El Jesús “antes”, que ha paseado a lo largo de las
verdes colinas de Galilea, el que ha predicado en Jerusalén, el que ha muerto,
es el mismo Cristo resucitado con el que sus discípulos se han encontrado y que
siempre han proclamado y proclaman resucitado para siempre.
Desde este punto de vista, el tiempo litúrgico pascual
pone juntas las fiestas de Resurrección, Ascensión y Pentecostés como el tiempo
del resucitado, un tiempo con tres dimensiones, en las que reconocemos a Jesús
como el Señor de nuestras vidas, un tiempo en el que podemos acceder a Dios de un
modo diferente, porque ahora Dios está permanentemente presente en el cuerpo transfigurado
de un hombre.
Pero el tiempo pascual es también el frágil tiempo
de la Iglesia, el tiempo de nosotros, los discípulos de Cristo, en quien profesamos
nuestra fe mientras esperamos la vuelta del Señor glorioso.
Todo esto es lo que hoy celebramos con la alegría
de saber que Jesús está presente para siempre. Está presente en nuestra indisimulada
e infantil nostalgia de su presencia física. Está presente en nuestro temor de tener
en nuestras manos el ser testigos del Evangelio.
Presencia
Marcos, el primer evangelista en haber escrito un
evangelio, sintetiza la Ascensión con toda solemnidad, para indicar que ahora podemos
encontrar la presencia del Señor ante todo en la experiencia de la Iglesia, en
la experiencia de la comunidad cristiana.
A esta Iglesia, aquí y ahora, Jesús le confía una
tarea importante: id a todo el mundo y
proclamad el Evangelio a toda criatura.
No solamente a los seres humanos sino a toda criatura,
como si la creación entera necesitara la buena noticia de la vida divina en la
resurrección del Señor.
A toda criatura,
también a quienes parecen haber perdido la humanidad que debería
caracterizarnos como personas. Estamos llamados a anunciar el Evangelio, la
buena noticia de que Cristo es la imagen del Padre, la buena noticia que nos ha
revelado quién es realmente Dios y quiénes somos nosotros. ¡De cuántas “buenas
noticias” tenemos necesidad, especialmente en estos tiempos que vivimos!
Nosotros como Iglesia estamos llamados a levantar
la mirada a lo alto y además, a fijar nuestra atención en la esperanza de un
mundo renovado en Cristo.
No como un Reino terrenal, al estilo de un Estado poderoso, como ingenuamente algunos discípulos esperaban entonces y algunos esperan todavía hoy día, sino con la conciencia de que, en este mundo, estamos llamados a hacer presente al Señor en nuestra comunidad como una avanzadilla de la plenitud del Reino de Dios. A nosotros el Señor nos confía el Evangelio, como un tesoro custodiado en frágiles macetas de barro, a nosotros el Señor nos pide hacerlo presente más allá y dentro de nuestras propias contradicciones.
Señales
A Jesús resucitado se le reconoce por medio de las
señales de su presencia en la vida cotidiana de cada uno: en la voz para María
Magdalena, en las vendas para Pedro y Juan, en el pan partido para los de Emaús,
en los peces para los discípulos a Cafarnaúm.
Jesús resucitado es reconocido en el trabajo de sus discípulos mediante signos. Son señales muy concretas, ciertamente, pero también y sobre todo son signos que hay que leer en clave espiritual.
En mi nombre
echarán demonios, dice el Señor. Porque es el diablo el que
divide, el que crea una esquizofrenia espiritual, que nos separa de Dios y de
los otros, que destroza nuestro auténtico “yo”. El Evangelio provoca en cambio
una unidad en la persona, propone un modelo de humanidad que soluciona sus
propias contradicciones y se convierte en el modelo de la novedad creyente.
¡Cuántas personas divididas en sí mismas han hallado la paz en Cristo!
Los nuevos creyentes hablarán lenguas nuevas, no el lenguaje de la violencia, del
provecho a toda costa, del desaliento. Hablarán lenguas nuevas que ponen de
acuerdo a los pueblos, que atraviesan y superan las ideologías y los límites culturales.
¡Cuántas veces, las palabras nuevas del Evangelio han convertido las situaciones
de deterioro y de sufrimiento en zonas liberadas de crecimiento y de paz!
Los nuevos creyentes cogerán serpientes con la mano. Los cristianos no tenemos miedo de
los demás, no vemos enemigos por todas partes, porque sabemos que dentro de
cada persona habita una chispa de Dios. El cristiano no ve al enemigo a su lado,
sino dentro de sí mismo y a éste lo combate dialogando con los demás. ¡Cuántas
veces, personas de paz viven en medio de la violencia más feroz, llevando a los
demás una voz de esperanza!
Los nuevos creyentes, si bebieran algún veneno mortal, no les hará daño. El que cree puede
estar en el entorno envenenado de nuestro mundo conservando un corazón íntegro,
orientado a Cristo. La vida de comunidad, la oración diaria, el pensamiento
sano y constructivo, nos ayudan a vivir sin perder la fe, sin adquirir una
mentalidad mundana negativa. ¡Cuántas veces los cristianos que viven en los
lugares abandonados por los poderosos de este mundo, en los vertederos de la
historia, son signo de esperanza y de vida para los suyos y para toda la
creación!
Los nuevos creyentes impondrán las manos a los enfermos y éstos quedarán sanos. El
Espíritu, es el primer regalo para los creyentes, y él cura nuestras enfermedades
interiores, nos hace libres, nos salva. ¡Cuántas personas han recobrado la vida
que creían perdida después de haber encontrado y acogido el evangelio!
Nosotros
La Ascensión señala el comienzo de la Iglesia, el
nacimiento de la comunidad como lugar donde vive el resucitado. Es verdad que,
en nuestros gestos, es mucho más evidente notar la ausencia del Señor que su presencia;
pero todo es cuestión de fe, de confianza. Fiándonos al ver la ternura y el
amor de una catequista, la generosidad de un educador, el compromiso de un
trabajador social, la presencia discreta junto a la cama de un enfermo y, lo
que es más importante, viendo en todos ellos a Jesús resucitado y ascendido, e
invocando su retorno, acelerando su venida.
Dios está presente en la historia para siempre. Es
nuestra mirada la que debe ser curada y convertirse en alegría esperanzada. Por
eso, para poder ver y saber mirar, necesitamos el regalo del Espíritu que el
Señor nos da y que celebraremos la próxima semana, en la solemnidad de
Pentecostés.
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