Salmo Responsorial: Salmo 50
Segunda lectura: 1 Tim 1, 12-17
Evangelio: Lc 15, 1-32
Amigos, el
domingo pasado veíamos el buen negocio cristiano que tenemos: con el Señor lo tenemos
todo; sin el Señor no tenemos nada. Jesús afirma ser más grande que la alegría
mayor y más intensa que humanamente podamos experimentar. Así, para el
discípulo que, sintiendo la inmensa sed de infinito que late en el corazón, y
la aguda nostalgia de absoluto, Jesús propone un camino hacia un descubrimiento
inesperado: el verdadero rostro de Dios.
Nuestro pequeño dios
“Despacio,
Padre, - dirá alguien - que yo conozco a Dios y lo sirvo desde niño”. Está bien,
muy bien, pero lo que el Señor pide a los discípulos, para no caer en una
ensoñación, es confrontarse constantemente con la Palabra. No con cualquier palabra,
sino con La Palabra, la única, la de Dios.
Todos
tenemos una idea de Dios, para creerlo o rechazarlo. Tenemos una idea espontánea,
innata, inconsciente de Dios, una especie de religiosidad innata en nuestra
impronta. Pero no es suficiente.
Muchas
veces, la idea que tenemos de Dios es aproximada y no demasiado agradable. Dios
existe, por supuesto, faltaría más, y además es poderoso, pero incomprensible
en sus discutibles decisiones. Venga, amigos, seamos sinceros: ¿no habéis
pensado nunca frente a la estupidez de los hombres, que vosotros habríais
gobernado el mundo mejor; que Dios, al menos, debería detener las guerras; que esa
madre de familia devorada por el cáncer es un gran despropósito divino?
Esta
idea de Dios tiene que ser iluminada por la revelación de Jesucristo. Jesús y
el Padre son uno; Jesús no es un hombre con una inmensa sensibilidad
espiritual, no. Creemos, yo creo firmemente que es la misma presencia de Dios.
El Dios de Lucas
De los
cuatro evangelistas, Lucas es el que más tuvo que dar este salto. Él, griego de
Antioquía, estaba acostumbrado a una religiosidad vinculada a dioses
caprichosos y hombres como nosotros en todas las cosas. ¡Qué chapuzón en su corazón
debió haber sentido al escuchar a aquel tipo de Tarso, hablar de Dios de un
modo absolutamente innovador! Dios, decía Pablo, es un Padre lleno de ternura, lejano
a años luz de nuestras fobias y temores.
Lucas
había creído en el Dios de Pablo, había recibido el bautismo y la nueva vida
siguiendo al Maestro Jesús, el judío. Luego, después de muchos viajes, después
de un montón de alegrías, después de una vida de conocimiento, nos da, como en tres
perlas, la síntesis del rostro de Dios en las extraordinarias parábolas que hoy
hemos escuchado.
El Dios de Jesús
Lucas dice
que Dios es misericordia; Dios es la misericordia, anticipa su maestro Pablo en
la segunda lectura. Pero entonces, ¿por qué seguimos pensando en Dios como un
policía, un juez, un director severo? ¿Por qué insistimos en mantenerlo lejos
de nuestras vidas relegándolo en las iglesias y en el tiempo libre que
dedicamos a la religión?
Con
demasiada frecuencia nuestra triste fe piensa que la vida en Cristo es como una
promesa que hay que pagar a la omnipotencia de Dios, no como un encuentro de plenitud
y de fiesta. Tenemos que convertirnos a la ternura de Dios, tenemos que atrevemos
a pensar lo que Él vino a testimoniarnos.
Las
parábolas escuchadas lanzan un último empujón a nuestra visión mediocre de Dios
para abrir nuestra fe a la dimensión del corazón de Dios. Convertirse significa
pasar de nuestra perspectiva a la inaudita de Dios, y eso significa actuar como
él. Nosotros decimos: “Te quiero porque eres dulce, porque te lo mereces,
porque eres bueno”. Dios dice: "Yo te amo con obstinación y sin desalentarme,
porque sé que mi amor te hará bien”. Hay una gran diferencia!
En
el fondo podemos construir una vida de fe orientada en torno a nuestros
méritos. Pero nadie se merece el amor de Dios. Este amor es absolutamente gratuito,
libre, completo. Dios no nos ama porque seamos buenos, sino que amándonos sin
medida nos hace buenos, nos abre a la esperanza.
La
solicitud con la que el pastor persigue a las ovejas alejadas es el signo del
amor de Dios para los que se sienten “perdidos”. La experiencia del pecado, que
es este “perderse”, se convierte en la ocasión para un encuentro más duradero y
auténtico con este Dios que nos persigue con su amor. Lejos de tener una visión
poética o aproximada del pecado, Lucas sabe que este dolor interior que es el
pecado, la pérdida, la separación de Dios y de uno mismo, puede convertirse en
un encuentro que salva, que nos ayuda a retomar el camino con más autenticidad
y ánimo.
Nuestra
fe no se basa en nuestras propias fuerzas, en nuestras devociones, en nuestros
esfuerzos, sino en la obstinación de un Dios que nos busca. Tomar conciencia de
ello es estar abierto a la fiesta, a participar, como la mujer que busca la
moneda perdida, en la fiesta que Dios hace para los que se dejan encontrar por
Él. Los justos, los que se sienten en su sitio, con “buena nota” por sus
méritos, nunca, por desgracia, podrán experimentar la alegría de ser cargados sobre
los hombros del pastor. Como el hijo mayor de la parábola del Hijo Pródigo “no
entran” en esta perspectiva, en esta mentalidad. Encerrados en sus pocas
certezas, no pueden ensanchar el corazón con la alegría del Padre.
Cuando,
por fin, nuestras comunidades entiendan el Evangelio de la misericordia y, con sencillez,
simplicidad, lo lleguen a hacer punto de referencia de sus acciones, la Iglesia
volverá a ser un faro que ilumina el camino de los hombres. ¡Que el Dios de la
misericordia nos ayude! Así sea.
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