Primera lectura: Ap 7, 2-4.9-14
Salmo responsorial: Salmo 23
Segunda lectura: 1Jn 3, 1-3
Evangelio: Mt 5, 1-12a
Dejemos, hoy, que sea la parte más auténtica
de nosotros la que prevalezca, la que crezca, la que tome el mando en nuestras
vidas. Y pidamos a los santos, a los que están en el calendario y a los otros muchos
que se agolpan en el Reino de Dios, que nos ayuden a creer, a apoyarnos en la
esperanza, a enseñarnos a querer como ellos lo han sabido hacer. ¡Que nuestra
vida se convierte en transparencia de Jesús, el Señor, el único camino hacia
Dios!
Hoy la Iglesia celebra en una única fiesta la
santidad que Dios derrama sobre las personas que confían en él. ¡Una fiesta
extraordinaria, que hace crecer en nosotros el deseo de imitar a los santos en
su amistad con Dios!
¡Qué
bonito convertirse en santo! Ciertamente no por las imágenes y los devotos que
encienden cirios a sus pies.... Sino porque llegar a ser santo significa
realizar el proyecto que Dios tiene sobre nosotros, significa convertirse en la
obra maestra que él ha pensado para nosotros. Dios cree en nosotros y nos
ofrece todos los elementos para convertirnos en santos, como él es Santo. Sólo
Dios es Santo, pero desea compartir esta santidad con nosotros. ¡La santidad,
como diría santa Teresa de Lisieux, no consiste en hacer cosas extraordinarias,
sino en hacer extraordinariamente bien las cosas ordinarias!
Hoy es la fiesta de nuestro destino, de nuestra
llamada. La Iglesia en camino, hecha de santos y pecadores, nos invita a fijarnos
en la verdad profunda de cada persona: tras cada mirada, dentro de cada uno de
nosotros, se esconde un santo en potencia. Cada uno de nosotros nace para
realizar el sueño de Dios y nuestro puesto es insustituible en este mundo.
El santo es el que ha descubierto este destino y
lo ha realizado; mejor aún: se ha dejado hacer, ha dejado que Dios tome posesión
de su vida.
El santo
La santidad que celebramos es la de Dios y,
acercándonos a él, primero somos
seducidos y después contagiados. La Biblia a menudo habla de Dios y de su
santidad, de su amor perfecto, de equilibrio, de luz, de paz. Él es el Santo,
el totalmente otro, pero la Escritura nos revela que Dios desea fuertemente
compartir la santidad con su pueblo.
Dios ya nos ve santos, ve en nosotros la
plenitud que ni siquiera nos atrevemos a imaginar, conformándonos con nuestras
mediocridades.
No hay más que una tristeza: la de no ser
santos. ¡Qué gran verdad!
El santo es todo lo que de más bonito y noble
existe en la naturaleza humana; en cada uno de nosotros existe la nostalgia de la
santidad, de lo que somos llamados a ser: escuchemos esa llamada, esa nostalgia.
Saquemos de las hornacinas de la devoción en las que hemos desterrado a los
santos y convirtámoslos en nuestros amigos y consejeros, en nuestros hermanos y
maestros, repongámoslos en la cotidianidad de nuestra vida, escuchémoslos cuando
nos sugieran el recorrido que nos lleva hacia la plenitud de la felicidad. Los
que han vivido a Dios en su totalidad desean vivamente que también nosotros
experimentemos la inmensa alegría que ellos han vivido.
Los santos no son personas extrañas, hombres y
mujeres macerados en la penitencia sino discípulos que han creído en el sueño
de Dios.
El santo no es alguien que haya nacido
predestinado, sino hombres y mujeres como nosotros, que se han fiado y dejado hacer
por Dios.
Los santos no son pequeños operadores de
prodigios: el mayor milagro de sus vidas es su continua conversión.
Los santos no son perfectos e impecables, sino
que han tenido el ánimo, que a menudo nosotros no tenemos, de recomenzar después
de haberse equivocado.
Los santos no son solitarios sino todo lo
contrario: después de haber conocido la gloria y la belleza de Dios, no tienen más
que un deseo: compartirla con nosotros.
