Jesús Resucitado continúa su catequesis pascual
con sus discípulos, después de haber utilizado la imagen de la vid y de los
sarmientos del domingo pasado.
La reflexión de hoy es de altos vuelos. Jesús nos habla
hoy de amor, de alegría, de plenitud. Si no estuviéramos anestesiados por la
rutina, estas palabras que hemos llegado a dejar tan sobadas nos harían vibrar hasta
el infinito ¡Cuánta fuerza nos darían!
Os confieso que, a lo largo de la vida me he
encontrado con muchas personas, he escuchado infinidad de historias, he dado consejos,
he orado con ellas y por ellas. Y de todo ello saco la certeza de que el
corazón humano desea solamente una cosa: amar y ser amado.
Incluso en la persona más dura y más fría, más
herida y más desesperada, más pesimista o más frágil, subyace el deseo de dar y
recibir amor en cada una de las opciones que hacemos, y en cada dolor que
sufrimos.
Deseamos amar y ser amados, y sufrimos porque no
logramos ni amar ni ser amados como quisiéramos; o como pensamos de deberíamos
ser amados. Todos buscamos la felicidad, todos quién más o quién menos deseamos
ser queridos.
Bueno, pues hoy la Palabra de Dios nos habla de
amor.
Vivir en lo concreto
El primer mensaje del evangelio de hoy es sencillo:
dejémonos amar.
Todo el evangelio conduce a esta única verdad, que
nos deja desarmados: somos amados por Dios que nos ha querido y pensado, el
primero que nos ha deseado y, por eso mismo, somos preciosos a sus ojos.
No es fácil creer esto, ya lo sé. Muchas personas
están viviendo experiencias de mediocridad, de dolor y de soledad, que les
impiden ver más allá. El mundo sólo nos quiere si tenemos que algo dar, y
muchas veces se muestra tremendamente mezquino. Sin embargo, Dios nos quiere no
porque seamos majos y amables, sino porque nos ha creado por amor. De modo que
toda nuestra existencia no puede consistir más que en descubrirnos queridos,
porque Dios no puede más que darnos su amor.
Y cuando descubrimos que somos queridos, Jesús nos
insiste: vivid en este amor, permaneced en mi amor.
Mandamiento nuevo
Después de haber buscado Dios, tal vez fascinados
por alguna persona cristiana significativa y atrayente, después de haber
descubierto que en Jesús también nosotros somos hijos suyos, toda nuestra vida
se convierte en una espera de la plenitud, en espera de la manifestación del
amor de Dios. Y sólo podemos permanecer en él si guardamos sus mandamientos.
Muchas veces nos chirria esta demanda de Jesús, porque – equivocadamente - la palabra “mandamiento” nos remite a la regla, a la norma, a los cánones, a los tribunales. No hay nada más falso que eso, porque el “mandamiento” que Jesús nos ha dado es NUEVO.
No tiene nada que ver con la ley antigua, ni con
nuestros viejos esquemas. Lo que Jesús nos dice es: ama a Dios sobre todo y a
los demás ámalos como a ti mismo te ama Dios. Este es el nuevo mandamiento de
Jesús, en el que nos pide que permanezcamos y que construyamos nuestra vida
sobre él.
Los “mandamientos”, entonces, no se convierten simplemente
en una serie de normas que cumplir, sino en la manifestación de que somos
amados por el Padre y que, por eso, con inmenso agradecimiento, permanecemos en
su amor.
Al cuidar de los hijos, al vestirlos y prepararles
el desayuno para ir al colegio, no estamos sólo siguiendo el protocolo de la
buena madre o del buen padre, no estamos cumpliendo ninguna norma, estamos expresando
muy concretamente el hecho de que los queremos y que nos ocupamos de ellos. Estamos
simplemente amando del mismo modo que Jesús nos ama a nosotros.
A menudo malinterpretamos la palabra “amor”. Amor
no es solamente pasión e implicación emocional, perfume de violetas y felicidad
infinita, o sentirse valioso y buscado por alguien, por la pareja, por los hijos,
o por un amigo. Amor también es concreción, cotidianidad, trabajo, fidelidad,
pasión…, pero pasión en el sentido de padecer. Justo como ha sabido hacer Jesús
que se entregó completamente, por amor.
