Muchas veces nos sentimos cansados, incluso atormentados, ante tanto sufrimiento y dolor, no sólo viendo el mundo que nos rodea, sino también en nuestro interior y en lo más cercano y querido: el sufrimiento en nuestras familias y nuestros amigos. ¿Por qué tanto sufrimiento inútil?
Historia y tradición
La fiesta de la exaltación de la
santa cruz, que hoy celebramos, nace de un hecho histórico: la reina Elena,
madre de Constantino el primer emperador convertido a la fe, aprovechó su
posición para organizar una imponente peregrinación a Tierra Santa con mucho
dinero y la bendición de su hijo. Su devoción la empujó a visitar todos los
lugares en los que se mantuvo la memoria de la presencia del Señor - guardados
con devoción por los discípulos durante tres siglos - y ordenar la construcción
de imponentes basílicas. Sobre el lugar de la crucifixión había surgido un
templo pagano que la reina no titubeó en hacer demoler hasta encontrar la
colina del Gólgota y las tumbas adyacentes.
Según una piadosa tradición, en una
de las cisternas contiguas a las excavaciones se encontraron cruces, entre las
cuales presuntamente estaba la de Jesús que fue llevada triunfalmente a
Constantinopla, un día 14 de septiembre.
Este descubrimiento suscitó gran sensación
y las comunidades cristianas, en veinte años, pasaron de ser perseguidas a ver la
cruz del Señor llevada triunfalmente a Constantinopla. Hoy, para nosotros esto
es ocasión de una seria reflexión sobre la cruz.
Fiesta
La fiesta que hoy celebramos los
cristianos es incomprensible y hasta disparatada para quien desconoce el
significado de la fe cristiana en el Crucificado. ¿Qué sentido puede tener
celebrar una fiesta que se llama “Exaltación de la Cruz” en una sociedad que
busca apasionadamente el “confort” la comodidad y el máximo bienestar? ¿No ha
quedado ya superada para siempre esa manera morbosa de vivir exaltando el dolor
y buscando el sufrimiento? ¿Hemos de seguir alimentando un cristianismo
centrado en la agonía del Calvario y las llagas del Crucificado?
Cuando los cristianos miramos al Crucificado no ensalzamos ni el dolor, ni la tortura, ni la muerte, sino el amor, la cercanía y la solidaridad de Dios, que ha querido compartir nuestra vida y nuestra muerte hasta el extremo.
La cruz en sí misma no es algo para
exaltar, el sufrimiento nunca es grato a Dios, hemos de quitarnos de la cabeza,
cuanto antes, esa trágica inclinación a la autolesión que demasiadas veces recuece
al cristiano en su propio dolor pensando que éste lo acerca a Dios. O lo que es
peor: que el sufrimiento agrada a Dios. ¡Qué barbaridad!
La cruz es la epifanía, la
manifestación del bien y del amor de Dios para cada uno de nosotros, porque una
cosa es usar dulces y consoladoras palabras, y otra tener al Señor clavado con tres
clavos, suspendido entre cielo y tierra. La cruz es la paradoja final de Dios, la
consecuencia última e la Encarnación, la admisión de su derrota y su docilidad:
porque a Dios, al entregarse por amor a nosotros, podemos incluso crucificarlo.
Ante un Dios desnudo, desfigurado, irreconocible
hasta el punto de necesitar un cartel sobre su cabeza para identificarlo, podemos
elegir: o bien caer en la displicencia o caer rendidos al pie de la cruz.
Dios está colgado en ella, entregado
a nosotros para siempre. Y a nosotros discípulos se nos pide llevar su cruz, que
no es simplemente soportar los inevitables sufrimientos que la vida nos da y
que ni siquiera al cristiano le son evitados, sino llevar el amor a todas las
situaciones de la vida, como Jesús, hasta ser crucificados por ello si llegara
el momento. Y si no, que se lo digan a los muchos cristianos que están siendo
crucificados y masacrados hoy en día en distintas partes del mundo, siguiendo
el camino del Maestro.
Recordáis
al sacerdote francés, asesinado hace unos años en Normandía mientras celebraba la eucaristía. Dijo
entonces el Papa Francisco, en la eucaristía celebrada por aquel sacerdote: “Hoy en la Iglesia hay más mártires
cristianos que en los primeros tiempos. Hoy hay cristianos que son asesinados,
torturados, encarcelados, degollados porque no reniegan de Jesucristo. En esta
historia llegamos hasta nuestro padre Jacques Hamel. Él forma parte de esta
cadena de mártires. Los cristianos que hoy sufren, ya sea en la cárcel o en la
muerte o con las torturas hacen ver justamente la crueldad de esta
persecución”.
Contemplar la cruz y al Dios
crucificado en ella, puede cambiar de raíz nuestra actitud cuando padecemos la
enfermedad, cuando somos víctima de la desgracia, cuando sufrimos la dureza de
la vida o las consecuencias de seguir los pasos de Jesús. Y no diremos entonces:
“¿Por qué me mandas esto?, ¿qué pecado cometí?”, sino que nuestra súplica
creyente será: “Dios mío, contemplando tu cruz sé que mi sufrimiento te duele
tanto como a mí, porque no amas el sufrimiento; sé que también ahora me
acompañas y me sostienes, aunque no te sienta cerca. Pero confío en Ti. No sé
cómo ni cuándo, pero un día conoceré contigo la paz y la dicha”.
Cuando gritemos a Dios nuestro dolor
no nos encontraremos con un muro de goma que rebota nuestro lamento, ni con un
rostro impasible, sino sencillamente con un Dios que muere con nosotros en
nuestros dolores. Y podremos elegir blasfemar y seguir acusándolo de nuestra desgracia,
o bien quedar asombrados como Dimas, aquel otro crucificado que no acababa de persuadirse
de tanta locura divina.
Sí, amigos, tenemos mucho que
celebrar, mucho que exaltar y mucho con lo que exultar de alegría: el
testimonio del amor de Dios manifestado por Jesús con su muerte en la Cruz.
Esta fiesta, entonces, es para
nosotros la ocasión de poner la mirada en la medida del amor de un Dios que
muere por amor, sin excesos, sin compasiones ni sentimentalismos, libre y
desnudo para entregarse expuesto y mostrado a todos. Ese es ahora el rostro de
Dios. Que Él nos conceda experimentarlo así.
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