vez el amor. El amor es una luz
—en el fondo la única— que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la
fuerza para vivir y actuar. El amor es posible, y nosotros podemos ponerlo en
práctica porque hemos sido creados a imagen de Dios. Vivir el amor y, así,
llevar la luz de Dios al mundo: a esto quisiera invitar con esta Encíclica.
CONCLUSIÓN
40. Contemplemos finalmente a los
Santos, a quienes han ejercido de modo ejemplar la caridad. Pienso
particularmente en Martín de Tours († 397), que primero fue soldado y después
monje y obispo: casi como un icono, muestra el valor insustituible del
testimonio individual de la caridad. A las puertas de Amiens compartió su manto
con un pobre; durante la noche, Jesús mismo se le apareció en sueños revestido
de aquel manto, confirmando la perenne validez de las palabras del Evangelio:
«Estuve desnudo y me vestisteis... Cada vez que lo hicisteis con uno de estos
mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 36. 40).[36] Pero
¡cuántos testimonios más de caridad pueden citarse en la historia de la
Iglesia! Particularmente todo el movimiento monástico, desde sus comienzos con
san Antonio Abad († 356), muestra un servicio ingente de caridad hacia el
prójimo. Al confrontarse «cara a cara» con ese Dios que es Amor, el monje
percibe la exigencia apremiante de transformar toda su vida en un servicio al
prójimo, además de servir a Dios. Así se explican las grandes estructuras de
acogida, hospitalidad y asistencia surgidas junto a los monasterios. Se
explican también las innumerables iniciativas de promoción humana y de
formación cristiana destinadas especialmente a los más pobres de las que se han
hecho cargo las Órdenes monásticas y Mendicantes primero, y después los
diversos Institutos religiosos masculinos y femeninos a lo largo de toda la
historia de la Iglesia. Figuras de Santos como Francisco de Asís, Ignacio de
Loyola, Juan de Dios, Camilo de Lelis, Vicente de Paúl, Luisa de Marillac, José
B. Cottolengo, Juan Bosco, Luis Orione, Teresa de Calcuta —por citar sólo
algunos nombres— siguen siendo modelos insignes de caridad social para todos
los hombres de buena voluntad. Los Santos son los verdaderos portadores de luz
en la historia, porque son hombres y mujeres de fe, esperanza y amor.
41. Entre los Santos, sobresale María,
Madre del Señor y espejo de toda santidad. El Evangelio de Lucas la
muestra atareada en un servicio de caridad a su prima Isabel, con la cual
permaneció «unos tres meses» (1, 56) para atenderla durante el embarazo.
«Magnificat anima mea Dominum», dice con ocasión de esta visita —«proclama
mi alma la grandeza del Señor»— (Lc 1, 46), y con ello expresa todo el
programa de su vida: no ponerse a sí misma en el centro, sino dejar espacio a
Dios, a quien encuentra tanto en la oración como en el servicio al prójimo;
sólo entonces el mundo se hace bueno. María es grande precisamente porque
quiere enaltecer a Dios en lugar de a sí misma. Ella es humilde: no quiere ser
sino la sierva del Señor (cf. Lc 1, 38. 48). Sabe que contribuye a la
salvación del mundo, no con una obra suya, sino sólo poniéndose plenamente a
disposición de la iniciativa de Dios. Es una mujer de esperanza: sólo porque
cree en las promesas de Dios y espera la salvación de Israel, el ángel puede
presentarse a ella y llamarla al servicio total de estas promesas. Es una mujer
de fe: «¡Dichosa tú, que has creído!», le dice Isabel (Lc 1, 45). El
Magníficat —un retrato de su alma, por decirlo así— está completamente
tejido por los hilos tomados de la Sagrada Escritura, de la Palabra de Dios.
Así se pone de relieve que la Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa,
de la cual sale y entra con toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de
Dios; la Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la
Palabra de Dios. Así se pone de manifiesto, además, que sus pensamientos están
en sintonía con el pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios. Al
estar íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre
de la Palabra encarnada. María es, en fin, una mujer que ama. ¿Cómo podría ser
de otro modo? Como creyente, que en la fe piensa con el pensamiento de Dios y
quiere con la voluntad de Dios, no puede ser más que una mujer que ama. Lo
intuimos en sus gestos silenciosos que nos narran los relatos evangélicos de la
infancia. Lo vemos en la delicadeza con la que en Caná se percata de la
necesidad en la que se encuentran los esposos, y lo hace presente a Jesús. Lo
vemos en la humildad con que acepta ser como olvidada en el período de la vida
pública de Jesús, sabiendo que el Hijo tiene que fundar ahora una nueva familia
y que la hora de la Madre llegará solamente en el momento de la cruz, que será
la verdadera hora de Jesús (cf. Jn 2, 4; 13, 1). Entonces, cuando los
discípulos hayan huido, ella permanecerá al pie de la cruz (cf. Jn 19,
25-27); más tarde, en el momento de Pentecostés, serán ellos los que se agrupen
en torno a ella en espera del Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14).
