Primera lectura: 2 Mac 7, 1 -2. 9-14
Salmo responsorial: Salmo16
Segunda lectura: 2 Tes 2, 16 - 3, 5
Evangelio: Lc 20, 27-38
El levirato era una norma mosaica difícil de
entender desde nuestra sensibilidad contemporánea. El sentido de pertenencia al
clan familiar era tan fuerte en Israel, que un cuñado tenía que dar un hijo a
la viuda del propio hermano, si éste moría sin dejar descendencia. El hijo
nacido de esa unión habría de tomar el nombre del difunto, garantizando así una
descendencia a la familia. Esta norma, todavía practicada en entornos ultra ortodoxos
en Israel, da a los saduceos la ocasión de poner en dificultad a Jesús.
La ocasión nace de una discusión entre Jesús y
los saduceos. (¡Dichosas discusiones en las que, hoy como entonces, se trata de
engolar la voz para escuchar el propio ego mientras se habla y se presume de
cultura, sin realmente ponerse en juego!)
Los saduceos, a diferencia de los fariseos, representaban
el ala aristocrática y conservadora de Israel; consideraban la doctrina de la
resurrección de los muertos una inútil añadidura a la doctrina de Moisés, que
había crecido lentamente en la reflexión del pueblo y formulada definitivamente
sólo en tiempo de la revuelta de los Macabeos, de la que se habla en la primera
lectura.
Así, cruzando la teoría no compartida de la
resurrección con la costumbre del levirato, le proponen a Jesús un caso
paradójico: la famosa historia de la viuda "matamaridos."
La viuda matamaridos.
El caso es ridículo: una mujer queda viuda siete
veces, y es dada en matrimonio a siete hermanos, (¡parece un musical!) pero no
consigue descendencia; ¿una vez resucitada,
de quién será mujer?
Jesús desvía la cuestión a otro plano, invita al
auditorio a no poner la mirada en una visión que proyecta en el más allá de la muerte,
las ansiedades y las esperas de la vida terrenal.
Jesús propone una nueva dimensión: la
resurrección, en la que Jesús cree, no es la continuación de las relaciones
terrenales sino una nueva dimensión, una plenitud iniciada y nunca concluida,
que no destruye los cariños. No se trata de una reencarnación (hoy tan de
moda); somos únicos ante de Dios, no somos reciclables, y la vida no es un
castigo del que huir, sino una oportunidad para reconocernos y crecer siempre
más, una oportunidad que nos empuja a
tener confianza en un Dios dinámico y vivo, no embalsamado. En el reino
definitivo de Dios nos reconoceremos, pero seremos todos en el Todo.
¿Hallowen?
No, gracias.
La pasada semana hemos celebrado la memoria de
nuestros queridos difuntos, desgraciadamente sobrepuesta y confundida con la
espléndida y alegre Solemnidad de Todos los Santos.
Nuestro tiempo tiende a olvidar y a banalizar la
muerte: cada día son mostradas decenas de muertos, verdaderos o simulados, en las
pantallas de TV, en realidad, sólo reflexionamos sobre la muerte cuando nos
toca el pellejo.
La tradición de Hallowen, desembarcada
prepotentemente en Europa y convertida -obviamente- en un excelente negocio, es
una tradición anterior a la cristiandad y que el cristianismo ha
"bautizado", haciendo coincidir la fiesta celta del fin del verano,
con la reflexión sobre el fin de la vida. Su éxito revela que nuestra
catequesis y predicación sobre la muerte y la resurrección resultan inadecuadas
a nuestro tiempo y pobre en lenguajes significativos y comprensibles.
Jesús cree firmemente en la resurrección de los
muertos. La Sagrada Escritura ha meditado largamente sobre la muerte, llegando
a la doctrina de la inmortalidad. Hemos sido creados inmortales: nuestro
cuerpo, que hemos de cuidar y proteger, encierra una parte más espiritual,
interior, que los cristianos llamamos "alma." El alma es el manantial
del pensamiento, la custodia de los sentimientos, la morada de mi identidad y
diversidad. El alma sobrevive a la muerte y llega hasta Dios, para presentarse en
su presencia.
Novísimos
Dios no tiene otro deseo que nuestra felicidad,
nuestra plenitud. Pero nos deja libres para elegir. Esta vida, que nos es dada
para descubrir nuestra llamada, para desenterrar el tesoro escondido en el
campo, puede ser vivida en conciencia y en amor de Dios, o en el olvido de todo
ello.
