El Señor nos lo ha dicho y nos lo ha dado todo: nos
ha desvelado el verdadero rostro del Padre; él nos alienta y está para siempre
con nosotros, hasta al final.
Ha comenzado el fatigoso tiempo de la Iglesia, servidora
del evangelio, sí, pero incoherente y frágil también porque está hecha de
hombres y mujeres incoherentes y frágiles. Y no pensemos en los otros, sino en
nosotros mismos. Incoherentes y frágiles, pero transfigurados porque somos discípulos,
buscadores del Señor, hambrientos de su luz y su verdad.
Si leemos la historia con una mirada profunda,
auténtica y espiritual, reconocemos que esta indisoluble alianza entre Dios y
nosotros no se ha debilitado jamás. A pesar de nosotros los cristianos, a pesar
de nuestras debilidades e incoherencias, el Señor sigue siendo anunciado por la
Iglesia desde hace dos mil años.
Es verdad que todos tenemos de qué lamentarnos y también
tenemos razones para empezar la habitual letanía de cosas que no van bien en la
Iglesia, de la misma manera que podemos quejarnos del entrenador de nuestro
equipo preferido o del político de turno. La diferencia es que ningún
campeonato ni ningún super-presidente nos pueden dar la salvación.
Además, es absurdo y no hace falta que nadie reniegue
de su madre porque lleva un vestido que no nos gusta...
Además, cuantos más cristianos han tratado de
manipular el evangelio, de trastocarlo, de renegar de él, el Espíritu ha suscitado
muchas más escuadras de santos para mantener a flote la barca.
Es el Espíritu el que construye la Iglesia, el que
la mantiene anclada a su Señor, el que la espabila, el que la dirige, el que la
envía, el que la anima y la reanima constantemente. El Espíritu, es el primer
regalo que el Señor hace a los creyentes.
Discípulos
El camino interior que vamos haciendo como discípulos de Cristo nos dice una sencilla verdad: que la fe es un acontecimiento dinámico, no estático; que necesitamos toda la vida para aprender a creer. Los mismos apóstoles, muy convencidos de haberlo entendido todo, después de tres años de enseñanzas que se esfumaron al pie de la cruz, demuestran, todavía unos instantes antes de la ascensión de Jesús al cielo, que no habían entendido nada.
Soñaban con un reino terrenal, dirigido personalmente
por Jesús. Jesús, en cambio, les pide que
sean ellos mismos los que hagan presente y actual el Reino de Dios en esta
tierra. Que lo hagan presente y actual, amándose.
La fe está en continua evolución: Jesús nos los ha
dicho y dado todo, pero nosotros nos cansamos mucho al seguirlo. Vivimos en la
Iglesia una continua tensión entre la conservación del mensaje de Jesús y su fuerza
detonante, por una parte, y su interpretación y continua actualización, por
otra. Nos queda mucho por hacer.
Hoy el propio Jesús nos lo recuerda: “Tengo que deciros todavía muchas cosas, pero
de momento no sois capaces de llevar todo su peso.”
No lo sabemos todo, todavía no hemos llegado al
final; somos discípulos para siempre, alumnos permanentes en la fe, como niños
que crecen captando la inmensa grandeza y complejidad la Revelación a lo largo
de la historia.
¿Estamos aún dispuestos a seguir creciendo? ¿A transformar
nuestras opiniones y nuestro corazón? ¿A convertirnos siempre al Señor?
Él os conducirá
Consciente de la fragilidad y torpeza de los suyos
– y de la nuestra - Jesús nos regala su Espíritu. Es el que nos va a conducir al
conocimiento de toda la verdad; porque corremos el riesgo tantas veces de pararnos
en una verdad parcial, en nuestras pequeñas verdades, también en el campo de la
fe. A través de un creciente camino de iluminación interior y de conciencia,
invocando con fuerza al Espíritu y dejándonos guiar por él, podremos pasar por una
mayor conciencia de la verdad hasta llegar a la verdad completa: que no es otra
que Dios es amor, ternura continua, compasión, bien absoluto, maestro de
humanidad, de perdón y luz, de paz y fidelidad completas.
Hoy pedimos al Espíritu que tome en su mano nuestras
vidas y que nos conduzca hasta la plenitud del conocimiento de Dios.
El Espíritu
El Espíritu es la presencia del amor de la
Trinidad en nosotros, es el último regalo de Jesús a los apóstoles, al que Jesús
identifica como vivificador, consolador, recordador y abogado defensor nuestro.
El Espíritu, invocado con ternura y fuerza por nuestros hermanos cristianos del
Oriente. Sin el Espíritu de Jesús resucitado habríamos muerto, exánimes,
apagados, tristes y sin fe.
El Espíritu, discreto, impalpable, indescriptible,
es la piedra clave angular que da consistencia a todo el edificio de la fe.
El Espíritu, que cada uno de nosotros ya ha
recibido en el Bautismo, es el que nos hace presente aquí y ahora al Señor
Jesús. El que nos permite darnos cuenta de su presencia, el que orienta
nuestros pasos a cruzarse con los suyos.
¿Nos encontramos solos? ¿Tenemos la impresión que nuestra vida es un barco que
hace agua de todas las partes? ¿Nos sentimos incomprendidos o heridos?
Invoquemos al Espíritu que es Consolador que
con-sola, que hace compañía a quien está solo.
¿Escuchamos la Palabra pero nos cansamos de creer,
o tenemos dificultad en dar el salto definitivo a la fe?
Invoquemos al Espíritu que es Vivificador, que
hace nuestra fe auténtica y viva como la de los grandes santos.
¿Nos cuesta inyectar a Jesús en las venas de nuestra
vida diaria, prefiriendo tenerlo en una bonita hornacina, bien planchado para
sacarlo a pasear el domingo en misa?
Invoquemos al Espíritu para que nos recuerde todo lo
que Jesús ha hecho por nosotros.
¿Estamos corroídos por el sentido de culpa, nos ha
pedido la vida un precio muy alto que pagar?
¿Nos obsesiona la parte oscura de nuestra vida?
Invoquemos al abogado defensor, al Paráclito, que
se ponga a nuestro lado y apoye nuestras razones ante cualquier acusación.
Es así como los apóstoles tuvieron que ser
habitados por el Espíritu, que les dio la vuelta como un calcetín, para por fin
llegar a ser definitivamente anunciadores y, entonces, sólo entonces, es cuando
empezaron a entender, a recordar con el corazón.
Si hemos sentido estallar el corazón, escuchando
la Palabra, estemos tranquilos: fue el Espíritu que, por fin, logró forzar la
cerradura de nuestro corazón y de nuestra incredulidad.
¿No nos entendemos con los que están a nuestro alrededor?
Invoquemos al Espíritu que provoca el anti-Babel (recordad
aquella bonita narración de la gente que no se entendía); invoquemos al
Espíritu que reúne los jirones que va dejando nuestra incapacidad de entendernos,
y suscita profundas comuniones que van más allá de las meras simpatías.
Necesitamos con urgencia invocar el Espíritu para que nos cambie el corazón, para que nos lo llene de él, para despertar nuestra fe.
No es tiempo perdido el que dediquemos a
invocarlo, a suplicarle, a hacerle ver que lo esperamos. Nuestra Iglesia
contemporánea tiene que dejar de tener miedo, tiene que dejar de preocuparse sólo
de conservar lo que tiene y de ver enemigos por todas partes. Dejemos el timón
de nuestra vida al Espíritu Santo, que él nos llevará a la vida y a la verdad
plena. Que así sea.
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