Primera lectura: Sab 11,22 - 12,2
Salmo responsorial: Salmo 144
Segunda lectura: 2 Tes 1,11 - 2,2
Evangelio: Lc 19, 1-10
Hoy la Palabra de Dios nos habla de pecado y de
perdón. Es difícil hablar del pecado; difícil y embarazoso.
Estamos suspendidos entre dos actitudes fruto de
nuestro inconsciente y de nuestra cultura. De una parte provenimos de un pasado
que tuvo muy presente, hasta la saciedad, lo qué era pecado. Hasta el punto de
que la ley de Dios y la de los hombres se iban mezclando y confundiendo poco a
poco, haciendo olvidar lo esencial.
Muchas personas que vivieron toda su vida muy atentas
a no pecar obedecieron a una moral común, más que al evangelio, eran pecadores
porque era muy fácil serlo en un mundo hipercrítico y controlador. Se dice que
tampoco la Iglesia ayudó mucho a hacer crecer a las personas en aquella situación,
no lo sé, si fue exactamente así, pero es posible.
¡Hoy, en cambio, vivimos un tiempo en el que parece
que se ha abolido el pecado por decreto: la moral común se reduce a la mínima
expresión; lo que es justo y lo que no, aunque sea equivocado, lo decide la
mayoría; la conciencia, si existe, se tiene que adecuar al entorno, ¡faltaría
más! Un tiempo en el que vivimos rodeados de gente severa e intransige con los
"otros" –los políticos a la cabeza- pero siempre bastante blandos al valorar
nuestras pequeñas coherencias y razones: (¡que le levante la mano quién no ha
tenido nunca una excusa lista cuando le han asestado una multa!). La Iglesia últimamente
también ha acabado en el punto de mira: es fea, sucia y mala; y todos sus
miembros también, a nadie se excluye de ser sospechoso por ser creyente. En
fin, un buen avispero. Pero tranquilos que lo hay peor.
El interior
Lo peor está en el interior, en el inconsciente,
en la parte profunda que sólo conocemos desde algo más de un siglo, gracias a
la intuición de un simpático estudioso de la parte escondida, un tal Freud.
Desde entonces se ha caminado mucho y hemos entendido lo mucho que influyen la educación,
la cultura, lo que los otros se esperan de nosotros.
Algunas personas logran -y se logra fácilmente- hacerse
una gruesa costra y arrasan con todo y con todos. Otros, más débiles, viven
llenos de miedo y con sentido de culpa.
En medio de todo esto es difícil que Dios logre
decir algo, difícil crear esa sutil armonía que nos acerca a Dios tomando
conciencia de nuestro límite, difícil reconocer y superar los sentimientos de
culpa, y pesado ir reduciendo la parte oscura de cada uno.
Pero hoy, hermanos, la Palabra de Dios viene en
nuestra ayuda.
La
paciencia de Dios
Dios no quiere el pecado, ni siquiera lo conoce,
no lo concibe.
El pecado es el no-yo, la no-persona, la parte
tenebrosa que acaba por prevalecer, el pequeño ogro que nace junto a nosotros y
que nos acompaña toda la vida.
En hebreo la palabra "pecado"
significa "errar el tiro", como hace el arquero inexperto. Así ocurre
y nosotros: todos, venga a decir infantilmente que el blanco está demasiado lejos, que el arco está flojo, que
alguien nos ha distraído en el momento de disparar.
Dios, en cambio, nos trata como adultos, tiene
paciencia, ama.
Olvidaros, hermanos, de la idea raquítica y
demoníaca de un Dios severo sediento de sangre, que juzga duramente sus
criaturas: no es así, Él las quiere y soporta el pecado, como dice la
espléndida primera lectura que hemos escuchado, porque piensa que podemos conseguir
la conversión y la vida.
Nosotros nos obstinamos en ser pollos, pero Dios,
en cambio, nos ve como halcones que vuelan alto.