Jesús nos ama hasta la entrega de sí mismo en la
cruz. Amar como él nos ama significa entrar en la lógica de la entrega total de
uno mismo, sin condiciones. Como lo hace un padre o una madre con sus hijos.
Jesús hace lo que dice, y nos pide que, como discípulos suyos, nosotros hagamos
lo mismo. Es un amor total que redime y salva a este mundo egoísta y mezquino.
Dejémonos amar
Se trata de imitar este amor, dejándolo fluir en
nosotros, y eso es lo que nos llena de alegría. No es la felicidad vacía, de
usar y tirar, que el mundo nos vende tan caro. El Papa Francisco dice en su
exhortación “Gaudete et exultate”: No estoy hablando de la alegría consumista e
individualista tan presente en algunas experiencias culturales de hoy. Porque
el consumismo solo empacha el corazón; puede brindar placeres ocasionales y
pasajeros, pero no gozo. Me refiero más bien a esa alegría que se vive en
comunión, que se comparte y se reparte, porque «hay más dicha en dar que en
recibir» (Hch 20,35) y «Dios ama al que da con alegría» (2 Co 9,7). El amor
fraterno multiplica nuestra capacidad de gozo, ya que nos vuelve capaces de
gozar con el bien de los otros (…) En cambio, si nos concentramos en nuestras
propias necesidades, nos condenamos a vivir con poca alegría.
Se trata de una alegría que se convierte en convicción,
como la de los discípulos que encuentran al resucitado y ellos mismos se
convierten a la alegría. Puedo, incluso, tener una vida desdichada y
entretejida de dolor, pero llena de la alegría que permanece, porque soy
consciente de que estoy implicado y participando en un gran proyecto de amor.
No se trata tanto de esforzarnos en imitar a
Jesús, sino en dejarnos amar por él y de que su amor se derrame sobre todos. A
menudo interrumpimos este circuito de amor por nuestras lentitudes y cerrazones,
por nuestro cansancio y por nuestro pecado.
¡Si lográsemos entender que Dios únicamente nos pide
que nos dejemos amar, que nos dejemos alcanzar por su misericordia! Permanecer
en su amor es quedar bajo la luz de su presencia.
Y está claro que el amor nos cambia. Si ya nos
cambia el amor de una persona, ¡imagínate qué no hará el amor inagotable de
Dios!
Dios no nos quiere porque seamos buenos y amables sino
porque, amándonos, nos hace amables y capaces de superar la parte oscura que
habita en la profundidad de cada uno de nosotros.
Hijos y frutos
Juan nos llama a ser testigos del amor con los
hechos. Ignacio de Loyola decía que “el
amor se debe poner más en las obras que en las palabras”. Amar al otro,
quienquiera que sea, significa ponerlo en el centro de mi atención, significa
dejar que su vida, sus intereses, su modo de ser sea acogido y valorado.
Escuchando esta Palabra y poniéndola por obra, el
mundo podría ser, aquí y ahora, una parcela de Reino de Dios en la que, a pesar
de nuestras limitaciones, cada uno de nosotros podría encontrarse sinceramente
a gusto, gracias al amor.
Ser cristiano significa mirar al otro, quienquiera
que sea, mirarle a los ojos y decirle: “Te quiero”. A lo mejor no estoy de
acuerdo en cómo piensas ni con lo que haces, pero te quiero, deseo tu bien, te
ayudo a alcanzar el bien. El amor es una opción consciente y dolorosa, una
actitud de fondo, es la honestidad consigo mismo. Una actitud que mueve el
mundo.
O la comunidad cristiana, aun consciente de sus límites,
se deja atraer por el amor de Dios para convertirse en un testigo creíble de ese
amor, o nuestra fe se convertirá en una inútil y estéril observancia. Si
nuestro corazón no arde de amor, el mundo morirá de frío.
Este
amor que fluye en nosotros nos hace descubrir que somos hijos y no siervos. Hijos
de Dios, hechos a su imagen precisamente porque somos capaces de amar. Y el
amor engendra, da frutos de redención y de vida eterna.
Amar produce fruto en nosotros y a nuestro alrededor
y Dios se alegra con nuestra alegría. ¡Seamos pues, hermanos, la alegría de
Dios para este mundo!
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