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sábado, 1 de febrero de 2025

PRESENTACIÓN DEL SEÑOR - 2 de febrero


 Primera Lectura: Mal 3,1-4
Salmo responsorial: Salmo 23
Segunda Lectura: Heb 2,14-18
Evangelio: Lc 2,22-40

La liturgia de hoy nos puede parecer más propia del tiempo de Navidad, con sus relatos de la infancia del Señor. Sin embargo, el mensaje central que nos transmite, como hemos escuchado en el Evangelio y proclamaremos en el Prefacio, es la revelación de Jesús por el Espíritu Santo como gloria de Israel y luz de las naciones. Es Él, en verdad, el Mesías largamente esperado.

La esperanza de un pueblo

Todo esto sucederá de una forma desconcertante. Cuando José y María llevan al Niño al Templo, no son los príncipes de los sacerdotes ni las autoridades religiosas quienes salen a su encuentro. De hecho, serán esos mismos quienes, años más tarde, lo entregarán a los romanos para su crucifixión. El Señor no encuentra cabida en una religiosidad autosuficiente que ha olvidado el clamor de los pobres.

Tampoco lo reciben aquellos doctores de la Ley que predican sus "tradiciones humanas" en los atrios del Templo. Los mismos que después condenarán a Jesús por sanar enfermos en sábado, transgrediendo la ley. Nuestro Salvador no es acogido por doctrinas y tradiciones que no sirven para dignificar y sanar la vida humana.

La esperanza mesiánica, cultivada durante siglos en el corazón del pueblo elegido, se encarna en dos ancianos de fe sencilla: Ana y Simeón. Sus vidas enteras han sido una espera confiada en la salvación divina. Son ellos quienes, representando al Israel fiel, acogen al Dios de la gloria cuando el Niño Jesús entra en brazos de sus padres.

Los que acogen al Señor

Entonces, ¿quiénes son los que reciben al Señor? María, la dulce y joven madre, cuya intimidad con Dios la convirtió en instrumento de nuestra redención; José, varón justo que permitió que se realizara el designio divino de salvación (Mt 1, 19-20); Simeón, hombre contemplativo guiado por el Espíritu, que se hace eco de las profecías mesiánicas de Isaías; y Ana, la mujer que "no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones". Todos ellos representan a aquellos que no viven encerrados en sí mismos ni absorbidos únicamente por las preocupaciones terrenas, sino que viven para "el Consuelo de Israel", para su liberación y la salvación del mundo.