Pidamos a los santos una ayuda para nuestro
camino: que Pedro nos dé su fe rocosa; Francisco, su perfecto regocijo; Pablo,
el ardor de la fe; Teresa de Lisieux, la sencillez de la entrega al Señor;
Ignacio de Loyola, su espíritu de discernimiento para hallar a Dios en todas
las cosas; Javier, la intrepidez misionera; y así tantos otros… ¡Así, juntos,
nosotros aquí en la tierra y ellos que ahora están colmados de gracia, cantemos
la belleza de Dios en este día que es nostalgia de lo que podremos llegar a ser,
con sólo creer, con sólo fiarnos de Él!
¡Santos súbito!
¿Y nosotros? Si la santidad es el modelo de la plena
humanidad, ¿por qué no alcanzamos este objetivo?
Santo es cualquiera que deja que Dios llene su
vida hasta convertirla en un regalo para los otros.
Celebrar a los santos significa celebrar una
Historia alternativa. La historia que estudiamos en la escuela, la historia que
llega dolorosamente a nuestras casas, hecha de violencia y prepotencia, no es
la verdadera Historia. Entretejida y mezclada con la historia de los poderosos,
existe una Historia diversa que Dios ha inaugurado: su Reino.
Las Bienaventuranzas nos recuerdan con fuerza
cuál es la lógica de Dios. Una lógica en la que se percibe claramente la
diferencia entre la mentalidad de Dios y la de los hombres: los bienaventurados,
los que viven ya desde ahora la felicidad, son los mansos, los pacíficos, los limpios
de corazón, que viven con intensidad y entrega la propia vida como los santos.
Este reino que Dios ha inaugurado y que nos ha
dejado en herencia, depende de nosotros hacerlo presente y operante cada día en
nuestro tiempo.
Aperturas
Contemplar nuestra suerte, el gran proyecto de
bien y de salvación que Dios tiene sobre la humanidad nos permite afrontar con
esperanza la difícil memoria de nuestros difuntos. Quien ha amado y ha perdido
el amor sabe cuánto dolor provoca la muerte.
Jesús tiene una buena noticia sobre la muerte,
sobre este misterioso encuentro, esta cita cierta para todos.
La muerte, la hermana muerte, es la puerta por la
que alcanzamos la dimensión profunda de la que procedemos, aquel aspecto
invisible en el que creemos, lo que permanece, porque -como decía el sabio
Principito de Saint-Exupery- “lo esencial es invisible a los ojos”.
Amigos míos somos inmortales, desde el momento
de nuestra concepción somos inmortales y toda nuestra vida consiste en
descubrir las reglas del juego, el tesoro escondido como un feto que crece para
ser al final parido en una dimensión de plenitud.
Somos inmensamente más de lo que parecemos, más
que lo que creemos ser. Somos mucho más: nuestra vida, por más realizada que esté,
por más satisfactoria que sea, no podrá llenar nunca la necesidad absoluta de
plenitud que llevamos en lo más íntimo de nuestro ser.
Destinos
Jesús lo confirma. Es justo así, tu vida continúa,
brota, florece.
Crece en una plenitud de búsqueda y totalidad si
has descubierto las reglas del juego; en una vida de duda e inquietud, si has
rechazado con obstinación el ser alcanzado por el amor de Dios.
Hoy día parece extraño hablar de esto, lo sé,
pero el infierno -que es la ausencia de Dios- existe y es la oportunidad que
todos tenemos de rechazar para siempre el amor de Dios; es una señal de respeto
a nuestra libertad. Ciertamente todos esperamos que esté vacío y sabemos que Dios
se revela como un testarudo que quiere a toda costa la salvación de sus
hijos.
La eternidad ya ha comenzado aquí en la tierra, juguémonosla
bien, no esperemos a la muerte, ni queramos evitarla, sino pensemos con
serenidad cómo revisar nuestra vida,
para ir a lo esencial, para entregar lo auténtico y lo mejor de nosotros
mismos.
Nuestros amigos difuntos -que confiamos a la
ternura de Dios- nos preceden en esta aventura divina. Dios quiere la salvación
de todos, con obstinación, pero, porque nos quiere, nos deja libres de responder
a este amor o de rechazarlo. Oremos hoy, amigos, para que, de verdad, el
Maestro nos dé fidelidad a su proyecto de amor.
Nuestra oración nos pone en comunión con
nuestros difuntos, hace sentir nuestro
cariño por ellos, en la espera de los cielos nuevos y la tierra nueva que nos
esperan.
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