En el camino de
la vida corremos el riesgo de desorientarnos
y de perder la
dirección correcta. Es comprensible: hay pocas indicaciones, mucho tráfico
interior, obstáculos visibles… Y, sobre todo, nos da apuro pedir información. Además,
muchos pueden responder al azar, indicando sitios en los que nunca han
estado. Y lo hacen con tal descaro y convicción que parecen creíbles.
Démonos, si no, una vuelta por las redes, o leamos
en algún periódico sobre un tema del que conozcamos bien los matices. Descubriremos
que todos los participantes y tertulianos facilitan claves de lectura que
desorientan y desconciertan, sin ir a lo esencial, y muchas veces con claro
desconocimiento de la materia.
Así pasa en la vida: si preguntamos a alguien dónde
se encuentra la felicidad, corremos el riesgo de acabar en un vertedero. Siempre
ha existido gente confusa que quiere arrastrar a los demás a la confusión; es obvio.
Ya lo decía el libro de la Sabiduría, que fue escrito
en griego en la pagana Alejandría, para reforzar la fe de la numerosa comunidad
judía allí presente. Mirados con suficiencia por las nuevas tendencias y burlados
por los judíos que habían abrazado el paganismo, los que permanecían fieles se
sentían muy inquietos por las cosas que oían. Sin embargo, el autor del libro
sagrado lo tenía muy claro: creer es una elección libre, es andar en una
dirección, es algo que cuesta trabajo pero que merece la pena.
Hoy Santiago nos dice que, combatiendo nuestra parte
oscura, el ansia y la violencia que está en nosotros, es como podemos encontrar
la verdad. ¿De dónde, si no, esas guerras
y de dónde esas luchas entre vosotros? ¿No será precisamente de esos apetitos
agresivos que lleváis en el cuerpo? Deseáis y no obtenéis, sentís envidia y
despecho y no conseguís nada; lucháis y os hacéis la guerra, y no obtenéis,
porque no pedís; o sí pedís, no recibís, porque pedís mal, para satisfacer esos
apetitos.
Es lo que nos ocurre a cada uno de nosotros: en
estos tiempos difíciles el riesgo es aflojar. O, peor, hacer caso a los muchos pesimistas
que, desencantados de la vida, parecen gozar haciendo prosélitos de la nada.
Como los discípulos del evangelio de hoy.
El camino
Por segunda vez Jesús nos habla de cruz, de muerte
y de resurrección.
Su voluntad de entrega es total. Dios se entrega
sin límites y desea más que ninguna otra cosa desvelar su rostro a las personas,
aunque éstas lo rechacen. Jesús está motivado y decidido: no está dispuesto a
ceder a compromisos y apaños, no está dispuesto a comerciar con el verdadero
Dios, aunque eso le lleve a la muerte.
Los discípulos están atónitos, como ya le había ocurrido
a Pedro, aunque lo hubiese proclamado Mesías. No entienden absolutamente nada
de lo que está hablando el Señor.
La razón de esta incomprensión es evidente: están todos concentrados en establecer sus credenciales, en apañarse una poltrona, en conseguir los máximos beneficios. Están demasiado plegados sobre ellos mismos para darse cuenta del Señor.
Y Jesús, el inmenso Jesús, este Dios paciente y
misericordioso, una vez más se pone a un lado, no piensa para nada en su dolor
y les enseña: “entre vosotros no debe ser
así.”
Qué emoción y qué tristeza, amigos. Tristeza, sí,
porque los apóstoles se nos parecen, somos igual que ellos también en esta
mezquindad insostenible.
Todos buscamos la gloria, aunque sea empujando, aunque
sea pisando a los demás, hasta llegar a convertir en normalidad la barbarie que
nos está invadiendo. También en la Iglesia.
Lógicas
Llevamos impresa en el corazón la lógica del
mundo.
También en la Iglesia necesitamos una continua purificación
y una conversión. Y no pensemos sólo en lo exterior, en los privilegios, en los
honores, que son una pesada herencia de un pasado que tenemos que respetar en
todo caso, aunque deba ser reducido a lo mínimo.
La lógica del mundo entra en nuestras parroquias y
comunidades, cuando medimos la eficacia pastoral con criterios y métodos
economistas y financieros.
O cuando, santamente, nos metemos cuchilladas,
espirituales ¡claro!, para hacer prevalecer nuestro punto de vista sobre los
otros. ¡O lo que es más horrible! cuando concedemos patentes de ortodoxia,
excomulgando a quien no nos cae bien, o no piensa como nosotros.
No es raro ver comunidades cristianas divididas entre
los partidarios de un cura o de otro, entre unos catequistas o educadores y
otros, entre unas asociaciones o movimientos y otros.
Hermanos, es dentro de nosotros donde siempre están
el ansia y las pretensiones. Jesús, sentado, como hacían los rabinos dispuestos
a enseñar, nos ofrece la solución: hacerse como niños. Cogiendo a un niño, lo puso en medio, lo abrazó y dijo: “El que acoge a
un chiquillo como éste en mi nombre, me acoge a mí”.
Niños
¿Son los apóstoles “Príncipes de la Iglesia”?
No, son pobres pecadores, pobres y mezquinos, como
cualquiera de nosotros. En sus fragilidades descubrimos las nuestras, en sus
pequeñas miserias se reflejan las nuestras y nos da vergüenza de ello.
Es al Maestro al que tenemos que mirar, no a
nosotros, no a nuestras reivindicaciones eclesiales, no a nuestra manía de hacer
comparaciones para localizar al que tiene un carisma más eficaz.
La Iglesia no es la comunidad de los perfectos sino
de los perdonados, no lo olvidemos nunca.
Los apóstoles pagarán un caro precio por su presunción:
ante el escándalo de la cruz y ante su miedo se encontrarán con la autenticidad
de su corazón y – al final - se convertirán en personas capaces de amar.
Hermanos, que entre nosotros no sea así. Fijémonos
en los niños que lo esperan todo de los adultos, que se fían, que esperan. No se
trata de hacernos infantiles, sino transparentes y limpios, deseosos de ser cogidos
en brazos por Dios, que nos hace capaces de ver la luz, la belleza y el juego
en cada acontecimiento de la vida.
Seamos niños en el corazón y en el juzgar las
cosas; seamos adultos en las acciones y en la fuerza de amar. Cómo Cristo. Que
así sea.
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