Salmo
Responsorial: Salmo 88
Segunda
Lectura: Hech13, 16-17.22-25
Evangelio:
Mt 1, 1-25
Navidad,
fiesta de la alianza amorosa
Acabamos de escuchar en la lectura del profeta Isaías
que Jerusalén, la ciudad destruida y prostituida por sus enemigos, desterrada y
solitaria, infiel y pecadora, es, a
pesar de todo, invitada por Dios a unirse a Él en una alianza de amor, como una novia virgen y joven.
Es ésta una de las más bellas imágenes de lo que es
Navidad, día en el que brilla desbordante el apasionado amor de Dios hacia los
hombres; el total y absoluto amor, más fuerte
que la misma infidelidad.
Hoy se nos dice que no es cierto que Dios castigue
nuestro pecado y desprecie nuestra
pequeñez. El Dios de Jesús, no conoce el resentimiento ni la venganza.
Todo él vibra como un novio en la noche
de bodas. Y en esta Vigilia de Navidad, la novia es la humanidad; mujer de cuyo
seno brota y surge el bello fruto de la libertad, de la paz, de la justicia y
de la alegría.
El esposo divino hoy invita a su mujer humana a vivir
amando, a amar gozando, a gozar
entregándose. Y nosotros lo intuimos bastante bien al considerar este
día como una de nuestras fiestas
populares más grandes y más bulliciosas, además de ser la más íntima y
más familiar del año. Es la noche de
bodas de Dios y la humanidad.
Los cristianos, tan acostumbrados a llamar Padre a
Dios, hemos olvidado ese otro nombre con que la Biblia lo invoca: ESPOSO. Es
cierto que a los hombres nos cuesta
sentirnos «la esposa» de Dios, cumpliendo un papel femenino ante su
masculinidad. Pero más allá de las
palabras y el género, está la realidad profunda: dos esposos son dos seres que
se unen en una empresa común: amarse y
gozar, crecer y hacer crecer. La figura del “padre” siempre nos deja la impresión de autoridad,
de severidad, de poder y, desgraciadamente, hasta de castigo. No así la de
“esposo”: nuestro Dios se nos acerca seduciéndonos, sin gritos ni amenazas,
enamorado de la raza humana, atrapado
por nuestra condición humana. Tanto se enamora que se vuelca totalmente y se hace “hijo” de la
tierra, se hace hombre: es Jesús, el Hijo de Dios. Sentir en esta noche a Dios
como esposo, nos lleva, sin duda alguna, a un cambio muy grande en nuestra concepción de la religión y
de la fe. Al esposo se le habla de igual a igual, se le siente la otra parte de uno mismo, la
otra mitad de nuestro propio ser. Sólo en la unión con el esposo la mujer se siente entera, total. Y lo
mismo le sucede al marido con su mujer.
Navidad nos muestra a este Dios presente en un niño, en todo igual a los hombres; necesitado de cariño y afecto, de una madre, de gente a su alrededor... Dios necesita de nosotros, hombres y mujeres. Y nosotros necesitamos de este Dios, que es la interioridad de nuestra vida, la plenitud de nuestro ser, la totalidad de nuestro amor.
Jesús es el hijo de Dios, porque es el fruto de su
amor. Pero también es el fruto de la
tierra, regalo para la humanidad, la expresión de un profundo amor que reposa
en el seno de una mujer. Así María, en
esta Vigilia, se nos muestra con ese amor delicado, íntimo y total, que tan
bien expresa lo que ha de ser una comunidad cristiana: la receptora del
Espíritu de Dios y dadora de la vida de Jesús a los demás.
Celebrar Navidad es poner en el centro de nuestros
intereses una sola cosa: el amor de Dios. El hijo de ese amor es Jesús. Poco importa quiénes
son sus padres. Poco importa de dónde viene ese hombre o aquella mujer. Poco
importa de qué raza, sexo o religión es ésta o aquella persona. Navidad nos
enseña que todo hombre y toda mujer son expresión de amor y llamada al amor.
Jesús está entroncado con los hombres y las
mujeres que lo precedieron en una larga
cadena que culmina en José y María (Mt 1,1ss). Jesús pertenece a la historia de
la humanidad, es totalmente hombre y con esa misma totalidad se comprometió con la historia de
su pueblo. Jesús no es una abstracción, no es un mito o una leyenda, no es una abstracta
doctrina ni un frío código de normas morales... Es una realidad histórica; es la presencia salvadora de Dios
en la historia. Ya nadie puede afirmar
que Dios sigue en las nubes o en los libros; que está alejado de nuestras preocupaciones o que sólo nos espera en el
más allá. Dios, desde el nacimiento de
Jesús, está siempre en el más acá.
¿Y si Jesús no naciera esta noche? ¿Es una hipótesis
tan improbable? Estamos tan acostumbrados a poner la Navidad en nuestros
programas y en nuestros calendarios que ni siquiera se nos pasa por la cabeza
una hipótesis de este estilo. Sin embargo el riesgo de una Navidad sin Jesús
que nace está más presente de lo que uno puede creer. En efecto para muchos la
Navidad, a estas horas, es algo ya casi pasado. Se acabó – o se está acabando -
con las últimas compras y los últimos regalos adquiridos en la última tienda
que ha bajado los cierres metálicos. Es verdad que queda la misa de medianoche,
pero también para algunos puede no ser más que una formalidad. La historia
habitual desde hace dos mil años, cargada siempre de sugestión y de poesía. La
habitual invitación a ser un poco mejores y más atentos a las necesidades de
los pobres.
Tal vez para tantos será una Navidad sin novedad, sólo
una vuelta al pasado, barnizada de un “buenismo” que no se hace nunca presente.
Probablemente nadie, o más bien pocos esperan que Jesús nazca de nuevo, que se
haga de nuevo un ser humano. Y si Jesús no nace, todo queda como antes. La
Navidad sólo será un día de recuerdo de alguien que ya no está. La esperanza de
los pobres será poco más que una ilusión… y el comienzo de una humanidad nueva
quedará diferido una vez más. Hace falta nuestro “material humano”, nuestra
implicación, que convierta la Navidad en una buena noticia, hace falta un
prodigio más grande todavía que el de hace dos mil años, algo que sólo Dios
puede realizar. Si Jesús no nace, esta noche será como todas las otras noches y
mañana sólo será un día más del calendario. Reflexionemos. El riesgo de que
Jesús no nazca es un riesgo real que está en el corazón de cada uno.
¿Te sientes desposado, o desposada, con Dios que te
ama apasionadamente? ¿Ha nacido ya Jesús en tu corazón?
Velemos su nacimiento. La tradición española es muy
rica en la expresión íntima de esta noche santa en villancicos, letrillas y
canciones. Dos villancicos, de los siglos XVI y XVII, que nos ayuden a velar,
con María, José y los pastores, el nacimiento del Hijo de Dios.
No la
debemos dormir
la noche
santa,
no la
debemos dormir.
La Virgen a solas piensa
qué hará
cuando al
Rey de luz inmensa
parirá,
si de su
divina esencia
temblará
o qué la
podrá decir.
No la debemos dormir
la noche
santa
no la
debemos dormir.
(Fray Ambrosio de Montesinos s. XVI)
Caído se
le ha un clavel
Hoy a la
Aurora del seno
¡Qué
glorioso que está el heno,
Porque ha
caído sobre él!
¡FELIZ Y SANTA NOCHE!
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