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jueves, 14 de septiembre de 2023

EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ (14 de septiembre)



Primera Lectura: Num 21,4b-9
Salmo Responsorial: Salmo77
Segunda Lectura: Flp 2,6-11
Evangelio: Jn 3, 13-17

               Muchas veces nos sentimos cansados, incluso atormentados, ante tanto sufrimiento y dolor, no sólo viendo el mundo que nos rodea, sino también en nuestro interior y en lo más cercano y querido: el sufrimiento en nuestras familias y nuestros amigos. ¿Por qué tanto sufrimiento inútil?

                  Historia y tradición

            La fiesta de la exaltación de la santa cruz, que hoy celebramos, nace de un hecho histórico: la reina Elena, madre de Constantino el primer emperador convertido a la fe, aprovechó su posición para organizar una imponente peregrinación a Tierra Santa con mucho dinero y la bendición de su hijo. Su devoción la empujó a visitar todos los lugares en los que se mantuvo la memoria de la presencia del Señor - guardados con devoción por los discípulos durante tres siglos - y ordenar la construcción de imponentes basílicas. Sobre el lugar de la crucifixión había surgido un templo pagano que la reina no titubeó en hacer demoler hasta encontrar la colina del Gólgota y las tumbas adyacentes.

            Según una piadosa tradición, en una de las cisternas contiguas a las excavaciones se encontraron cruces, entre las cuales presuntamente estaba la de Jesús que fue llevada triunfalmente a Constantinopla, un día 14 de septiembre.

            Este descubrimiento suscitó gran sensación y las comunidades cristianas, en veinte años, pasaron de ser perseguidas a ver la cruz del Señor llevada triunfalmente a Constantinopla. Hoy, para nosotros esto es ocasión de una seria reflexión sobre la cruz.

             Fiesta

            La fiesta que hoy celebramos los cristianos es incomprensible y hasta disparatada para quien desconoce el significado de la fe cristiana en el Crucificado. ¿Qué sentido puede tener celebrar una fiesta que se llama “Exaltación de la Cruz” en una sociedad que busca apasionadamente el “confort” la comodidad y el máximo bienestar? ¿No ha quedado ya superada para siempre esa manera morbosa de vivir exaltando el dolor y buscando el sufrimiento? ¿Hemos de seguir alimentando un cristianismo centrado en la agonía del Calvario y las llagas del Crucificado?

            Cuando los cristianos miramos al Crucificado no ensalzamos ni el dolor, ni la tortura, ni la muerte, sino el amor, la cercanía y la solidaridad de Dios, que ha querido compartir nuestra vida y nuestra muerte hasta el extremo.

            La cruz en sí misma no es algo para exaltar, el sufrimiento nunca es grato a Dios, hemos de quitarnos de la cabeza, cuanto antes, esa trágica inclinación a la autolesión que demasiadas veces recuece al cristiano en su propio dolor pensando que éste lo acerca a Dios. O lo que es peor: que el sufrimiento agrada a Dios. ¡Qué barbaridad!

            La cruz es la epifanía, la manifestación del bien y del amor de Dios para cada uno de nosotros, porque una cosa es usar dulces y consoladoras palabras, y otra tener al Señor clavado con tres clavos, suspendido entre cielo y tierra. La cruz es la paradoja final de Dios, la consecuencia última e la Encarnación, la admisión de su derrota y su docilidad: porque a Dios, al entregarse por amor a nosotros, podemos incluso crucificarlo.

            Ante un Dios desnudo, desfigurado, irreconocible hasta el punto de necesitar un cartel sobre su cabeza para identificarlo, podemos elegir: o bien caer en la displicencia o caer rendidos al pie de la cruz.

            Dios está colgado en ella, entregado a nosotros para siempre. Y a nosotros discípulos se nos pide llevar su cruz, que no es simplemente soportar los inevitables sufrimientos que la vida nos da y que ni siquiera al cristiano le son evitados, sino llevar el amor a todas las situaciones de la vida, como Jesús, hasta ser crucificados por ello si llegara el momento. Y si no, que se lo digan a los muchos cristianos que están siendo crucificados y masacrados hoy en día en distintas partes del mundo, siguiendo el camino del Maestro.

Recordáis al sacerdote francés, asesinado hace unos años en Normandía   mientras celebraba la eucaristía. Dijo entonces el Papa Francisco, en la eucaristía celebrada por aquel sacerdote: “Hoy en la Iglesia hay más mártires cristianos que en los primeros tiempos. Hoy hay cristianos que son asesinados, torturados, encarcelados, degollados porque no reniegan de Jesucristo. En esta historia llegamos hasta nuestro padre Jacques Hamel. Él forma parte de esta cadena de mártires. Los cristianos que hoy sufren, ya sea en la cárcel o en la muerte o con las torturas hacen ver justamente la crueldad de esta persecución”.

            Contemplar la cruz y al Dios crucificado en ella, puede cambiar de raíz nuestra actitud cuando padecemos la enfermedad, cuando somos víctima de la desgracia, cuando sufrimos la dureza de la vida o las consecuencias de seguir los pasos de Jesús. Y no diremos entonces: “¿Por qué me mandas esto?, ¿qué pecado cometí?”, sino que nuestra súplica creyente será: “Dios mío, contemplando tu cruz sé que mi sufrimiento te duele tanto como a mí, porque no amas el sufrimiento; sé que también ahora me acompañas y me sostienes, aunque no te sienta cerca. Pero confío en Ti. No sé cómo ni cuándo, pero un día conoceré contigo la paz y la dicha”.

            Cuando gritemos a Dios nuestro dolor no nos encontraremos con un muro de goma que rebota nuestro lamento, ni con un rostro impasible, sino sencillamente con un Dios que muere con nosotros en nuestros dolores. Y podremos elegir blasfemar y seguir acusándolo de nuestra desgracia, o bien quedar asombrados como Dimas, aquel otro crucificado que no acababa de persuadirse de tanta locura divina.

            Sí, amigos, tenemos mucho que celebrar, mucho que exaltar y mucho con lo que exultar de alegría: el testimonio del amor de Dios manifestado por Jesús con su muerte en la Cruz.

            Esta fiesta, entonces, es para nosotros la ocasión de poner la mirada en la medida del amor de un Dios que muere por amor, sin excesos, sin compasiones ni sentimentalismos, libre y desnudo para entregarse expuesto y mostrado a todos. Ese es ahora el rostro de Dios. Que Él nos conceda experimentarlo así.

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