En pleno tiempo de Adviento, la Iglesia nos presenta la fiesta litúrgica de la Inmaculada Concepción de María. No es que se pretenda hacer un paréntesis litúrgico, sino más bien contemplar a uno de los personajes clave de este tiempo de espera y que está en lo más entrañable del camino de nuestra fe: María, la madre de Jesús.
Muy pronto, desde el principio, las iglesias primitivas entendieron que María había desarrollado un papel importante en todo el diseño salvador de Dios y por eso la admiraron siempre con amor, y trataron de imitar sus virtudes. Las pocas referencias a ella que encontramos en los evangelios nos hacen entender que la figura de María y su presencia animaron sin afanes ni protagonismos la espiritualidad de los primeros cristianos. Lo mismo habría que decir de los cristianos de las generaciones posteriores, de los padres de la Iglesia, y de todos los cristianos que la contemplamos a lo largo del tiempo no solo como la madre del Verbo hecho carne, sino como madre de todos los creyentes. Muchos títulos e invocaciones han sido dados a María a lo largo de la historia cristiana. Es obvio que la madre del Salvador hubiera recibido de Dios algunos regalos y algunas gracias, no por justo mérito, sino en virtud del favor y de la gratuidad divina. "Convenía que la Madre de Dios poseyera lo que corresponde a su Hijo, y que fuera honrada como Madre y Esclava de Dios por todas las criaturas" (San Juan Damasceno).
María emerge de las narraciones de Lucas y de los otros evangelistas como una chica de gran equilibrio, con una experiencia de vida que se parece tanto a la nuestra. Por eso es el modelo de cada cristiano.
María del Adviento
En este tiempo de Adviento tenemos la necesidad de despertarnos, porque tenemos el peligro de vivir un poco "dormidos", fuera de la verdadera vida; todos atareados en encontrar espacios para distraernos, olvidando lo esencial. También María, joven creyente, se encontraba en el trajín familiar: el trabajo hogareño de aquel tiempo, las amistades, el tiempo libre... Y es en este contexto ordinario cuando ocurre lo inaudito y extraordinario: a María se le pide convertirse en la puerta de entrada de Dios en el mundo. Una cosa fácil, ¿no? Y si nos hubiera sucedido a nosotros, si Dios nos hubiera dicho: "Oye, necesito que me eches una mano para salvar el mundo", ¿qué le hubiéramos contestado?
María, lo primero que hace es titubear, preguntar y agobiarse: ¿cómo es posible todo esto? Lo primero que hace la Virgen es preguntar. María pide explicaciones. Y pide explicaciones precisamente porque lo que se le anuncia es un misterio que solo puede ser acogido desde la fe. Algunos piensan que la fe requiere renunciar al pensamiento, que exige una obediencia ciega, y no es así. La fe requiere el pensamiento porque la fe es lúcida y supone la inteligencia. No es para tontos y para crédulos, porque no es cierto que Dios prefiere a los imbéciles. Imbéciles son los que así lo creen.
Y el ángel le recuerda a María que no hay que poner obstáculos a Dios, porque él sabe bien lo que hace. Y María cree, confía en el Señor.


