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sábado, 31 de mayo de 2025

ASCENSIÓN DEL SEÑOR (Ciclo C) - Domingo 7º de Pascua



Primera Lectura: Hch 1, 1-11
Salmo Responsorial: Salmo 46
Segunda Lectura: Ef 1, 17-23
Evangelio: Lc 24, 46-53


¿Un cambio a peor?

Jesús se va… y, a cambio, nos deja la Iglesia. ¡Vaya cambio! A primera vista, parece que hemos salido perdiendo, ¿no? ¿No compartimos, al menos un poco, la decepción de los apóstoles? Ellos están perplejos y entristecidos. El Maestro parte justo cuando, por fin, empezaban a comprender el gran plan de Dios. Justo ahora que iban dejando atrás el dolor y comenzaban a saborear la alegría. Todo parecía encajar, como en el desenlace luminoso de una película: el Reino había comenzado, y Jesús reinaría para siempre con sus fieles.

Y, sin embargo, es ahora cuando el Señor se va. Vuelve al Padre… y nosotros, aquí, con el corazón encogido.

Este camino de esperanza y conversión hacia la alegría, que hemos recorrido durante la Pascua, sufre un alto repentino, casi un golpe seco.
Seamos sinceros: nos cuesta aceptar que el Resucitado haya regresado al Padre. ¿Qué hay que celebrar?

Los discípulos se sienten, una vez más, desorientados. Jesús les deja, y les confía —a ellos, con todas sus debilidades— el anuncio del Reino. ¡Qué historia! ¡Cuántas preguntas plantea la Palabra a quien busca a Dios!

“Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados, mirando al cielo?”
            ¿Por qué lloras, alma mía? ¿Por qué estás triste?”
            “¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?”

Dios nos cuestiona, nos sacude, nos empuja siempre más allá. Nos llama a crecer, a confiar, a creer.

No debemos buscar en el cielo el rostro de un Dios que ya pisó nuestra tierra. Hay que buscarlo allí donde Él ha querido quedarse para siempre: en los hermanos más pobres, en la comunidad de los que creen en Jesús de Nazaret, el Señor.

 Esta es la gran paradoja del cristianismo. Primero se nos pide creer que el Dios invisible se hizo hombre. Ahora, que ese Dios cercano se entrega a las frágiles manos de una Iglesia pecadora, incoherente, limitada.

Parece un mal cambio: en lugar del rostro glorioso del Resucitado, nos encontramos con el rostro cansado y a veces sombrío de los cristianos.

 ¿Y si sí…?

¿Y si Jesús, en realidad, nos estuviera diciendo algo nuevo? ¿Y si de verdad fuéramos parte activa del proyecto de Dios? ¿Y si, increíblemente, Él hubiese confiado el anuncio del Reino a la Iglesia? A esta Iglesia concreta, que a veces escandaliza y desconcierta. ¿Te lo imaginas?

Nuestro Dios no es un gerente de una multinacional del ámbito sagrado, repartiendo normas o atendiendo urgencias como un número 112 de emergencia. No, nuestro Dios es otra cosa.

sábado, 24 de mayo de 2025

DOMINGO 6º DE PASCUA (Ciclo C)


Primera Lectura: Hch 15, 1-2.22-29
Salmo Responsorial: Salmo 66
Segunda Lectura: Ap 21, 10-14.22-23
Evangelio: Jn 14, 23-29

La Gloria del Señor en Nosotros

¿Cómo podemos darnos cuenta de la gloria del Señor Jesús en nosotros? ¿Cómo reconocerla en los acontecimientos no siempre edificantes de la historia? ¿Cómo verlo en la experiencia de la Iglesia, santa y pecadora a la vez?

Jesús, durante la Última Cena, manifiesta su deseo de salvar tanto a Judas como a Pedro. Es precisamente en esta salvación donde se revela la gloria de Dios, ese anhelo infinito que tiene de colmar el corazón de cada uno de sus hijos. La gloria de Dios es que toda alma se salve y goce de la plenitud de vida que solo Él puede dar.

En este día, el Señor nos señala tres actitudes fundamentales para manifestar la vida del Resucitado en nuestra existencia: permanecer, recordar y pacificar. En este renovado tiempo de la Iglesia, en este dolorido tiempo de crisis económica, humanitaria y política, en este ambiente cargado de agresividad, amargura y desesperanza, necesitamos con urgencia volver a ser verdaderos discípulos y permitir que sea el Evangelio quien ilumine y juzgue los acontecimientos de nuestra vida.

Permanecer

Cristo Jesús nos exhorta a observar su Palabra, a cumplirla, a encarnarla en nuestras decisiones cotidianas. Si reducimos nuestra fe a un mero acontecimiento dominical, o a un refugio ocasional en momentos de tribulación, jamás experimentaremos la inhabitación del Padre y del Hijo en nuestras almas.

El mismo Señor nos lo revela con claridad: vivir la Palabra, frecuentarla, conocerla, orarla y meditarla produce el maravilloso efecto de la morada divina en nosotros.