Nosotros nos obstinamos en ser fotocopias de maquetas
imposibles, y Dios ve en nosotros la obra maestra única que somos cada uno de
nosotros.
Nosotros escondemos nuestros defectos a los demás,
y Dios sólo ve las cualidades que él ha creado en nosotros.
En fin, que esta nueva perspectiva de Dios es una
asombrosa maravilla.
Es todo tan espléndido que hasta el pecado
pierde su connotación deprimente. Preguntádselo si no a Zaqueo.
Pequeñeces,
mezquindades
Zaqueo es un manager con éxito: ha hecho dinero por
arrobas, gracias a la contrata de los impuestos para el invasor romano. Un
usurero, se diría hoy, un listo sin escrúpulos como los caimanes que destrozan
el mundo de las finanzas: el provecho en el centro de todo, el resto es
relativo.
Zaqueo es respetado y temido por sus
conciudadanos: basta un gesto suyo y los soldados romanos intervienen. Sin
embargo, se ha quedado solo.
Zaqueo ha oído hablar del Galileo, aquél
Nazareno que la gente cree que es un curandero, un profeta. Le pica la
curiosidad y quiere verlo sin hacerse ver.
Y sucede lo inesperado: el rabino Jesús lo saca
de la guarida, lo ve, le sonríe: baja, Zaqueo, baja enseguida, que voy a tu
casa. Zaqueo es alguien a quien hay que evitar: ¿cómo es que Jesús conoce su
nombre? ¿qué quiere de él? ¿quizás lo haya confundido con otro? No importa, Zaqueo
baja corriendo. ¿Por qué?
Jesús no juzga, ni teme el juicio de los
bienpensantes de ayer y de hoy: va a su casa, se detiene con él, le da salvación.
Zaqueo queda confundido, vencido: en un instante su vida ha cambiado: el famoso
“Jesús hijo de José” ha venido a su casa. Zaqueo se siente dado la vuelta como un
calcetín. Él buscaba a Jesús, no se equivocaba de persona. Es lo que él quería,
no hay duda. Jesús no puso condiciones, fue a casa de un pecador empedernido.
Zaqueo hace una proclamación que lo llevará a la
ruina (¡fijaos bien! ¡Devuelve cuatro veces lo que ha robado!), ¿pero qué
importa? Ahora está salvado. Ya no será más un solitario harto, un solitario temido,
un solitario poderoso. No.
Será un discípulo salvado, ¡por fin! El que era temido
y odiado, ahora es discípulo del Señor.
Meditando
Hermano, Dios te busca, él toma la iniciativa;
Dios te quiere, sin juzgarte.
Nosotros buscamos al Dios que nos busca primero.
¡Nuestra vida es una especie de nostálgico lamento, dejemos alcanzarnos, por
fin! Jesús no juzga a Zaqueo, sino que lo espera.
El amor de Dios precede a nuestra conversión.
Dios no nos quiere porque somos buenos sino que, amándonos nos hace buenos.
Jesús no pide, sino que da, sin condiciones.
Si Jesús hubiera dicho: "Zaqueo, sé que
eres un ladrón; si devuelves cuatro veces más lo que has robado, voy a tu casa”,
creedme, Zaqueo se hubiera quedado en el árbol.
Dios se adelanta a nuestra conversión, la
suscita, nos perdona antes de arrepentirnos, y su perdón nos convierte: es tan
inaudita e inesperada la salvación, que nos lleva a conversión.
A los
discípulos
Éste es el asunto, amigos: quien quiera seguir a
Jesús que llame a la puerta, que baje del árbol, que se haga notar. No importa
quién seas, ni cuanto camino hayas recorrido o cuántos errores lleves en el
corazón.
Nada de esto importa si escudriñas el paso del Maestro,
aunque sólo sea por curiosidad. Hoy, ahora, Jesús quiere entrar en tu casa.
Dejémosle entrar.
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