No es fácil
vivir como discípulos del Señor en estos tiempos oscuros. En una sociedad
formal y sociológicamente cristiana no son precisamente los valores derivados del
evangelio los que prevalecen y orientan las opciones de nuestra vida, sino una
mentalidad egoísta e infantil. Para darse cuenta de ello basta con comparar el
sentir común de la gente con la palabra de Jesús.
Hoy en concreto la Palabra ilumina
dos aspectos importantes en la vida de un creyente: el perdón y la corrección
fraterna. Y también nos hará ver lo lejanos que estamos del Evangelio.
Pecado y perdón
Algunos pensarán que, al menos respeto al pecado, nosotros los católicos
lo sabemos todo. Hemos pasado siglos viendo pecado por todas partes, lo hemos
analizado, estudiado, diseccionado, ¿cómo se puede decir que no conocemos a
fondo el pecado?
Más
aún, muchos, todavía hoy, ven al cristianismo como una religión moralista, que
nos dice lo que es el bien y lo que es el mal, y ven a la Iglesia como una
acreditada institución que tiene como su principal tarea remachar lo que es pecado,
en estos tiempos confusos.
Ésta, hermanos, es una visión
simplista que corre el riesgo, como de hecho ha sucedido, de producir un efecto
perverso: cuanto más en el pasado nos hemos concentrado en el pecado, tanto más
hoy nadie considera pecaminosas sus acciones.
Una sociedad, incluso la eclesial, que
no ha sido educada en la libertad se convierte en una sociedad anárquica, que
reivindica la libertad de experimentar cada emoción, y que convierte el parecer
del individuo en el único criterio.
Hoy, si somos honestos, para sentirnos
realmente culpables haría falta al menos ser un asesino en serie. Todo el
resto: el egoísmo a cualquier precio, la avaricia, la corrupción, el chismorreo,
la violencia verbal, la calumnia, la explotación de las personas, son simples manifestaciones
de la libertad personal.
Muchos todavía piensan que un acto es
pecado porque así lo estableció Dios. ¡Error enorme! En la Biblia se dice que
el pecado es malo porque hace mal a alguien. El hombre, extraordinariamente
libre, recibe de Dios la conciencia y la Palabra para ser conducido hacia la
vida. Pero el hombre, administrando mal su libertad, poniéndose en el lugar de
Dios, corre el riesgo de realizar obras que lo llevan a su destrucción.
El pecado no es una ofensa a Dios,
sino un ataque a lo que podemos llegar a ser: es una ofensa a la obra maestra y
muy amada de Dios, que somos cada uno de nosotros. Dios no castiga al pecador,
sino que lo perdona. Es el pecado el que nos castiga, haciendo precipitarnos en
un abismo de falsa felicidad. Pero, para poder ver estas sombras hace falta que
nos expongamos a la luz de la Palabra de Dios.
Perdón
En el corazón del hombre se alberga
la falsa idea de un Dios que castiga, que juzga, que controla absolutamente
todo. En cambio, Jesús ha venido a liberarnos de esta imagen demoníaca de Dios mostrándonos
el rostro de un Padre que desea tozudamente el perdón. Perdón que es un regalo,
una posibilidad que se ofrece, una ocasión de renacimiento, de nueva vida.
Y el que es verdadero discípulo
comparte este perdón con los demás perdonando.
El perdón, en la miope perspectiva
actual, se ve cómo una debilidad. ¡Cuánto nos cuesta perdonar! ¡Necesitamos tiempo,
necesitamos una fe fuerte y una profunda conversión para perdonar quién nos ha
hecho mal!
Cuando se ve en la televisión a un
periodista, idiota, que se acerca a un familiar de una víctima, preguntando si perdona
al asesino de su hijo, es para hervir la sangre: ¡el perdón es algo más serio
que eso! ¡El perdón necesita tiempo y paciencia para construirse, no es una
emoción bondadosa sino una elección adulta, muchas veces sangrante y dolorosa!
Pero el Evangelio nos dice que es
posible perdonar. Y Mateo, hoy, nos dice cómo se administra el perdón dentro de
la comunidad cristiana.
Amor en la Iglesia
El evangelio nos ilustra el modo de
administrar los nacientes conflictos en la comunidad primitiva: pasado el
entusiasmo primero de la adhesión al Maestro Jesús, surgieron entonces, tanto como
hoy, problemas de diálogo y de comprensión hasta llegar a situaciones extremas
(¡muchas veces en nombre del evangelio!).
La regla propuesta por Jesús está
llena de sentido común: discreción, humildad, delicadeza hacia el que se equivoca,
dejándole tiempo para reflexionar, luego la intervención de algún hermano y,
por fin, de la comunidad.
¡Qué lejos estamos de esta práctica evangélica!
Nos encontramos cada domingo, a
menudo indiferentes los unos de los otros (aparte de los que se conocen algo
más por una mayor asistencia al templo), siempre dispuestos a notar lo que no
va bien en la comunidad, y un poco contrariados de tener que someternos a este
ritual semanal que es la Misa.
No sólo no nos interesan los asuntos
de los otros, sino que nunca – por ejemplo - se nos ha pasado por la mente el
preocuparnos de la pérdida de fe que puede padecer quién está a nuestro lado.
Otros, en cambio, cuando hablan de
los errores de los demás, maldicen, a menudo con sádica satisfacción, sin ninguna
compasión ni delicadeza y, muchas veces, son más feroces cuando más devotos se
sienten.
Si nosotros, discípulos del Señor Misericordioso
y lleno de bondad, no sabemos tener misericordia, ¿quién será capaz de serlo?
Si los que tenemos el corazón lleno
de la nostalgia de Dios, no sabemos acoger tras cada error un camino hacia la
plenitud, ¿quién será capaz de hacerlo?
Si nosotros, que aún llevamos el
perfume del aceite del consuelo sobre nuestra piel, no sabemos inclinarnos sobre
el hermano herido como Cristo, buen samaritano, se ha inclinado sobre de
nosotros, ¿quién sabrá hacerlo?
El criterio del Evangelio está lleno
de un cariñoso sentido común: te quiero tanto que, después de haber orado, te
pregunto sobre tus actitudes.
La franqueza evangélica es un modo
concreto de amar, de ser solidarios, también con dureza, como ha hecho Jesús
con la mujer cananea y con Pedro.
En nuestras comunidades necesitamos descubrir
este modo concreto de intervenir, de tomarnos a pecho la suerte de los
hermanos, sin escondernos tras un hipotético respeto, que a nosotros no nos cuestiona
y al hermano lo deja sumido en la misma inquietud.
¿No es esto lo que el Señor les pide
a sus discípulos: ser profetas teniendo un modo diferente de amar y de
perdonar? “A nadie le debáis nada, más
que el amor mutuo; porque el que ama ha cumplido el resto de la ley” nos
dice hoy San Pablo, en la segunda lectura.
Es
importante incidir en esta convicción cristiana para dar un giro total a la
forma como hablamos los unos de los otros y como emitimos constantemente
juicios (que, con frecuencia, son prejuicios) totalmente vacíos de una
referencia a Dios y a su forma de amar.
Si de verdad el Maestro nos ha cambiado la vida, también nos ha tenido que cambiar el modo de mirar a los demás y de ocuparnos de los otros. ¿Lo intentamos?
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