Primera Lectura: Dt 18, 15-20
Salmo Responsorial: Salmo 94
Segunda Lectura: 1 Cor 7, 32-35
Evangelio: Mc 1, 21-28
Misterio y
dolor
Hoy la Palabra de Dios nos habla de la sinagoga;
de la Iglesia, podemos decir nosotros. Y es difícil hablar de la Iglesia,
seamos honestos y no nos engañemos.
Si todo y sólo fuera la teología, el evangelio,
los santos, el misterio y su luz envolvente, todo sería más sencillo,
resplandeciente y transparente.
Pero no es sólo así. Jesús, pensando en la
Iglesia, imaginando una comunidad de hermanos que se pusieran al servicio de
unos para otros, escogió personas llenas de límites y de defectos para ponerlas
al frente de ella. Y así, en la Iglesia, desde siempre convive este enredo
misterioso, y a veces insoportable, de santidad y de pecado, de alas que nos
elevan y de pesos que nos hunden, de luz y de sombra.
Santa y pecadora, casta meretriz, la Iglesia está
formada por personas y por Dios mismo, está hecha con nuestros límites y con la
benevolencia amorosa del Señor.
¡Cuánto deseamos que no fuera así! ¡Cómo
quisiéramos que la Iglesia estuviera hecha de personas disponibles, coherentes,
misericordiosas, que pensaran siempre con el evangelio en el corazón! Y, en
cambio, esto no siempre es así.
En cada uno de nosotros habita toda la fuerza de
la Palabra y la experiencia de Dios. Y, a la vez, la contradicción de nuestras
limitaciones y cansancios.
Quizás el Señor nos permite vivir en esta
situación de tensión interior, de anhelo, de deseo de santidad. Tal vez vueltos
todos hacia él, en la nostalgia infinita de su presencia, podríamos
enorgullecernos por la experiencia de la luz divina, pero en ese momento
tropezaríamos con nuestra mezquina, pequeña y dolorosa incoherencia.
Pero hermanos, en esta Iglesia, a veces severa e
incomprensible, es donde hemos recibido a Cristo.
Ciertamente, algunas cosas de la Iglesia no nos
agradan, ni nosotros agradamos a la Iglesia. ¿Pero podemos renegar a nuestra
madre sólo porque la ropa que lleva la envejece?
Convertir a
la Iglesia
Marcos inicia su narración con un hecho
desconcertante: la liberación de un endemoniado. Dentro de la sinagoga. No
fuera, ni cerca: dentro.
Es como si Marcos dijera: el primer anuncio qué
debemos y podemos hacer, la primera liberación que tenemos que hacer está
dentro de la comunidad, está dentro de la Iglesia.
Antes de mirar afuera, al mundo hostil y oscuro,
hace falta tener el coraje de liberar de cualquier tiniebla en nuestras
comunidades. Liberarlas de la peor de las herejías de nuestro milenio apenas
estrenado, es decir: conformarse con una fe que sólo es exterioridad,
costumbre, cultura, conservación a ultranza, mantenimiento del “siempre se hizo
así”. Liberar a las comunidades de una fe que no tiene nada que ver con la
vida.
¿Qué tienes
que ver tú con nosotros, Nazareno?
El endemoniado del evangelio es símbolo de todas
las objeciones que, en definitiva, nos impiden volver a ser creyentes. Habita
en la sinagoga – en la iglesia - participa en la oración, profesa su fe.
Marcos, con descaro y franqueza, como un digno
profeta, amonesta a la comunidad que lee su Evangelio: el primer exorcismo que
Jesús ejerce está en la comunidad, entre los hermanos.
Los peligros no están “fuera”, sino “dentro” de
nosotros, dentro de las opciones que vamos haciendo cada día, es donde vivimos
las contradicciones de la fe, dentro de nuestras comunidades es donde habita la
lógica tenebrosa de la división.
La afirmación del creyente endemoniado es
terrible: ¡Qué tienes que ver tú con nosotros, has venido para arruinarnos!
Es demoníaca una fe que mantiene a Dios lejos de
la vida cotidiana y que lo relega al ámbito de lo sagrado, una fe que sonríe
benévolamente ante las piadosas exhortaciones, sin bajarlas a la dura realidad
de cada día.
Es demoníaca una fe que ve en Dios a un competidor
y que contrapone el pleno éxito en la vida a la fe. ¡Cuánta gente piensa que si
Dios existe yo estaré castrado y no podré realizar mis deseos!
Es demoníaca una fe que se queda sólo en palabras
sin adherirse a ella de corazón: el endemoniado reconoce en Jesús al santo de
Dios, pero no se adhiere a su evangelio.
Estos son tres riesgos concretos y medibles para
nosotros, discípulos que frecuentemos la iglesia:
- profesar la fe en un Dios que no tiene qué ver
con nuestra vida
- ver en Dios un adversario del que hay que
defenderse
- escuchar únicamente la voz de Dios, sin pasarla
a la acción.
“¿Qué tienes que ver con
nosotros, Señor?”
El riesgo, presente y extendido en la Iglesia de
nuestro siglo, sobre todos en occidente, - que cree creer, que está saciado y
aburrido -, es tener una fe que se queda encerrada en el precioso círculo de lo
sagrado, una fe hecha de sagrados formalismos y de tradiciones, pero que no
logra incidir, ni cambiar la mentalidad y el destino del mundo.
Una fe que no cambia la vida, las relaciones
económicas, la política, la justicia, es una fe fingidamente cristiana.
Porque no basta con creer: también el demonio
cree, también él sabe bien quien es Jesús y, precisamente por eso, sabe que el
Señor ha venido para destruir las tinieblas que, tan prepotentes, habitan
nuestro mundo.
Este es el desafío que la Señor lanza a su Iglesia
hoy: volver a ser de verdad creyentes, llegar por fin a ser sus discípulos y
seguirle de cerca en la vida de cada día. Que así sea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.