No se trata de fenómenos extraordinarios, sino de la conciencia creciente de orientar nuestra vida hacia Dios, de percibir Su presencia santificadora en nosotros y en el mundo. Así es como la fe deja de ser un simple ejercicio intelectual o un esfuerzo de la voluntad para convertirse en la dimensión permanente en la que habitamos. “En él vivimos, nos movemos y existimos”, que decía San Pablo.

Vivir es quedarse, permanecer, no huir ni separarse. Vivir es habitar, conocer, entender, frecuentar. A esto estamos llamados para experimentar la gloria que anhelamos. Conozcamos y meditemos la Sagrada Palabra que nos abre las puertas al misterio de Dios.

Recordar

No lo comprendemos todo — faltaría más —, tampoco la Iglesia posee plenamente a Dios, sino que está poseída por Él.

Jesús nos ha revelado y entregado todo; la Revelación está completa, perfecta en Él. No necesitamos falsos profetas ni adivinos que nos dicten nuestro camino. Sin embargo, a menudo parece que no entendemos esta verdad fundamental y que la hemos olvidado.

El Espíritu Santo viene en nuestro auxilio y nos ilumina. Ilumina a la Iglesia en la comprensión de las palabras del Maestro y Señor. Ilumina nuestra conciencia y nos permite entender cuánto tiene que ver la fe con nuestra vida y con nuestras decisiones diarias. Nos lo recuerda cuando lo olvidamos, como ocurrió en un pasado no muy lejano, cuando nosotros, los cristianos, olvidamos la radicalidad del Evangelio respecto a la no violencia, elaborando teorías sobre la "guerra justa", bendiciéndola y justificándola, a veces, de manera desmesurada.

sábado, 17 de mayo de 2025

DOMINGO 5º DE PASCUA (Ciclo C)


Primera Lectura: Hch 14, 21-27
Salmo Responsorial: Salmo 144
Segunda Lectura: Ap 21, 1-5
Evangelio: Jn 13, 31.33-35


Jesús acababa de anunciar a sus discípulos que uno de ellos lo entregaría. El Maestro, naturalmente, se encontraba turbado. Al aproximarse la hora, sentía profundamente el peso del trascendental acto que estaba por realizar. Los apóstoles se miraban perplejos, creyendo que el traidor estaba frente a ellos, cuando en realidad, la traición anidaba en el interior de cada uno, en el interior de cada uno de nosotros.

Juan, el evangelista, reclinándose sobre el pecho de Jesús, le interrogó: "¿Quién es, Señor?".

Jesús, mojando el pan, se lo ofreció a Judas, quien lo comió, volviéndose hosco y distante. En la tradición de Israel, ofrecer pan era la máxima expresión de acogida, pero Judas lo interpretó como una afrenta. Así sucede a veces, cuando un gesto nuestro, cargado de afecto, es percibido dramáticamente por el otro como todo lo contrario. Jesús, con este acto, revelaba a Judas que, a pesar de todo, era el discípulo más amado, deseando estrecharlo contra su pecho para que sintiera la magnitud de su amor.

Judas, impactado, salió del cenáculo en la oscuridad. Las tinieblas lo invadieron. Pero llevaba consigo el pan, la Eucaristía, en su corazón.

Jesús, al contrario, estaba empezando a asomarse a las tinieblas, pero la luz irrumpiría en la más densa oscuridad.

Glorificación

Jesús insistió y enfatizó: "Ahora – dijo – he sido glorificado". En el momento en que Judas se disponía a traicionarlo, con un corazón sombrío y hostil, Dios manifestaría la inmensidad de su amor. En la traición de Judas se revela la dimensión del amor de Jesús.

Judas se perdió, pero ¿acaso no vino el Señor precisamente a salvar a los perdidos? ¿No es la perdición el lugar teológico de la salvación? ¿No somos salvados precisamente porque antes nos habíamos extraviado?

A través de Judas, Jesús pudo demostrar que el amor incondicional de Dios no tiene límites.

Todos nosotros, al tomar conciencia de nuestra propia existencia, nos preguntamos: ¿estoy perdido o salvado? Jesús nos responde: estabas perdido y has sido salvado.

Ni los apóstoles ni nosotros comprendimos esto, al igual que no entendimos el significado del lavatorio de los pies.

Pedro afirmó poco después estar dispuesto a dar la vida por Jesús. Pero el canto de un gallo le recordaría sus limitaciones. Y Jesús le haría ver que era él quien daría la vida por sus discípulos.