42. La vida de los Santos no comprende
sólo su biografía terrena, sino también su vida y actuación en Dios después de
la muerte. En los Santos es evidente que, quien va hacia Dios, no se aleja de
los hombres, sino que se hace realmente cercano a ellos. En nadie lo vemos
mejor que en María. La palabra del Crucificado al discípulo —a Juan y, por
medio de él, a todos los discípulos de Jesús: «Ahí tienes a tu madre» (Jn
19, 27)— se hace de nuevo verdadera en cada generación. María se ha convertido
efectivamente en Madre de todos los creyentes. A su bondad materna, así como a
su pureza y belleza virginal, se dirigen los hombres de todos los tiempos y de
todas las partes del mundo en sus necesidades y esperanzas, en sus alegrías y
contratiempos, en su soledad y en su convivencia. Y siempre experimentan el don
de su bondad; experimentan el amor inagotable que derrama desde lo más profundo
de su corazón. Los testimonios de gratitud, que le manifiestan en todos los
continentes y en todas las culturas, son el reconocimiento de aquel amor puro
que no se busca a sí mismo, sino que sencillamente quiere el bien. La devoción
de los fieles muestra al mismo tiempo la intuición infalible de cómo es posible
este amor: se alcanza merced a la unión más íntima con Dios, en virtud de la
cual se está embargado totalmente de Él, una condición que permite a quien ha
bebido en el manantial del amor de Dios convertirse a sí mismo en un manantial
«del que manarán torrentes de agua viva» (Jn 7, 38). María, la Virgen,
la Madre, nos enseña qué es el amor y dónde tiene su origen, su fuerza siempre
nueva. A ella confiamos la Iglesia, su misión al servicio del amor:
Santa
María, Madre de Dios,
tú has dado al mundo la verdadera luz,
Jesús, tu Hijo, el Hijo de Dios.
Te has entregado por completo
a la llamada de Dios
y te has convertido así en fuente
de la bondad que mana de Él.
Muéstranos a Jesús. Guíanos hacia Él.
Enséñanos a conocerlo y amarlo,
para que también nosotros
podamos llegar a ser capaces
de un verdadero amor
y ser fuentes de agua viva
en medio de un mundo sediento.
Dado en Roma, junto a San Pedro, 25 de diciembre,
solemnidad de la Natividad del Señor, del año 2005, primero de mi Pontificado.
NOTAS
[1] Cf. Jenseits von Gut und Böse, IV, 168.
[2] X, 69.
[3] Cf. R. Descartes, Œuvres, ed. V. Cousin, vol. 12, París, 1824, pp. 95ss.
[4] II, 5: SCh 381, 196.
[5] Ibíd., 198.
[6] Cf. Metafísica, XII, 7.
[7] Cf. Pseudo Dionisio Areopagita, Los nombres de Dios,
IV, 12-14: PG 3, 709-713, donde llama a Dios eros y agapé
al mismo tiempo.
[8] Cf. El Banquete, XIV-XV, 189c-192d.
[9] Salustio,
De coniuratione Catilinae, XX, 4.
[10] Cf. San Agustín, Confesiones, III, 6, 11: CCL 27,
32.
[11] De Trinitate,
VIII, 8, 12: CCL 50, 287.
[12] Cf. I
Apologia, 67: PG 6, 429.
[13] Cf. Apologeticum 39, 7: PL 1, 468.
[14] Ep. ad Rom., Inscr.:
PG 5, 801.
[15] Cf. San Ambrosio, De officiis ministrorum, II, 28, 140: PL 16,
141.
[16] Cf. Ep. 83: J. Bidez, L'Empereur Julien. Œuvres
complètes, París 19602, I, 2a, p. 145.
[17] Cf. Congregación para los Obispos, Directorio para el
ministerio pastoral de los obispos Apostolorum Successores (22 febrero
2004), 194: Ciudad del Vaticano, 2004, 210-211.
[18] De
Civitate Dei, IV, 4: CCL 47, 102.
[19] Cf. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 36.
[20] Cf. Congregación para los Obispos, Directorio para el
ministerio pastoral de los obispos Apostolorum Successores (22 febrero
2004), 197: Ciudad del Vaticano, 2004, 213-214.
[21] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles
laici (30 diciembre 1988), 42: AAS 81 (1989), 472.
[22] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota
doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los
católicos en la vida pública (24 noviembre 2003), 1: L'Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española (24 enero 2004), 6.
[23] Catecismo de la Iglesia Católica,
1939.
[24] Decr. Apostolicam actuositatem, sobre el
apostolado de los laicos, 8.
[25] Ibíd., 14.
[26] Cf. Congregación para los Obispos, Directorio para el
ministerio pastoral de los obispos Apostolorum Successores (22 febrero
2004), 195: Ciudad del Vaticano, 2004, 212.
[27] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Christifideles laici (30 diciembre 1988), 41: AAS 81 (1989), 470-472.
[28] Cf. n. 32: AAS 80 (1988), 556.
[29] N. 43: AAS 87 (1995), 946.
[30] Cf. Congregación para los Obispos, Directorio para el
ministerio pastoral de los obispos Apostolorum Successores (22 febrero
2004), 196: Ciudad del Vaticano, 2004, 213.
[31] Cf.
Pontificale Romanum, De ordinatione episcopi, 43.
[32] Cf. can. 394; Código de los Cánones de las Iglesias
Orientales, can. 203.
[33] Cf. nn. 193-198: pp. 209-215.
[34] Cf. ibíd., 194: p. 210.
[35] Sermo
52, 16: PL 38, 360.
[36] Cf. Sulpicio
Severo, Vita Sancti Martini, 3, 1-3: SCh 133, 256-258.
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