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sábado, 24 de septiembre de 2022

DOMINGO 26º DEL TIEMPO ORDINARIO (CicloC)


Primera lectura: Am 6, 1a.4-7
Salmo responsorial: Salmo 145
Segunda lectura: 1 Tim 6, 11-16
Evangelio: Lc 16, 19-31
 

Seguimos hoy con la catequesis de Lucas de la semana pasada, que nos abocaba a empeñarnos en las cosas de Dios con el mismo interés que ponemos en las cosas de la tierra y, particularmente en la gestión del dinero.

Cuando Jesús gritó “no podéis servir a Dios y al dinero”, algunos fariseos que le estaban oyendo y eran amigos del dinero “se reían de él”. Pero Jesús no se arredra, sino que les afea su aparente honradez -porque “esa altanería repugna a Dios”- y les suelta a continuación la parábola desgarradora que hemos escuchado, para que los que viven esclavos de la riqueza abran los ojos. Es una digna conclusión del mensaje del pasado domingo.

La historia de Lázaro y el rico Epulón (que no es un nombre propio, sino un apodo que pudiéramos traducir por “marchoso y comilón”). Es una historia que bien podría describir la estridente contradicción de nuestro mundo actual, que obliga a la muerte por hambre de centenares de millares de personas, mientras para muchos - ¡qué ironía-  la preocupación es perder peso... 

Nombres  

Dios conoce al pobre Lázaro por el nombre. En Israel el nombre es la manifestación de la intimidad: Dios conoce el sufrimiento de este mendigo. Sin embargo, el rico marchoso y comilón no tiene nombre propio.  Epulón no es descrito cómo una persona particularmente malvada, sino simplemente demasiado absorbida por sus cosas como para darse cuenta del pobre que muere delante de su casa por su causa. 

Dios no conoce al rico Epulón, él se basta a sí mismo, no necesita Dios, aparentemente no tiene ningún problema religioso, es absolutamente indiferente a lo que pasa a su alrededor y se mantiene debidamente alejado de su interioridad. 

El meollo de la parábola no es la venganza de Dios que pone en su sitio la situación entre el rico y el pobre, como a nosotros nos gustaría pensar, en un tipo de pena del talión.  El sentido de la parábola, la palabra clave para entender de qué hablamos, es: abismo. 

Abismos 

Hay un abismo entre el rico y Lázaro, hay entre ellos un barranco irrecuperable.  

La vida del rico, no es condenada por ser rico, sino por indiferente, y queda sintetizada en esa terrible imagen: su vida es un abismo.  Probablemente sea un buen practicante, pero no se da cuenta del pobre que muere a su puerta.  

Ese abismo intransitable está en su corazón, en sus falsas certezas, en su presunción, en sus pequeñas e inútiles preocupaciones. Es la actitud de “omisión": una actitud que describe el corazón que se conforma con quedar estancado, ni para un lado ni para otro, sin atravesar el abismo para ir a ayudar al hermano.  

Abismo de quien se cree ser suficientemente bueno, devoto y normal respecto de un mundo exterior malvado y corrompido. Abismo de quien piensa que no es mejor, pero ciertamente no peor que los muchos delincuentes que se ven por ahí. 

sábado, 10 de septiembre de 2022

DOMINGO 24º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)


Primera lectura: Ex 32, 7-11.13-14
Salmo Responsorial: Salmo 50
Segunda lectura: 1 Tim 1, 12-17
Evangelio: Lc 15, 1-32
 
                        Amigos, el domingo pasado veíamos el buen negocio cristiano que tenemos entre manos: con el Señor lo tenemos todo; sin el Señor no tenemos nada. Jesús afirma ser más grande que la alegría mayor y más intensa que humanamente podamos experimentar. Así, para el discípulo que, sintiendo la inmensa sed de infinito que late en el corazón y la aguda nostalgia de absoluto, Jesús propone un camino hacia un descubrimiento inesperado: el verdadero rostro de Dios.

            Nuestro pequeño dios

“Despacio, Padre, - dirá alguien - que yo conozco a Dios y lo sirvo desde niño, yo soy cristiano viejo”. Está bien, muy bien, pero lo que el Señor pide a los discípulos, para no caer en una ensoñación, es confrontarse constantemente con la Palabra. No con cualquier palabra, sino con la Palabra, la única, la de Dios.

Todos tenemos una idea de Dios para creer en Él o rechazarlo. Tenemos una idea espontánea, natural, inconsciente de Dios, una especie de religiosidad innata grabada como una impronta en el ser humano. Pero eso no es suficiente.

Muchas veces, la idea que tenemos de Dios es aproximada y, muchas veces, no demasiado agradable que se diga. Dios existe, por supuesto, faltaría más, y además es poderoso, pero también incomprensible en sus discutibles decisiones. Venga, amigos, seamos sinceros: ¿no habéis pensado más de una vez frente a la estupidez humana que nos rodea, que vosotros habríais gobernado el mundo mucho mejor; que Dios, al menos, debería detener las guerras; que esa madre de familia devorada por el cáncer es un gran despropósito divino; que las catástrofes naturales son un despiste de un dios distraído que no controla las fuerzas de la naturaleza?

Esta idea falsa de Dios tiene que ser iluminada por la revelación de Jesucristo. Jesús y el Padre son uno; Jesús no es sólo un hombre con una inmensa sensibilidad espiritual, no. Creemos, yo creo firmemente, que es la misma presencia de Dios.

             El Dios de Lucas

            De entre los cuatro evangelistas, Lucas es el que más tuvo que dar este salto hacia la divinidad de Jesús y la misericordia divina. Él, un griego de Antioquía, estaba acostumbrado a una religiosidad vinculada a unos dioses y hombres caprichosos como nosotros en todas las cosas. ¡Qué sobresalto debió haber sentido en su corazón al escuchar a aquel tipo de Tarso, hablar de Dios de un modo absolutamente innovador! Dios, decía Pablo, es un Padre lleno de ternura, lejano en años luz de nuestras fobias y de nuestros temores.

Lucas había creído en el Dios que anunciaba Pablo, había recibido el bautismo y la nueva vida siguiendo al Maestro Jesús, el judío. Luego, después de muchos viajes, después de un montón de alegrías, después de una vida de conocimiento, nos da, como en tres perlas, la síntesis del rostro de Dios en las extraordinarias parábolas que hoy hemos escuchado.