Primera lectura: Jer 20, 7-9
Jesús
era demasiado diferente en su manera de servir al Reino, demasiado audaz en su
predicación, su idea de Dios era demasiado innovadora para poder identificarlo con
aquel nuevo y glorioso rey David, que era esperado por todo el mundo para restaurar
la pasada gloria de Israel.
Pedro
había reconocido a Jesús como el Cristo – el Mesías - y Jesús lo reconoce a él como
piedra fundamental para construir, como la piedra viva que sustentaría a otros
hermanos en la fe.
En el
evangelio de hoy, sin embargo, Pedro se convierte en una piedra de tropiezo
para Jesús, en una roca de escándalo. ¡Qué desastre!
Otro Mesías
Una vez
que Pedro reconoció a Jesús como el Cristo, éste le explica que ser Mesías significa
vivir sin gloria, sin poder, sin componendas. Y Jesús dice que él está
dispuesto a llegar hasta el final en la elección que ya ha hecho, que está
dispuesto a morir antes que renegar de ser lo que es: la imagen viva de Dios. Y
así lo hará.
Los
discípulos quedan atónitos y descolocados: hacía poco
tiempo habían estado hablando de quién tendría
un cargo mejor en el nuevo reino de
Dios y Jesús ahora está hablando de dolor y de
muerte.
Pedro lo lleva aparte y le ruega que cambie el lenguaje
para no desalentar la moral de las tropas. Él, también,
como nosotros hacemos con frecuencia, quiere enseñar a Dios cómo
tiene que ser Dios.
Y Jesús
responde con dureza a Pedro, y también a nosotros. Le
dice: Pedro, cambia de mentalidad y conviértete en un
auténtico discípulo.
Es una invitación
a quienes son hipercríticos con la Iglesia a reflexionar sobre esta libertad
sin precedentes de Jesús, que no elige a los líderes de los discípulos entre
los mejores, sino entre los más auténticos.
Demasiadas veces nosotros, en vez de seguir al Señor, queremos ir por delante de Él. Queremos enseñarle el camino y, sin embargo, la mayoría de nosotros no seguimos el camino que él nos muestra.
Somos nosotros los que sugerimos soluciones a los problemas, y la mayor parte de las veces no confiamos en la presencia y en la acción de Dios. Le pedimos, en cambio, que sea él
quien se convierta en discípulo nuestro y que aprenda de nosotros que lo
sabemos todo...
Jeremías,
en la primera lectura, se queja a Dios. Él quería ser un profeta de buenas noticias, un cortesano del establishment, y se ha
convertido en un pelmazo insoportable, al que todos odian, incluso su familia.
A Jeremías le gustaría dejarlo todo, tirar la toalla, pero reflexiona y vuelve
a aquel fuego que le ha seducido y que no puede abandonar.
Cuando
nos ponemos en el puesto de Dios, en el lugar del fuego ardiente – como hizo Pedro
- nos alejamos del camino, del amor abrasador y de la luz de la verdad.
No nos preguntemos en qué momento nos encontramos en nuestro viaje interior, como si tuviéramos que completar una etapa de la vuelta ciclista, preguntémonos más bien si todavía vamos corriendo detrás de Cristo.
Todos
Jesús
insiste y, ahora ya, se dirige a todos nosotros.
A Él no le gusta halagar a la gente, y los discípulos no
parecen fáciles de convencer. Pero él no engaña, porque a él no le gusta el marketing. Su propuesta es cruda, directa y bastante
insoportable cuando pronuncia tres imperativos que resuenan como un desafío.
¿Quieres ser mi discípulo? Pues eso supone:
Niégate a ti mismo. Es decir, no te pongas en el centro del universo, no quieras sobresalir a toda costa, no hagas como todos los que, en nuestro mundo, se empujan unos a otros para ser vistos, para que se les note. No hace falta, porque tú eres único, eres precioso a los ojos de Dios, eres una obra maestra, ¿por qué has de luchar tanto para demostrarlo a los demás?
El discípulo verdadero,
como su Maestro, toma muy a pecho la felicidad de los que están cerca de él;
mira siempre más allá, pone su vida en juego para que todos pertenezcan al
Reino. No te pongas tú siempre en el centro, pon más bien en el centro de tu
vida el sueño de Dios, con toda libertad, como un adulto.
Toma tu cruz. Es decir que no tengas miedo de amar hasta que duela. Como Jeremías que no puede desprenderse del amor ardiente de Dios a pesar de las muchas decepciones que están viviendo.
Por
desgracia, una cierta devoción raquítica y sin perspectiva ha conseguido trastocar
y confundir el simbolismo de la cruz que, nacida como la medida del amor de
Dios, se ha convertido en el emblema del dolor. Y no es así en absoluto. Dios
no ama el dolor, que quede claro, ni tampoco lo exige. Sólo que, a veces, el
amor también significa tener que soportar el dolor y sufrir por los que amas. Y
Jesús sabe algo de eso, ¿verdad? Y las madres también, ¿no?
Sígueme. Es decir, comparte la elección que ha hecho Jesús, su sueño, su proyecto. Dios está siempre presente y se nos manifiesta, Él dirige nuestras decisiones con equilibrio e inteligencia cuando somos capaces de escuchar sus palabras, cuando nos dejamos moldear por su voz interior. Seguir a Jesús significa cambiar de horizonte, conocer la Palabra de Dios, y dejar que sea la fe la que motive y cambie nuestras decisiones, la que convierta nuestros corazones.
No
olvidemos que somos discípulos siempre, buscadores siempre a lo largo de
nuestra vida.
Nueva lógica, nuevo Dios
Tenéis
toda la razón en lo que, seguramente, estáis pensando: ¿cómo seguir a un Dios
así? De hecho, lenta e inexorablemente hemos ido aguando esta página del
evangelio, la hemos dulcificado para que sea aceptable, posible y razonable.
Pero el
amor que Dios nos tiene es muy poco razonable y, a menudo, nos señala metas
altísimas para corroborar que, con Él, somos capaces de llegar a ser sus
discípulos, viviendo como Jesús, abiertos al proyecto del Padre, sabiendo renunciar
a la propia seguridad o ganancia, buscando no solo el propio bien sino también
el bien de los demás. Este es el modo generoso de vivir que nos conduce a todos
a la salvación.
Es un evangelio
exigente el de hoy, cuando está acabándose el verano. Pero es un evangelio que
nos muestra de par en par cuál es el sueño de Dios para nosotros: que vivamos
nuestra vida en el amor a Dios y a los hermanos. Que así sea.
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