Y vosotros ¿quién decís que soy yo? |
Hoy, puntualmente, al principio de curso, al final
del verano, nos encontramos con este evangelio oportuno, insistente, y desestabilizador.
No podemos ser discípulos por costumbre, cansinamente,
dejando pasar las cosas año tras año, viviendo en nuestras consolidadas y
pequeñas prácticas de vida cristiana. Nuestro Maestro, que no tiene dónde reposar
la cabeza, no quiere cristianos a remolque, de simple cumplimiento, ni tampoco agradece
las falsas devociones.
Por eso, nos hace las preguntas de forma directa.
Cafarnaúm
Los Doce, complacidos con su situación, ven la
posibilidad de tener entre las manos el futuro de una gran carrera política y
religiosa, pues parece que Jesús le gusta a la gente, es creíble, tiene éxito, es
gratificante. Nos podemos imaginar la escena: ellos discuten alrededor del
fuego, se animan, interactúan. Jesús, apartado, los escucha… y sonríe. Luego,
como si nada, les plantea la pregunta. ¿Quién
dice la gente que soy yo?
Se habla mucho de Jesús, tanto ayer como hoy. En los
periódicos, en los debates, entre amigos. Para aceptarlo o para atacarlo. Jesús
es un misterio no resuelto, inquietante, difícil de descifrar. ¿Quién es,
realmente, Jesús de Nazaret?
Las respuestas las conocemos de sobra: un gran
hombre, un hombre apacible, un mensajero de paz, uno de tantos asesinados por
el poder.
Todo esto es verdad, pero aquí se queda todo y difícilmente
se acepta el testimonio de la comunidad de sus discípulos: Jesús es el Cristo, el
Mesías, Jesús es el mismo Dios.
Pero parece que es mejor mantenerse en la vaga y
tranquilizadora convicción de que Jesús sea una personalidad de la historia a
la que admirar, sin tener nada que ver con nuestra vida; es mejor controlar la
relación con Jesús reduciéndolo a un recuerdo histórico, inocuo, pasado, en vez
de admitir su inquietante presencia en nosotros.
O, tal vez, hacer caso a las teorías de moda, tan
abundantes en el cine o en la novela, para responder y repetir siempre una sobada
imagen de Jesús demasiado maravillosa o hasta demasiado simple, pero nunca la del
verdadero Jesús, el Hijo de Dios, principio y fin de todo.
Deja en paz a los demás
Jesús no nos encaja bien en nuestra vida y hoy, a
quemarropa como a sus discípulos, nos pone a cada uno de nosotros la pregunta: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Y para mí, ¿quién es? Para mí solo, dentro de mí,
sin la obsesión de tener que dar respuestas sensatas o a eslóganes que estén de
moda, sin fachadas ni imágenes que mantener ni defender. ¿A mí, desnudo en mi
interior, Jesús, quién es, qué me dice?
¡Cuántas respuestas! ¿Verdad?
Jesús puede convertirse en una esperanza, en una
nostalgia, o en una ternura: la ternura del sueño de la persona que quisiera creer
en un Dios cercano, que compartiera y participara en la propia vida. O bien, en
respuestas que, con los ojos puestos en el catecismo, tienen la respuesta ya empaquetada:
“Jesús es Cristo, el Hijo de Dios.” ¡Afirmación “correcta”, pero muy lejana del
corazón!
La muchedumbre ya había proclamado a Jesús como Mesías.
Así como los discípulos, igual que los apóstoles, lo mismo que la comunidad de
Roma, a la que se dirigía el Evangelio de Marcos. ¿Pero, en realidad, de qué
valieron esas proclamas?
Simón y Pedro
Sin embargo, Simón se atreve a responder y, como
siempre, se lanza: tú eres el Mesías, el
Cristo. Es una respuesta fuerte, incluso exagerada, valiente, pues Jesús no
se parece en nada al “mesías” que la gente se esperaba. Es tan corriente, tan
normal, tan modesto, tan flexible, tan misericordioso… No se parece en nada a un
mesías guerrero que luchara contra los enemigos de Judá con gran poder “en el
día de la batalla" (Zacarías).
Simón, el pescador, reconoce en Jesús al Cristo. Jesús
mira a Simón, contento y con ternura, y le anuncia que él será Pedro. Jesús,
reconocido como Cristo, devuelve el favor a Pedro y le desvela que él es la “piedra”.
Roca de sustentación de la comunidad de los seguidores de Jesús, el Cristo.
Hermanos, si nos acercamos a Jesús y lo
reconocemos como Señor, enseguida reconoceremos quienes somos nosotros de
verdad, en nuestro interior. Dios descubre siempre a cada persona quién es ella
en lo profundo de su ser.
Cristo según Jesús
Jesús, para que no haya equívocos, muestra enseguida
lo que significa ser Cristo, ser Mesías: es entregarse hasta la muerte. Pero
esto nos deja, tanto a los discípulos de entonces como a nosotros ahora, desalentados,
atónitos, y hasta escandalizados.
Pero cómo... ¿y entonces el Dios omnipotente,
eficiente, que interviene sanando nuestras enfermedades? ¿Dónde está?
Indudablemente está, pero después de pasar por la escandalosa lógica de la
cruz.
No digamos que Jesús es el Cristo si antes no subimos
con Él a la cruz.
No nos atrevamos a hacer esta afirmación si antes no
hemos saboreado la exageración y el sufrimiento de la entrega, si antes nuestra
vida no ha sido arada y cavada por el surco de la cruz, si antes no hemos amado
hasta sentirnos mal, si nuestro corazón no ha sido convertido por el regalo de
la compasión. Esta cruz que se convierte en la medida del regalo, en el juicio
sobre el mundo, en la unidad de medida del nuevo sistema de amor al hermano.
También Pedro y los otros discípulos tendrán que
pasar por el Gólgota antes de entrar definitivamente en la dinámica del Reino
de Dios. Isaías intuye y profetiza esta nueva perspectiva de un Mesías sufriente,
y Santiago nos recuerda en su carta que nuestra fe no puede quedarse en la
Palabra sino que se convierte en obras, y que sólo así testimoniaremos de
verdad haber encontrado a Cristo, el Señor.
Iniciemos así el regreso a las actividades de este
otoño que se acerca: preguntémonos, una vez más, quién es para nosotros, hoy,
el Señor Jesús.
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