¿Podemos
decir que vivimos las bienaventuranzas? ¿Podemos afirmar con sinceridad que no
nos hemos dejado seducir por tantas falsas promesas y profecías engañosas que
nos rodean? ¿Hemos buscado verdaderamente el tesoro escondido en el campo, ese
Reino de Dios que es la perla preciosa de nuestras vidas?
Si no es así,
hermanos, ¡ánimo! No estamos solos en este camino. Quienes anhelamos la
felicidad entre los brazos de Dios sabemos que solo Él puede colmar nuestro
corazón. ¡Adelante, los que mantenemos encendida la llama de la esperanza en
medio del bullicio de nuestras ciudades y pueblos! A todos los que escuchamos
la voz del Señor, él nos interpela con amor y nos pregunta: Dime, ¿en qué cosas
concretas vives las Bienaventuranzas?
Dificultades
¡Ay, Señor!, qué
difícil es seguirte en todo lo que nos exiges. Y, sin embargo, hermanos, si
leemos atentamente el Evangelio, nos damos cuenta de que el Señor no se
equivoca. ¿Amamos solo a quienes nos aman? ¡Bien! ¿Perdonamos solo a los que
nos han perdonado primero? ¡Estupendo! ¿Prestamos solo a quienes sabemos que
nos devolverán? ¡Precioso! Pero, hermanos, ¿qué tiene de extraordinario todo
esto? ¡Es lo que hacen todos!
Sí, Señor, tú
tienes razón. En el fondo, nuestro cristianismo muchas veces se ha reducido a
una vida de sentido común, con un barniz de Evangelio. No se nos ve, o se nos
ve poco, casi imperceptiblemente, y vivimos contentos con lo poco que hacemos.
Nos contentamos con pequeños gestos que apenas reflejan tu amor, justificamos
nuestra tibieza diciendo que, al menos, no somos peores que los demás. Y así
nos volvemos mediocres, incluso en la caridad.
Apuntar alto
Pero Jesús no se conforma con eso. Él sueña con nuestra santidad y nos llama a vivir la radicalidad del Evangelio. Nos pide el coraje de la paradoja: perdonar a los enemigos, amar sin esperar nada a cambio, vivir en la transparencia del amor de Dios. El Señor nos invita a seguirle hasta el final, como verdaderos discípulos.
Cristo nos ha
dado el ejemplo. No comenzó su predicación señalando simplemente el bien y el
mal, sino entregándose por amor incluso a los enemigos. Abrazó la cruz por
nosotros, amó sin medida, ofreciéndose a los que lo rechazaban. Y hoy,
hermanos, nos sigue llamando a ser testigos vivos y entregados, personas
encendidas de amor y no seguidores a tiempo parcial que tropiezan y quedan
atrapados en su propia comodidad.
Jesús quiere
discípulos que se conviertan en un reflejo de la verdadera condición humana,
que, de alguna manera, ilustren con su vida que es posible creer y, sobre todo,
que es posible amar.
¿Es esto
difícil, verdad? Sí, lo es. Y podríamos preguntarnos con honestidad: “¿Quién
puede hacer esto?”. La respuesta es clara: nadie puede por sus propias fuerzas.
Pero aquí está la clave del Evangelio: la fe no es un esfuerzo personal ni la
santidad una meta que alcanzamos con nuestros méritos. No es cuestión de codos.
La vida en Cristo es posible porque Él mismo nos sostiene, porque el Padre es
misericordioso y nos llena de su amor. Si nos dejamos alcanzar por Dios, si
permitimos que su gracia actúe en nosotros, entonces podremos ser
verdaderamente misericordiosos.
Por eso, el
Señor inicia su llamado con estas palabras: “A vosotros que escucháis os
digo... amad” (Lc 6,27). Porque escuchar la Palabra precede a la acción;
porque la moral cristiana no es un conjunto de normas, sino una consecuencia
del encuentro con Cristo. Solo cuando vivimos en él, podemos amar como él.
Ánimo, amigos,
hagamos algún micro-gesto profético esta semana, pero preguntémonos antes ¿qué
habría hecho Jesús en nuestro lugar?
Sin fanatismo
Pero sin
fanatismo, por favor. Jesús coloca la misericordia por encima de la simple
coherencia moral. Nos llama a la autenticidad, sí, pero no para que nos
volvamos jueces de nuestros hermanos. Seamos testigos del Evangelio con
fidelidad, pero sin perder la paciencia y la compasión.
La página del
evangelio de hoy es de perfil alto y un poco indigesta, pero también es una
invitación a descubrir los signos de la esperanza que nos rodean. Si miramos
con los ojos de la fe, veremos que esta página del Evangelio ya está siendo
vivida por muchos hermanos en Cristo. Pensemos en esas familias que han abierto
su hogar a niños abandonados para darles amor; en los jóvenes que emplean su
tiempo libre en ayudar a los necesitados; en la madre que elige la vida, a
pesar de las dificultades; en el empresario que actúa con honestidad, aunque le
cueste caro; en la enfermera que permanece al lado de los más frágiles cuando
otros no pueden soportarlo.
Sí, amigos,
si dejásemos de lado nuestros prejuicios veríamos espacios de una nueva
humanidad que va creciendo silenciosamente en la reserva envejecida de nuestra
fe rutinaria.
Hermanos, la
paradoja del Evangelio se sigue cumpliendo hoy, en nuestra historia, en nuestra
Iglesia. Y esto es un motivo de esperanza. Dejemos que el Señor nos transforme,
que haga de nuestra vida un testimonio vivo de su amor. Que así sea.
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