Pedro no tenía que morir por el Señor, sino morir con el Señor. Todo lo que un discípulo puede hacer – todo lo que nosotros podemos hacer – es imitar al Maestro, no reemplazarlo.

sábado, 10 de mayo de 2025

DOMINGO 4º DE PASCUA (Ciclo C)


Primera Lectura: Hch 13, 14.43-52
Salmo Responsorial: Salmo 99
Segunda Lectura: Ap 7, 9.14-17
Evangelio: Jn 10, 27-30


El Buen Pastor

Como cada cuarto domingo de Pascua, hoy hablamos de pastores. Jesús se presenta a sí mismo como pastor, algo que no resultaba extraño en un país donde la ganadería era una de las principales fuentes de subsistencia. Hoy es ocasión para reflexionar sobre qué es la Iglesia y cómo, en ella, todos compartimos una responsabilidad mutua, y también sobre el hecho de que algunos hermanos sean llamados a manifestar al único Pastor y a reunir al rebaño alrededor de él.

La vida es un tiempo que se nos concede para aprender a amar. No tiene otra finalidad. Descubrirnos amados por Dios, descubrir en él la fuente del amor, es la experiencia más valiosa que podamos tener, y esta experiencia constituye el núcleo del anuncio de la Iglesia. Incluso en tiempos difíciles como los que estamos atravesando. ¿Pero existieron o existen alguna vez tiempos "fáciles"?

Hoy queremos escuchar la palabra del Pastor, lo único que nos anima y nos impulsa a confiar en el Padre.

Pastor decidido

Todos pensamos en el pastor que va en busca de la oveja perdida y que la devuelve al redil cargándola sobre sus hombros. Una imagen dulce y conmovedora la que nos ofrece Lucas y que nos revela claramente la experiencia interior del evangelista. Pero el pastor de Juan, del que nos habla el evangelio de hoy, tiene otras características: es fuerte y determinado, y lucha incansablemente para defender el rebaño de los lobos y de los mercenarios. Un pastor que vela, que combate, que está dispuesto a entregar su propia vida por la salvación del rebaño, de una manera muy distinta a como actúan los pastores asalariados.

Jesús nos está diciendo que estamos en sus manos, en manos seguras; que nadie nos arrancará jamás de su abrazo; que solo por él y en él recibimos la vida divina y eterna. Pero para seguirlo es necesario escucharlo y reconocer su voz, es decir, frecuentar su Palabra, meditarla asiduamente, fundamentar la vida en ella. Esa Palabra que se convierte en señal de su presencia y que ilumina cualquier otra señal con la presencia del Resucitado.

Escuchantes

Madurar en la fe significa descubrir en lo más íntimo lo que Jesús dice: nunca, nada, podrá jamás alejarnos de la mano de Dios. Jesús nos sostiene firmemente de la mano. Nos ama como un pastor es capaz de amar, como alguien que sabe adónde llevarnos a pastar en praderas frescas y revitalizantes. No como un pastor al que se paga por horas, sino como el propietario que conoce una a una a sus ovejas. Hemos sido adquiridos a un precio muy alto por el amor de Cristo.

¿Por qué dudar de su presencia? Nada puede separarnos de su mano.

sábado, 3 de mayo de 2025

DOMINGO 3º DE PASCUA (Ciclo C)


Primera Lectura: Hch 5, 27.32-41
Salmo Responsorial: Salmo 29
Segunda Lectura: Ap 5, 11-14
Evangelio: Jn 21, 1-19


¡Cristo ha resucitado! Lo proclamamos con gozo: ¡Aleluya! Y nos unimos con cantos, con vivas, con aplausos…

Pero… ¿y si les dijera que muchos aún siguen en el sepulcro?

Muchos, aunque vivos, caminan como muertos: con el alma endurecida, sin deseos, sin sobresaltos, como si la resurrección no tuviera nada que ver con ellos, como si fuera una fiesta ajena.

 Sí, incluso entre creyentes, hay quienes viven la Pascua solo como una tradición, con resignación, arrastrando dolores, límites, enfermedades… y haciendo de la fe un acto de puro esfuerzo. Creen, sí, pero como a la fuerza. Confiesan que Cristo ha resucitado, pero sienten que esa resurrección no ha sido por ellos.

Y esto, hermanos, le pasó a Pedro. ¡Al mismísimo Pedro! El último de los apóstoles en convertirse realmente al Resucitado.

El delito

Pedro llega a la resurrección con el corazón en un puño. Su historia es bien conocida: Simón, el pescador, llamado a seguir al carpintero de Nazaret. Tres años de seguimiento, de promesas, de meteduras de pata, pero también de esperanza... Jesús le promete a él –precisamente a él– ser la roca, el referente, el guardián de la fe.

Pero Pedro, con su carácter impetuoso y apasionado, no logra contenerse, y llega la catástrofe de la cruz, el derrumbe de todo. En el patio del Sanedrín, Pedro niega conocer al hombre al que juró amar y seguir hasta la muerte. Bastó la pregunta de una criada para desmoronar las frágiles certezas del que sería el príncipe de los apóstoles. Luego vino el arresto, el juicio sumario y la ejecución. Y también Pedro huyó, como todos.

Apenas podemos imaginar la angustia, la desolación, el tormento que sacudió a los apóstoles. Pedro, desgarrado por la muerte del Maestro y por su propia traición, quedó preso de su culpa.