El Cardenal Carlo María Martini, arzobispo emérito de Milán, murió ayer, 31 de agosto de 2012, a los 85 años. Un gran hombre, un gran jesuita, eminente biblista y excelente obispo. Ha sido un gran regalo para la Iglesia y para el mundo. En homenaje suyo vayan estas páginas.
Intervención del Card. Martini, arzobispo de Milán,
en el Sínodo de los obispos europeos el 7.10.99, traducida del italiano y
publicada en Razón y Fe 240 (1999)
356-358.
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He
escuchado con vivo interés todas las intervenciones hechas hasta aquí,
intentando entender de qué modo pudieran responder a la pregunta: cómo
Jesucristo, vivo en su Iglesia, es hoy fuente de esperanza para Europa.
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Pero
antes de expresar mi propio parecer, querría evocar a una persona que muchos
de nosotros recordamos como presente en esta aula y que el Señor ha llamado
junto a sí el pasado 17 de junio: se trata del cardenal Basil Hume, arzobispo
de Westminster. Más de una intervención realizada por él en el Sínodo comenzó
con las palabras: I had a dream, «he tenido un sueño».
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También
yo en estos días, escuchando las intervenciones, he tenido un sueño, más
todavía, varios sueños. Traigo a colación tres.
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1. Sobre todo,
el sueño de que, a través de una familiaridad cada vez más grande de los
hombres y mujeres europeos con la Sagrada Escritura, leída y rezada en la
soledad, en los grupos y en las comunidades, se reavive aquella experiencia
del fuego en el corazón que tuvieron los dos discípulos en el camino de Emaús
(Instrumentum laboris, 27). Me remito para todo esto a lo que ya ha
dicho Mons. Egger, obispo de Bolsano-Bressanone. También por mi experiencia,
la Biblia leída y rezada, en particular por los jóvenes, es el libro del
futuro del continente europeo.
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2. En segundo lugar, el sueño de que la parroquia continúe actualizando,
con su servicio profético, sacerdotal y diaconal, aquella presencia del
Resucitado en nuestros territorios, que los discípulos de Emaús pudieron
experimentar en la fracción del pan (II, 34, 47). En este Sínodo, ya se han
manifestado diversas opiniones para evidenciar el papel de los movimientos
eclesiales en orden a la vivificación espiritual de Europa. Pero es necesario
que los miembros de los movimientos y de las nuevas comunidades se incardinen
vitalmente en la comunión de la pastoral parroquial y diocesana, para poner a
disposición de todos los dones particulares recibidos del Señor y para
someterlos al examen del entero pueblo de Dios (II, 47). Hasta que esto no
suceda, resulta perturbada la vida entera de la Iglesia, tanto la de las
comunidades parroquiales como la de los mismos movimientos. Donde, por el
contrario, se realiza una eficaz experiencia de comunión y de
corresponsabilidad, la Iglesia se ofrece a sí misma como signo de esperanza y
propuesta alternativa creíble a la disgregación social y ética lamentada por
tantos.
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3. Un
tercer sueño es que el retorno festivo de los discípulos de Emaús
a Jerusalén para encontrar a los apóstoles se convierta en estímulo para
repetir de vez en cuando, en el curso del siglo que se abre, una experiencia
de confrontación universal entre los obispos, que sirva para escoger alguno
de los temas disciplinares y doctrinales que, quizá, han resultado poco
evocados en estos días, pero que reaparecen periódicamente como puntos
calientes en el camino de las iglesias europeas y no sólo europeas. Pienso,
en general, en las profundizaciones y en los desarrollos de la eclesiología
de la comunión del Vaticano II. Pienso en la carencia, de algún modo ya
dramática, de ministros ordenados y en la creciente dificultad para un obispo
de proveer al cuidado de almas en su territorio con suficiente número de
ministros del evangelio y de la eucaristía (II, 14). Pienso en algunos temas
referentes al papel de la mujer en la sociedad y en la Iglesia, la
participación de los seglares en algunas cuestiones como la responsabilidad
ministerial, la sexualidad, la disciplina del matrimonio, la praxis
penitencial, las relaciones con las iglesias hermanas de la ortodoxia, y, más
en general, la necesidad de reavivar la esperanza ecuménica; pienso en la
relación entre democracia y valores, entre leyes civiles y leyes morales.
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No
pocos de estos temas ya emergieron en Sínodos precedentes, sea generales o
especiales, y es importante encontrar lugares e instrumentos adecuados para
su atento examen. Para esto, no son ciertamente válidas ni las
investigaciones sociológicas ni las recogidas de firmas. Ni los grupos de
presión.Y puede que ni tan siquiera un Sínodo pudiera ser suficiente. Algunos
de estos puntos probablemente necesitan de un instrumento colegial más
universal y autorizado, donde puedan ser afrontados con libertad, en el pleno
ejercicio de la colegialidad episcopal, en la escucha del Espíritu y
teniendo presente el bien común de la Iglesia y de la humanidad entera.
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Nos
sentimos llevados a interrogarnos si, cuarenta años después del comienzo del
Vaticano II, no está madurando poco a poco, para el próximo decenio, la
conciencia de la utilidad y casi de la necesidad de una confrontación
colegial y autorizada entre todos los obispos, sobre algunos de los temas
medulares surgidos en estos cuatro decenios. Aumenta la sensación de hasta
qué punto sería hermoso y útil para los obispos de hoy y de mañana, en una
Iglesia ahora cada vez más diversificada en sus lenguajes, repetir aquella
experiencia de comunión, de colegialidad y de Espíritu Santo que sus
predecesores han desarrollado en el Vaticano II y que hoy solamente es
memoria viva desde contados testimonios.
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Roguemos
al Señor, por intercesión de María, que estaba con los apóstoles en el
Cenáculo, que nos ilumine para discernir si, cómo y cuándo, nuestros sueños
pueden convertirse en realidad.
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