Jesús no está perdido en las aproximaciones de las
fábulas, sino que está firmemente anclado en la historia. La fe tiene que ver
con las emociones, ciertamente, pero se nutre de la verdad.
Jesús inicia el ministerio en su casa, en la
sinagoga de Nazaret. El domingo pasado escuchamos la narración de Lucas sobre
la lectura del profeta Isaías, que Jesús hace durante el culto del “shabbat”, una lectura sobre los tiempos
mesiánicos. En ella, Isaías profetiza esperanza, consuelo, vuelta del
destierro, conversión, paz, luz, en fin una bendición infinita sobre el pueblo
de Israel.
Jesús concluye diciendo: “Hoy se ha cumplido esta Escritura.” Es él quien lleva aquella
buena noticia. Él mismo es la buena noticia.
¿Estupendo, no? En este punto un buen guión
cinematográfico introduciría, con una música intensa, un primerísimo plano de
Jesús que se va extendiendo sobre una muchedumbre estupefacta que se alegra y
llora y a la que Jesús abraza.
Pero la vida no es casi nunca una película. Jesús
termina la lectura, cierra el rollo del profeta Isaías y la gente comienza a
murmurar cada con voz más alta.
“¿Pero no es el hijo de José, el carpintero? ¡Sí,
es él! ¡También yo tengo una bonita cómoda que me ha hecho a su padre! ¿Pero
qué le pasa? ¿Ha perdido la cabeza?”
Jesús reacciona, cita la Escritura, explica lo
difícil que resulta ser profeta en su propia casa, cómo sólo los extranjeros
como la viuda de Sarepta o Naaman el sirio, han sabido reconocer a grandes
profetas como Elías y Eliseo. Y se monta el gran follón.
Al inicial desconcierto sucede la ofensa y la
suspicacia: ¿Pero cómo se permite esto? ¿Pero quién se cree ser este joven
pretencioso? ¡Nosotros sabríamos reconocer a Elías o a Eliseo! ¡Sabríamos
acoger al Mesías, si Adonai – el Señor - lo enviara!
Verdades incómodas
Hoy tenemos que hablar de los profetas a los que
no escuchamos. Hoy tenemos que hablar de cómo Dios ha venido a hablar de sí
mismo y cómo nosotros nos negamos a escucharlo.
Las razones del rechazo son evidentes: Jesús es un
Mesías insignificante, poco espectacular, que no corresponde a los criterios
mínimos de seriedad del profeta estándar de toda la vida.
Así sucede también en nuestro mundo desencantado y
cínico: estamos tan empapados de lo que pensamos que es el cristianismo, que no
reconocemos el verdadero rostro de Dios.
¿Qué tiene que ver la Iglesia con Dios? ¿Qué tienen que ver con el Evangelio tantas cuestiones abiertas en el ámbito de la ética? ¿Qué tienen que ver nuestras comunidades con Jesús?
Muchos hermanos y hermanas, hombres y mujeres de
buena voluntad, se escandalizan por el hecho de que la gran Palabra de Dios se
haya entregado en las frágiles manos de unos discípulos frecuentemente
incoherentes. Resulta que nos fijamos más en el mensajero, ignorando el mensaje
que nos trae.
Me gustaría decirles con fuerza a los hermanos que
no creen: ¡Id y escuchad al Jesús del evangelio! ¡No escuchéis al Jesús de la
costumbre o de los estereotipados medios católicos!
¡Id al manantial, no os detengáis en nuestra
incoherencia! El tesoro de la fe está custodiado en frágiles macetas de barro,
la fuente está oxidada pero el agua que de ella mana es limpia y fresca.
Dios acepta el riesgo de confiar su Palabra a
nuestras balbucientes palabras. ¡Qué enorme misterio!
Expertos
Pero atención, discípulos de Jesús de Nazaret.
Esta página del evangelio no va dirigida sólo a quien no cree, a los lejanos, a
los que se dicen ateos. Está dirigida, ante todo, a los discípulos del
Resucitado, a nosotros que frecuentamos el templo, que nos sentimos hijos de la
Iglesia.
El mundo no se divide entre quien cree y quien no
cree, sino entre quien tiene el valor de acoger y quién está esclerotizado en
sus propias convicciones, por más bonitas y santas que sean.
Si perdemos el sentido de la profecía, si no nos
dejamos sacudir por el Jeremías de turno, si no tenemos el valor de recordar
que, incluso siendo discípulos del Señor, estamos en continua conversión,
corremos el riesgo de alejar a Jesús de nuestra vida y de la Iglesia o, peor
aún, de despeñarlo por el precipicio porque no piensa como nosotros.
Profetas y pelmazos
La Iglesia necesita la profecía y los profetas,
necesita posiciones incómodas y, en apariencia, irrespetuosas para mantener
vivo el carisma fecundo del evangelio. Es bonito ver que todavía hoy haya
cristianos que, sintiéndose pertenecer a la Iglesia, realizan opciones de paz y
de justicia, a veces extremas, reclamando a todos, principalmente a los
cristianos, la coherencia de vida.
¡Ay de nosotros si apagamos el espíritu de
profecía!
A veces es la Iglesia entera la que debe ser señal
profética en el mundo, como cuando - ¡por fin! – asume un neto rechazo de toda
forma de violencia y de guerra, aunque sea motivada por nobles razones, que
casi nunca se muestran completamente nobles.
Al mismo tiempo hace falta distinguir los profetas
de los pelmazos. Siempre hay en la comunidad algún tipo polémico que se siente
un poco profeta, ya sea laico o clérigo. Jesús invita a mitigar la severidad y
la polémica poniendo en el centro de toda relación, siempre, el bien mayor del
amor.
También los profetas tienen que estar atentos a no
situarse fuera de la norma absoluta del evangelio, como nos lo recuerda con
fuerza san Pablo: “El amor no pasa nunca.
Las profecías, por el contrario, se acabarán… En una palabra, quedan estas
tres: la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor.”
Un amor profético que puede exigir franqueza y
denuncia, ciertamente, pero siempre y sobre todo, amor. Que no nos falte ni lo
uno ni lo otro: ni la profecía ni el amor. Que así sea.
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