Primera lectura: Lev 13,1-2.45-46
Salmo Responsorial: Salmo 31
Segunda lectura: 1 Cor 10,31-11,1
Evangelio: Mc 1, 40-45
Hay experiencias o situaciones en la vida que nos aíslan de los demás, que nos hacen caer en un grupo especial no deseado y condenado a ser marginado.
Como cuando perdemos a una persona querida, como cuando el dolor físico irrumpe en nuestra vida, como cuando una quiebra afectiva resetea nuestra vida. En esos momentos nos sentimos extraños a la vida y la gente nos evita.
¿De qué hablar? ¿Con quién? ¿Quién quiere tener cerca a alguien que ha sido mordido por el demonio del sufrimiento?
En esos momentos, a veces, uno se acerca a Dios. Sólo a veces. Es más frecuente, por desgracia, que en el dolor y en la soledad se pierda la fe, sin más historias.
Y de eso el leproso de hoy sabe algo.
¡Leproso! ¡Leproso!
La lepra era una enfermedad de la pobreza; una enfermedad que hace que tu carne se pudra, que te hace sentir solo, que anula los encuentros, que impide los abrazos. Desoladora, incesante, inmunda, en la que uno se va consumiendo, pudriéndose poco a poco. En Israel, como en todas las civilizaciones del pasado, se entendía bien la gravedad de aquella enfermedad y su contagio, lo que imponía a los leprosos quedar lejos de las poblaciones y gritar su condición de leproso en caso de encontrarse con otras personas.
Una enfermedad recargada además con un sentido de culpa que todos echaban sobre el enfermo. La lepra era el más terrible de los castigos de Dios, según la mentalidad punitiva de aquella cultura del Antiguo Testamento. No había ninguna piedad para los leprosos, ninguna compasión, sólo fastidio y miedo a encontrarse con ellos. Una enfermedad que aislaba, como un cáncer del alma.
La breve narración que hoy nos ofrece Marcos, es una joya de matices.
El leproso tiene confianza en Jesús, se acerca a él con confianza, con cautela y con humildad. Es el único caso en que un enfermo se presenta él solo ante el Señor. Y no le pide la curación sino la purificación. Para esta persona es más fuerte el deseo de rescate social que el de volver a estar sana. Lo mismo nos pasa a nosotros: lo que mata es la soledad, el aislamiento, no el mal físico. Jesús, diversamente a los demás, siente compasión. Siente el sufrimiento del leproso. Lo toca y lo sana.
Nuestro Dios
Los devotos de aquel tiempo (y de hoy) dividían la realidad en dos categorías: por una parte, la luz y la pureza, donde está Dios y todos los buenos chicos y, por otra, las tinieblas y la impureza, donde están todos los demás.
Que Dios toque a un leproso no se lo imagina nadie. Que Dios no esté en la pureza es una provocación infinita. Sin embargo ésta es la gran novedad, la conversión que supone acoger a todos, la locura ya expresada en el bautismo de Jesús, cuando el Hijo de Dios se puso en fila con los pecadores. Ese es nuestro Dios insólito.
Dios se ensucia las manos. Ya no es la oscuridad la que entra en una habitación, sino que es la luz la que sale por la ventana para iluminar la noche. Y así es: Jesús lo toca y no se infecta, sino que contagia al leproso con su energía divina, con su espíritu de luz y de paz, y así lo sana. El Señor, si nos dejamos, nos contagia su vida y así nos salva.
Dios se mete en la impureza de nuestra lepra y así somos curados de todo mal, de toda soledad, de todo pecado.
Molesto
Pero, en la segunda parte del relato, el tono cambia de repente. Jesús parece ser otra persona: se enfada, reprocha e intimida al leproso; evidentemente está molesto. El leproso tenía que haber callado y visitar a los sacerdotes para ser readmitido en la comunidad, como estaba previsto por la Ley de Moisés, a la que Jesús no ignora ni desdeña.
Pero el leproso desobedece, exagera los hechos y se desmadra. Hasta el punto de que Jesús ya no puede entrar tranquilo en ninguna ciudad.
¿Jesús pasa de la compasión a la rabia, qué ha sucedido?
Gurú
Jesús pide silencio al leproso curado porque no quiere ser tenido por un curandero, por un santón o por un gurú.
¿Cómo va a poder invitar a la gente a escuchar su Palabra y la novedad del Reino de Dios, si la gente lo busca sólo para solucionar sus propios problemas? ¿Cómo podrá atender a la gente que sólo pide a Dios su curación y no su conversión? ¿Cómo podrá hacer entender a las personas el sentido profundo de la vida, si éstas creen que ya lo conocen y sólo le piden a Dios que se adapte a sus exigencias?
En aquel tiempo, como hoy, éste es el dilema que atenaza a Jesús: sentir compasión, ciertamente, e intervenir en la vida humana, pero sin por ello convertirse en el Dios pelele que, mezquinamente, llevamos en el corazón; sin por ello convertirse en un Dios a nuestro servicio. ¡No es así, hermanos! Somos nosotros los que tenemos que servir al Señor, y no al revés.
Testigos
Leyendo esta página del evangelio, viene a la memoria el padre Damián de Veuster (canonizado por Benedicto XVI, el año 2009) que, en 1873, desembarcó en Molokai, una isla de las Hawái en la que había aislados 600 leprosos, una isla donde la violencia y la depravación eran comparables sólo a la inhumanidad de aquella enfermedad.
El Padre Damián murió en Molokai, haciendo renacer la dignidad de los leprosos, dándoles fe, esperanza, fiestas, un cementerio, canciones, cariño; en definitiva dándoles a Jesucristo.
Obligado a confesarse gritando sus pecados a un compañero, que los escuchaba desde un barco; visto con fastidio por sus superiores, que lo consideraban un extravagante, el padre Damián moriría de lepra después de dieciséis años devolviendo la dignidad a los leprosos de Molokai.
Después de su muerte, en las páginas de la prensa internacional, apareció un obsceno artículo de un polemista inglés, que insinuaba la idea de que el padre Damián hubiera contraído la lepra a causa de relaciones sexuales, queriendo convertir así al santo de los leprosos en un feroz personaje.
El gran escritor R.L. Stevenson, anglicano – el autor de La isla del tesoro, El doctor Jekill y mister Hyde - habiendo leído el artículo en su cama de enfermo tuberculoso, escribió una carta abierta a todos los periódicos ingleses diciendo que quien ultrajaba de ese modo la memoria del padre Damián se “había quedado sin gloria, inmerso en su bienestar, sentado en su bonita habitación (...) mientras el padre Damián, coronado de glorias y de horrores, trabajaba y se pudría en aquella pocilga de los arrecifes de Kalawao.” Ante el misterio del dolor, Jesús no da respuestas, sino que sufre amando. Es lo que el padre Damián y tantos seguidores de Jesús hicieron y hacen: compadecerse = padecer con el que sufre, estar presentes amando. Sin respuestas elaboradas, pero amando.
No es mucho y, a la vez, lo es todo. El dolor humano es compartido y asumido por nuestro Dios. Y eso nos salva.
También nosotros podemos vivir ayudándonos a soportar nuestros dolores. O, por lo menos, no provocarlos, lo que ya sería mucho. Que el Señor nos ayude.
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