Veíamos el
domingo pasado cómo Pedro y Andrés, en su encuentro con Cristo, experimentaron
una transformación radical. No sólo dejaron sus redes; abandonaron toda una
vida para seguir al Maestro. No se detuvieron a ordenar sus pertenencias como
solemos hacer nosotros en nuestra cotidianidad. En un acto de fe profunda,
comprendieron que el Señor deseaba usar la barca de sus vidas para proclamar el
Reino de Dios.
Recordemos, queridos
hermanos, que nuestra fragilidad no es impedimento para el Señor. Al contrario,
Él nos ama y nos necesita exactamente tal como somos. ¡Qué misterio más conmovedor!
Pedro y Andrés se unieron a un grupo verdaderamente diverso: pescadores
sencillos, un zelote apasionado, un publicano. ¿Qué es lo que podía unir a
personas tan distintas? Solo el deseo ardiente de seguir a aquel Nazareno en
quien resplandecía la presencia de Dios.
Y es allí, en
las orillas del mar de Galilea, donde Jesús les cuenta a ellos, y hoy a
nosotros, cuál es el secreto de la felicidad.
Bienaventuranzas
"Bienaventurado", “bendito” nos
dice. ¡Qué palabra tan llena de promesa! “serás feliz si”, “tendrás el corazón
lleno si”, “estallarás de alegría si”: en fin, una auténtica revelación del
camino hacia la auténtica alegría que todos anhelamos.
¿No es la alegría lo que buscamos más que cualquier otra cosa? ¿Es que Jesús nos va a mostrar el camino a la plenitud? En definitiva, ¿se decide Dios a desnudarse y a darnos la solución al enigma de la vida?
Pero enseguida,
el entusiasmo se desvanece: bienaventurados los pobres, bienaventurados los que
lloran, los perseguidos e insultados, nos dice Jesús. ¿Cómo es posible? ¿Acaso
nuestro Señor glorifica el sufrimiento? ¿Acaso confirma Jesús la opinión de
muchos creyentes de que la vida es sólo dolor y que luego, quizás, esperamos que
algún día recibamos un premio? Absolutamente, no, mis queridos hermanos. Jesús
no alaba la condición sufriente y dolorosa, lo que dice es que esta condición
puede abrirse a otra verdad más profunda.
Los
bienaventurados son aquellos que, en su sencillez, eligen la pobreza de
espíritu; es decir, los perdedores, los “tontos”, aquellos que eligen ser sencillos;
los que eligen ser mansos en un mundo de tiburones; los que no se rinden a la
injusticia crónica; los que juzgan teniendo en cuenta el corazón misericordioso
de Dios, y no la miseria de las personas; los que huyen de la doble vida; los
que, pacificados, construyen la paz incluso a costa de sí mismos; los que,
habiéndose encontrado con Dios, no se dan por vencidos; esos son los que
experimentan a al Dios de Jesús: manso, pacífico, misericordioso. Parece una locura,
¿verdad? Pues sí. Demasiada locura. Pero es lo que el Señor nos dijo con
palabras y obras.
Hermanos, no
buscamos la pobreza ni las lágrimas ni la miseria, sino que depositamos nuestra
confianza en Dios; y es entonces cuando experimentaremos la felicidad que está
llena de emoción y supera con creces cuanto podamos desear.
Felices vosotros
Lucas en su
evangelio resume las bienaventuranzas y agrega además cuatro advertencias inesperadas
y severas.
Inesperadas porque
es Lucas es más bien el escritor de la mansedumbre de Cristo.
Inesperadas porque
provienen de la pluma de quien siempre suaviza los tonos, suaviza la dureza del
seguimiento, suaviza los rasgos más ásperos de la predicación de Jesús.
Si el
evangelista Mateo dice: “Bienaventurados los pobres ...”, Lucas agrega: “Bienaventurados
vosotros, los pobres ...”. Lucas
tiene a los pobres, a los perseguidos allí, delante de él; Lucas escribe para
ellos, escribe para una comunidad que conoce el sufrimiento, que vive en
primera línea de la realidad humana.
Dios cree en
la conversión de cada persona, por supuesto. Pero también sabe lo fuerte que es
la obstinación y la cerrazón. Para aquellos que viven en la degradación, en la
corrupción y la ilegalidad, para aquellos que, como en tiempo del profeta Amós,
pisotean el derecho de los pobres, el juicio será sin misericordia, porque ellos
no han tenido misericordia.
Al ver las
imágenes trágicas del tercer mundo, al ver que la economía se ha convertido en
un monstruo que lo devora todo, al escuchar el testimonio de hermanos nuestros,
con nombres y apellidos, que luchan por sobrevivir, es mucho de apreciar y
agradecer este estallido de Jesús.
Y así lo aprecian
los hombres y mujeres, hermanos cristianos y no cristianos, que luchan y se
debaten en medio de la creciente barbarie, actuando como el mismo Dios, que
defiende el derecho del huérfano y la viuda.
Esperanza
A todos ellos
y a nosotros, el Señor nos dice hoy: tened esperanza y cuidad a las personas,
atended a los más necesitados.
Cuántas diferencias
hay en el mundo. Cuánta exclusión. La indiferencia es la mayor fuente de esas
diferencias. Vivimos centrados en lo nuestro, nos olvidamos de los demás. Y
nuestra indiferencia crea el dolor y la desigualdad, el hambre y el sufrimiento
de muchos.
Como escribe
Jeremías, el profeta que no fue escuchado pero sí perseguido en su Jerusalén
natal, la única posibilidad es mirar hacia arriba y no confiar únicamente en el
ser humano. Nuestra esperanza, nos recuerda Pablo, está puesta en el Señor
resucitado, en alguien que está vivo y se hace presente a través de nuestra
mirada, y no simplemente en un buen proyecto humano.
Que nuestro esfuerzo
sea priorizar la ayuda a los necesitados haciendo verdadera y real la bondad
que brota del corazón mediante la oración y la generosidad.
Bienaventurados
seremos si no nos rendimos, porque este es el estilo de nuestro Dios. Que así
sea.
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