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sábado, 29 de octubre de 2022

DOMINGO 31º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)


Primera lectura: Sab 11,22- 12,2
Salmo responsorial: Salmo144
Segunda lectura: 2 Tes1,11 - 2,2
Evangelio: Lc 19, 1-10


Hoy día es difícil hablar del pecado; difícil y embarazoso.  

Estamos suspendidos entre dos actitudes fruto de nuestro inconsciente y de nuestra cultura. Por una parte, provenimos de un pasado que tuvo muy presente - hasta la saciedad - lo que era pecado. Hasta el punto de que la ley de Dios y la de los hombres se iban mezclando y confundiendo poco a poco, haciendo olvidar lo esencial.

Muchas personas que vivieron todas sus vidas muy atentas a no pecar (“antes morir que pecar”) obedecieron a una moral común, más que al evangelio: eran pecadoras porque era muy fácil serlo en un mundo hipercrítico y controlador. Se dice también que la Iglesia tampoco ayudó mucho a hacer crecer evangélicamente a las personas en aquella situación social, no lo sé, si fue exactamente así, pero es posible.

Hoy, en cambio, vivimos un tiempo en el que parece que se ha abolido el pecado por decreto: la moral común se reduce a la mínima expresión; lo que es justo y lo que no, aunque sea equivocado, lo decide la mayoría; la conciencia, si la hay, se tiene que adecuar al entorno y a lo políticamente correcto, ¡faltaría más! Vivimos un tiempo rodeados de gente muy severa e intransige con los “otros” –los políticos a la cabeza - pero siempre bastante blanda al valorar nuestras propias pequeñas certezas y razones: (¡que le levante la mano quién no haya tenido nunca una excusa lista cuando le han atizado una multa!). La Iglesia, últimamente, también ha acabado en el punto de mira: es fea, sucia y mala; y todos sus miembros también, nadie está excluido de ser sospechoso por el mero hecho de ser creyente. En fin, un buen avispero. Pero tranquilos que todavía lo hay peor.

El interior

Lo peor está en el interior, en el inconsciente, en la parte profunda que sólo conocemos desde algo más de un siglo, gracias a la intuición de un simpático estudioso de la parte escondida de la conciencia, un tal Freud. Desde entonces se ha caminado mucho y hemos entendido lo mucho que influyen en ella la educación, la cultura, lo que los otros se esperan de nosotros.

Algunas personas logran - y se logra fácilmente - hacerse una gruesa costra y arrasan con todo y con todos. Otros, más débiles, viven llenos de miedo y con sentido de culpa.

En medio de todo esto es difícil que Dios nos pueda decir algo, es difícil crear esa sutil armonía que nos acerca a Dios tomando conciencia de nuestro límite, es difícil reconocer y superar los sentimientos de culpa, y es pesado ir reduciendo la parte oscura de cada uno de nosotros.

Pero hoy, hermanos, la Palabra de Dios viene una vez más en nuestra ayuda.

La paciencia de Dios

Dios no quiere el pecado, ni siquiera lo conoce, no lo concibe.

El pecado es el no-yo, la no-persona, la parte tenebrosa que acaba por prevalecer, el pequeño ogro que nace junto a nosotros y que nos acompaña toda la vida.

En hebreo la palabra “pecado” significa “errar el tiro”, como hace un arquero inexperto. Así ocurre y nosotros, todos, venga a decir infantilmente que el blanco está demasiado lejos, que el arco está flojo, que alguien nos ha distraído en el momento de disparar. Dios, en cambio, nos trata como adultos, tiene paciencia con nosotros y nos ama.

Olvidaros, hermanos, de la idea raquítica y demoníaca de un Dios severo sediento de sangre, que juzga duramente sus criaturas: no es así, Él ama a todos los seres y no aborrece nada de lo que ha hecho, Él soporta el pecado. Como dice la espléndida primera lectura que hemos escuchado: ¿Cómo subsistiría algo, si tú no lo quisieras? Dios nos ama de ese modo porque piensa que podemos conseguir la conversión y la vida.

sábado, 8 de octubre de 2022

DOMINGO 28º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)


Primera lectura: 2 Re 5,14-17
Salmo Responsorial: Salmo 97
Segunda lectura: 2 Tim 2,8-13
Evangelio: Lc 17, 11-19
 

Jesús va subiendo hacia Jerusalén, con el rostro endurecido, decidido a dar testimonio del amor del Padre, cueste lo que cueste. Los apóstoles no saben que el Maestro ya está intuyendo los derroteros que va tomando su misión y que esta sensación, en lugar de derribarlo, no hace más que motivarlo y empujarlo a la entrega total de sí. 

En el camino se encuentran con diez leprosos que gritan a distancia.  La lepra es una enfermedad terrible y desoladora, que pudre el cuerpo, el espíritu y las relaciones humanas.

De los diez uno era extranjero y hostil, un samaritano; pero la enfermedad y el dolor igualan a todas las personas, sin distinciones de raza o religión o etnia. El sufrimiento es y permanece como la experiencia más común del vagar humano. 

Los leprosos iban gritando su dolor, su abandono, su lento e inexorable pudrimiento. Éste es el cuadro que nos pinta el Evangelio de hoy. 

Jesús no los cura inmediatamente, sino que les dice que vayan a los sacerdotes para ser curados, como estaba prescrito en la ley. Es que, a veces, Jesús nos cura a plazos, nos pide ponernos en camino, salir de nosotros mismos, para luego ver los resultados desde una nueva perspectiva. A veces Jesús, tan simpático él, nos pide que vayamos a un cura para ser curados. 

Normas 

Era algo que quedaba como una herencia del antiguo Israel, cuando los sacerdotes también hacían el oficio de médico, que era el único que podía certificar la curación y la reintegración social de un leproso.  

Esta solicitud, por parte de Jesús, indica su profundo respeto por el pasado de Israel; él no ha venido a cambiar una jota o una tilde de la ley, sino a darle cumplimiento, a perfeccionarla, a reconducir el proyecto de Dios a sus orígenes.

Tampoco la curación es instantánea, exige un camino, un fiarse; Dios no quiere milagros espectaculares, sino que siempre pide conciencia, camino, confianza y mediación.  

Los diez leprosos se marchan y, mientras van de camino, se dan cuenta de que ya están curados. 

También a nosotros nos puede pasar que somos curados por la calle, en el camino cotidiano, cuando dejamos de poner condiciones a Dios y a nosotros mismos. 

Asombrados, inquietos y trastornados, los leprosos curados cumplen la petición de Jesús y van al sacerdote. Excepto uno, el samaritano, aquél que no tiene templo, que no tiene sacerdotes, aquél que no tiene ninguna religión oficial.  

Por eso, el samaritano no sabe adónde ir y vuelve sobre sus pasos.  Vuelve al verdadero Templo, que es Jesús. 

La lepra de la ingratitud 

Uno solo vuelve a dar las gracias, lleno de fe. Jesús, desalentado, constata que fueron diez los sanados, pero sólo uno ha sido salvado.

Una vez curados, vuelven las diferencias: es el misterio de la fragilidad humana. Nueve van al templo y el samaritano, de nuevo solo, sin un templo en donde ser acogido, corre al Templo de la gloria de Dios que es Jesús.  

El samaritano regresa alabando a Dios dando grandes voces, no puede callar, grita su alegría, porque su soledad y su marginación por fin han terminado. ¿Y los otros? pregunta Jesús.  

Nada, desaparecidos. Curar a las personas de su ingratitud es mucho más difícil que curarlas de sus enfermedades.