Jesús no se
dedicó a hablar mucho de la vida eterna. No pretende engañar a nadie haciendo
descripciones fantasiosas de la vida más allá de la muerte. Sin embargo, su
vida entera despierta esperanza. Vive aliviando el sufrimiento y liberando del
miedo a la gente. Contagia una confianza total en Dios. Su pasión es hacer la
vida más humana y dichosa para todos, tal como la quiere el Padre de todos.
Ante Dios, si queremos expresarlo de modo
clásico, se nos dará un tiempo para aprender a amar -el purgatorio- o seremos
abrazados y colmados por la totalidad de Dios -el paraíso- o (Dios no lo quiera) seremos libres de rechazar
la luz, - lo que nosotros llamamos
"infierno"- el lugar dónde se tiene la ausencia total de Dios.
A la vuelta del Mesías, en la plenitud de los
tiempos, hallaremos transfigurados nuestros cuerpos, que ahora conservamos con
dignidad en lugares llamados "dormitorio", en griego
"cementerio."
Pero la eternidad ya ha comenzado con la
resurrección de Jesucristo. Puedo vivirla y alegrarme de ella, puedo reconocerla
y desarrollarla en esta tierra, o dejarla morir bajo un cobertor de polvo y
preocupaciones.
El rasgo más preocupante de
nuestro tiempo es la crisis de esperanza. Hemos perdido el horizonte de un futuro
último y las pequeñas esperanzas de esta vida no terminan de consolarnos. Este
vacío de esperanza está generando en bastantes la pérdida de confianza en la
vida. Nada merece la pena. Es fácil entonces el nihilismo total.
Estos tiempos de
desesperanza, ¿no nos están pidiendo a todos, creyentes y no creyentes,
hacernos las preguntas más radicales que llevamos dentro? Ese Dios del que
muchos dudan, al que bastantes han abandonado y por el que muchos siguen
preguntando, ¿no será el fundamento último en el que podemos apoyar nuestra
confianza radical en la vida? Al final de todos los caminos, en el fondo de
todos nuestros anhelos, en el interior de nuestros interrogantes y luchas, ¿no
estará Dios como Misterio último de la salvación que andamos buscando?
¡Seamos inmortales, no esperemos a estirar la
pata para pensar en una eternidad que ya está aquí y ahora!
El Dios de
vivos
El Dios de Jesús es el Dios de vivos, no de
muertos.
¿Creo yo en el Dios de los vivos? ¿Y yo, estoy
vivo?
Sólo creo en el Dios de los vivos si la fe es
búsqueda y no una cansina costumbre, no un doloroso e inquieto deseo, no un aburrido
deber; si es impulso fervoroso y oración, no un ritual o una superstición.
Dios está vivo si me dejo encontrar como Zaqueo,
o convertir como Pablo, que nos dice
que, después de su encuentro con Cristo, ya nada es como antes. Creo en un Dios
vivo si acojo la Palabra viva que me descoloca, me interroga y me da respuestas.
Creo en el Dios de vivos si escucho a cuantos me
hablan bien de Él, a cuantos aman, gracias a Él.
Un montón de gente cree en el Dios de vivos, y
trabaja y sufre para que todos tengan vida, sea donde sea y quienesquiera que
sean. Una nube de testigos nos rodea. Como la madre de la primera lectura que anima a
sus hijos al martirio antes que abjurar de la fe, como los demasiados mártires
cristianos de hoy día, víctimas de falsas ideologías religiosas (en África,
Asia y Oriente Medio, sin ir más lejos), o como los que trabajan con fatiga día
a día por la paz.
La fe se nos está quedando
ahí, arrinconada en algún lugar de nuestro interior, como algo poco importante,
que no merece la pena cuidar ya en estos tiempos. ¿Será así? Esta respuesta es
decisión de cada uno. ¿Quiero borrar de mi vida toda esperanza última más allá
de la muerte como una falsa ilusión que no nos ayuda a vivir? ¿Quiero
permanecer abierto al Misterio último de la existencia, confiando que ahí
encontraremos la respuesta, la acogida y la plenitud que andamos buscando ya
desde ahora? ¿Quiero –por fin- vivir resucitado? Respondámonos con sinceridad
en nuestro interior.
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