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sábado, 14 de septiembre de 2024

DOMINGO 24º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo B)

Y vosotros ¿quién decís que soy yo?

Primera Lectura: Is 50, 5-9a
Salmo Responsorial: Salmo 114
Segunda Lectura: Sant 2, 14-18
Evangelio: Mc 8, 27-35
  

Hoy, puntualmente, al principio de curso, al final del verano, nos encontramos con este evangelio oportuno, insistente, y desestabilizador.

No podemos ser discípulos por costumbre, cansinamente, dejando pasar las cosas año tras año, viviendo en nuestras consolidadas y pequeñas prácticas de vida cristiana. Nuestro Maestro, que no tiene dónde reposar la cabeza, no quiere cristianos a remolque, de simple cumplimiento, ni tampoco agradece las falsas devociones.

Por eso, nos hace las preguntas de forma directa.

Cafarnaúm

Los Doce, complacidos con su situación, ven la posibilidad de tener entre las manos el futuro de una gran carrera política y religiosa, pues parece que Jesús le gusta a la gente, es creíble, tiene éxito, es gratificante. Nos podemos imaginar la escena: ellos discuten alrededor del fuego, se animan, interactúan. Jesús, apartado, los escucha… y sonríe. Luego, como si nada, les plantea la pregunta. ¿Quién dice la gente que soy yo?

Se habla mucho de Jesús, tanto ayer como hoy. En los periódicos, en los debates, entre amigos. Para aceptarlo o para atacarlo. Jesús es un misterio no resuelto, inquietante, difícil de descifrar. ¿Quién es, realmente, Jesús de Nazaret?

Las respuestas las conocemos de sobra: un gran hombre, un hombre apacible, un mensajero de paz, uno de tantos asesinados por el poder.

Todo esto es verdad, pero aquí se queda todo y difícilmente se acepta el testimonio de la comunidad de sus discípulos: Jesús es el Cristo, el Mesías, Jesús es el mismo Dios.

Pero parece que es mejor mantenerse en la vaga y tranquilizadora convicción de que Jesús sea una personalidad de la historia a la que admirar, sin tener nada que ver con nuestra vida; es mejor controlar la relación con Jesús reduciéndolo a un recuerdo histórico, inocuo, pasado, en vez de admitir su inquietante presencia en nosotros.

O, tal vez, hacer caso a las teorías de moda, tan abundantes en el cine o en la novela, para responder y repetir siempre una sobada imagen de Jesús demasiado maravillosa o hasta demasiado simple, pero nunca la del verdadero Jesús, el Hijo de Dios, principio y fin de todo.

Deja en paz a los demás

Jesús no nos encaja bien en nuestra vida y hoy, a quemarropa como a sus discípulos, nos pone a cada uno de nosotros la pregunta: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?

Y para mí, ¿quién es? Para mí solo, dentro de mí, sin la obsesión de tener que dar respuestas sensatas o a eslóganes que estén de moda, sin fachadas ni imágenes que mantener ni defender. ¿A mí, desnudo en mi interior, Jesús, quién es, qué me dice?

¡Cuántas respuestas! ¿Verdad?

sábado, 7 de septiembre de 2024

DOMINGO 23º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo B)


Primera lectura: Is 35, 4-7
Salmo Responsorial: Salmo 145
Segunda lectura: Sant 2, 1-5
Evangelio:Mc 7, 31-37

Ser sordo, en el Biblia, significa no acoger el mensaje de salvación de Dios. Israel frecuentemente manifiesta esa sordera, como nos recuerda la primera lectura de Isaías.

También nosotros, atropellados por las mil cosas que hacer, rodeados de ruidos, de charlas, de opiniones enfrentadas, de redes sociales, tenemos muchas veces dificultad en escuchar el profundo deseo de sentido que llevamos en el corazón. Tenemos dificultad de buscar Dios.

Es lo mismo que le pasa al protagonista del evangelio de hoy, un sordomudo. O mejor aún, según el griego del evangelio de Marcos, un sordo balbuciente – apenas podía hablar -, que no logra hacerse entender, que intenta relacionarse y no lo logra del todo, quedando condenado a un aislamiento del mundo exterior.

Es la imagen de las personas de hoy día, aisladas y narcisistas, perdidas y en busca de una notoriedad, siempre centradas en una propia realización, que por otra parte es tan improbable y cada vez más inaccesible. Interesa mucho más ser importante y tener poder que buscar la verdad. La insatisfacción es la principal característica de la persona post-moderna. Y, no nos engañemos, también de todos nosotros, aunque seamos más antiguos y menos importantes.

Fuera del recinto

En tiempo de Jesús, se creía que la santidad era inversamente proporcional a la distancia que separaba de Jerusalén. Judea todavía podía salvarse, pero la Galilea y la Decápolis, junto con Samaria, que eran zonas de frontera, con población mestiza, estaban decididamente perdidas.

La Decápolis estaba formada por diez ciudades de mayoría pagana, que Roma quería que fuesen autónomas de la administración hebrea, aplicando la infame política del “divide y vencerás”. Los israelitas devotos, para bajar a Jerusalén, pasaban más allá del Jordán por el camino que atravesaba los territorios paganos, pero sin entrar nunca en las ciudades consideradas perdidas.

Jesús, en cambio, no. Él inicia su predicación precisamente allí, en la zona de las tribus de Zabulón y Neftalí, las primeras que cayeron bajo el poder de los asirios, seiscientos años antes. Porque Jesús ha venido precisamente para los enfermos, y no para los justos. Él no huye de los impuros ni los condena, como hacían los fariseos. No. Él no los juzga, sino que los salva.

La curación del Evangelio de hoy, hace exclamar a la muchedumbre: ¡todo lo ha hecho bien, hace oír los sordos y ver a los ciegos! Sólo alguien que no espera la salvación sabe alegrarse tanto por aquello que le ha sobrevenido sin esperarlo.

Curaciones

El sordo/balbuciente es llevado por los amigos. Siempre son otros los que nos conducen a Cristo, los que nos hablan de él, los que nos lo señalan.

La Iglesia, a pesar de ser a veces incoherente y frágil, es la asociación de los que conducen hacia Cristo. Ésta es la función de la Iglesia, para esto es para lo que sirve la Iglesia:  para guiar las personas a Cristo, para dar testimonio de Jesús, el Maestro.

Pero, bien lo sabemos, nos hace falta humildad para dejarnos conducir. Nuestro mundo ha hecho de la arrogancia un estilo de vida. Cuántas personas hay que lo saben todo, que pontifican, que juzgan sin rebozo alguno, especialmente las cosas concernientes a la fe, pero que no saben ponerse de verdad ellas mismos en tela de juicio.