Pedro
y Andrés están lavando las redes, cansados después de una noche infructuosa. En
la orilla está el Nazareno hablando a una pequeña aglomeración de personas que
se ha juntado para escuchar sus palabras. Para la gente del lugar, se trata de
un joven enfervorizado que habla de Dios, un iluso, un exaltado charlatán, como
otros tantos de la época. El humor de Pedro y Andrés es fatal: una pesca insignificante,
un año horrible, con el fondo del desempleo y el fantasma del despido en el
horizonte. La crisis, dicen; las reglas del mercado, según parece.
Y,
encima, sólo faltaba este carpintero que se ha vuelto loco y va haciendo de profeta.
Una pérdida de tiempo que no sirve para nada.
Pero
Jesús, de repente, solicita la barca de Pedro que, lleno de sorpresa, acepta. Lo
hace por educación, porque tiene miedo de parecer un descortés y un maleducado.
Lo hace porque, en el fondo, Pedro es un cacho de pan.
El rabino Jesús
Pedro
también es un hombre rudo, cabal, acostumbrado a olfatear el lago para saber cómo
cambiará el tiempo, con las manos callosas y ásperas, desgastadas por las
cuerdas y la madera de la pequeña barca familiar.
Pedro,
ahora, escucha y sonríe dentro de sí. Está oyendo las habituales historias de
los rabinos devotos y de los creyentes exaltados, palabras bonitas e inútiles,
flores entre las cadenas de la cotidianidad. Las habituales prédicas que hay
que aguantar para no ser tachado por los otros de ser un bruto. Cortinas de
humo, como siempre.
Luego
ocurre lo imprevisto: Jesús se vuelve y le sugiere hacerse a la mar.
“¡Esto
ya es demasiado!”, piensa Pedro. Y, en el fondo, tiene razón: ¿qué va a saber
un carpintero de la pesca? ¡Qué haga su trabajo sin estorbar a los demás! Pero acepta
y se hace a la mar casi desafiando a aquel arrogante carpintero: ¡vas a ver que
hoy los peces se han ido de vacaciones!
Dios
Dios
siempre nos alcanza al final de una noche infructuosa, en el momento menos místico
que podamos imaginar. Dios nos alcanza al final de nuestras noches oscuras y de
nuestras pesadillas; nos alcanza cuando estamos cansados y deprimidos. Sólo nos
pide un gesto de confianza, en apariencia inútil, nos pide echar las redes en la
parte débil de nuestra vida, nos pide no contar sólo con nuestras fuerzas, con nuestras
capacidades, sino tener confianza en él.
Pedro así lo hace y sucede lo inaudito. Las redes se llenan, los peces abundan, y la barca casi se hunde. Esto es imposible, No puede ser ¿Estaremos soñando?
Milagros
El
milagro es siempre es un acontecimiento ambiguo, que se puede interpretar de modos
muy diferentes, incluso contradictorios. Simón podría haber dicho al ver
aquello: “¡Vaya suerte que ha tenido el principiante!”, o bien: “¡Estos peces
modernos… ¡Yo echaba la red a la derecha del barco mientras éstos corrían a la
izquierda!”, o cualquier otro razonamiento lógico y juicioso. El milagro consiste
en el hecho que Pedro ve en aquella pesca una señal extraordinaria. El milagro
siempre está en nuestra mirada. Dios sigue llenando de milagros nuestra vida,
lo que pasa es que no los vemos.
Pedro,
el pescador, está aturdido. ¿Qué está pasando? Se pone de rodillas, antes de
rendirse a Jesús: “No soy capaz, no soy digno.”
¿Pecadores?
Es
ésta la principal excusa usada por todos los que, por un instante, palpan a Dios:
no estoy a la altura, soy un pecador. Siempre quedamos ahí, hundidos en nuestro
vulgar y rancio moralismo: ¡dejemos hacer a Dios!
Pensamos
que Dios quiere hacernos superar un examen, que nos pone condiciones. ¡No!, estamos
equivocados: somos nosotros los que ponemos condiciones, no Dios. Él jamás pone
condiciones: Él sólo nos ama.
Jesús,
ante la reacción de Pedro, sonríe: ese es tu problema, Pedro, para mí estás
bien así, tal como estás. Yo he venido para los enfermos, no para los sanos.
También
a nosotros nos pasa igual: cuanto más nos estrellemos con nuestros límites y fatigas,
menos excusas necesitamos ante el Señor. La buena noticia del evangelio es que Dios
no necesita de buena gente, de los primeros de la clase, de gigantes de la fe:
me necesita a mí, tal como soy.
Pedro,
Isaías, Pablo experimentan esta inmensa verdad: Dios nos viene al encuentro,
necesita de nosotros, de nuestro tiempo, de nuestras energías, de nuestros recursos.
Poco importa si somos dignos de ello, poco importa si somos poco devotos o nos
sentimos alejados de Él. Dios nos quiere hacer pescadores de humanidad.
Pescadores de humanidad
¡Precioso!
Pescadores de humanidad, es decir ser capaces de sacar toda la humanidad que
habita en nosotros y en el corazón de las muchas personas que encontremos por
el camino. Pescadores de humanidad, capaces de reunir alrededor del Maestro a más
discípulos que, viviendo el Evangelio, se vayan haciendo más y mejores personas.
No
tengas miedo, Simón, el Señor te hace ser pescador de humanidad. Deja las
redes, todo lo que te ata, los miedos, los límites, las vueltas a la cabeza,
déjalo, no te entretengas en arreglarlas todos los días, hazte libre para
seguirme.
Pescadores,
no campesinos. ¿Por qué eligió el Señor a los pescadores? El campesino tiene
que desbastar el terreno y sembrarlo, regarlo y cuidarlo, cierto. Pero el
terreno está inmóvil, parado. Los peces en cambio no; es el pescador el que
tiene que moverse. Quizás el Señor quiso decirnos que la Iglesia, comunidad de
los que se han fiado, no se puede detener, no se puede empantanar, no puede
llegar a ser cada vez más estática.
Soñemos
una Iglesia que no ponga límites, que dé confianza a los pecadores, que, siendo
maestra de humanidad, saque fuera toda la humanidad que habita en el corazón de
cada uno con franqueza y misericordia, caminando juntos al encuentro del Señor.
Pedro
llegó a ser el gran pescador precisamente porque fue auténtico, porque dejó hacer
a Dios, después de haber experimentado su fracaso.
Ánimo
pues, hermanos, volvámonos un poco locos por una vez, dejemos de calcular, de
pensar, de planear, de valorar; hagámonos a la mar, echemos las redes y entreguemos
nuestro corazón y nuestra vida al Reino de Dios. Que así sea.
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