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domingo, 17 de noviembre de 2013

DOMINGO XXXIII DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)

Primera lectura: Mal 3, 19-20
Salmo responsorial: Salmo 97
Segunda lectura: 2 Tes 3, 7-12
Evangelio: Lc 21, 5-19

La finalidad de la Palabra de Dios que acabamos de escuchar no es describir el futuro, sino darnos como creyentes fuerza y coraje para que podamos vivir con autenticidad el seguimiento de Jesús, en medio de las pruebas y dificultades, reconociendo el valor del tiempo presente.
Está claro que las cosas no van bien, lo sabemos de sobra.
Los acontecimientos del mundo nos inquietan, añoramos un poco la bendita ignorancia de los tiempos pasados y el resignado fatalismo de quién, por ejemplo, recibía por correo la noticia de que debía ir a morir en alguna estúpida guerra pensada por algún genio de la política o custodio de un nacionalismo excluyente… pero las cosas quedaban más lejanas (ojos que no ven, corazón que no siente).
Hoy, en cambio, te llegan las noticias inmediatamente por el móvil: la tragedia diaria de los emigrantes en Lampedusa, en Ceuta y Melilla, ahora agravada con los alambres de “concertinas”; la situación en Siria que es una catástrofe; las olvidadas guerras en África que se eternizan, mientras Europa mira para otra parte; la economía que está parada; la mala política que hace huir de su entorno a las personas normales; la tendencia de la gente al pleito y al litigio que es enorme.
La pequeña aldea global ya salpica también la piel de cada ciudadano, todas las calamidades nos llegan al instante: los hermanos filipinos han sido destruidos por la furia del tifón Yolanda; los de Madrid invadidos por la basura, llenar la costa gallega de chapapote no cuesta un duro; una gran mayoría de gente no tiene un trabajo digno de este nombre y quisieran coger un fusil si supieran a quien disparar... La rabia y la indignación, hermanos, es el pan de cada día…
El miércoles pasado, el Papa Francisco decía: ”He recibido con dolor la noticia que hace dos días en Damasco, algunos golpes de mortero han acabado con la vida de niños que volvían de la escuela y con la del conductor del autobús que los transportaba. Otros niños han resultado heridos. ¡Recemos para que no sucedan jamás estas tragedias! Recemos con fuerza. Estos días estamos rezando y uniendo nuestras fuerzas para ayudar a nuestros hermanos y hermanas de Filipinas, afectados por un tifón. ¡Estas son las verdaderas batallas que hay que combatir! ¡Por la vida, nunca por la muerte!”.

domingo, 10 de noviembre de 2013

DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO (CicloC)


Primera lectura:  2 Mac 7, 1 -2. 9-14
Salmo responsorial: Salmo16
Segunda lectura:  2 Tes 2, 16 - 3, 5
Evangelio:  Lc 20, 27-38

El levirato era una norma mosaica difícil de entender desde nuestra sensibilidad contemporánea. El sentido de pertenencia al clan familiar era tan fuerte en Israel, que un cuñado tenía que dar un hijo a la viuda del propio hermano, si éste moría sin dejar descendencia. El hijo nacido de esa unión habría de tomar el nombre del difunto, garantizando así una descendencia a la familia. Esta norma, todavía practicada en entornos ultra ortodoxos en Israel, da a los saduceos la ocasión de poner en dificultad a Jesús.
La ocasión nace de una discusión entre Jesús y los saduceos. (¡Dichosas discusiones en las que, hoy como entonces, se trata de engolar la voz para escuchar el propio ego mientras se habla y se presume de cultura, sin realmente ponerse en juego!)
Los saduceos, a diferencia de los fariseos, representaban el ala aristocrática y conservadora de Israel; consideraban la doctrina de la resurrección de los muertos una inútil añadidura a la doctrina de Moisés, que había crecido lentamente en la reflexión del pueblo y formulada definitivamente sólo en tiempo de la revuelta de los Macabeos, de la que se habla en la primera lectura.
Así, cruzando la teoría no compartida de la resurrección con la costumbre del levirato, le proponen a Jesús un caso paradójico: la famosa historia de la viuda "matamaridos."

domingo, 3 de noviembre de 2013

DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)


Primera lectura: Sab 11,22 - 12,2
Salmo responsorial: Salmo 144
Segunda lectura: 2 Tes 1,11 - 2,2
Evangelio: Lc 19, 1-10

Hoy la Palabra de Dios nos habla de pecado y de perdón. Es difícil hablar del pecado; difícil y embarazoso.

Estamos suspendidos entre dos actitudes fruto de nuestro inconsciente y de nuestra cultura. De una parte provenimos de un pasado que tuvo muy presente, hasta la saciedad, lo qué era pecado. Hasta el punto de que la ley de Dios y la de los hombres se iban mezclando y confundiendo poco a poco, haciendo olvidar lo esencial.
Muchas personas que vivieron toda su vida muy atentas a no pecar obedecieron a una moral común, más que al evangelio, eran pecadores porque era muy fácil serlo en un mundo hipercrítico y controlador. Se dice que tampoco la Iglesia ayudó mucho a hacer crecer a las personas en aquella situación, no lo sé, si fue exactamente así, pero es posible.
¡Hoy, en cambio, vivimos un tiempo en el que parece que se ha abolido el pecado por decreto: la moral común se reduce a la mínima expresión; lo que es justo y lo que no, aunque sea equivocado, lo decide la mayoría; la conciencia, si existe, se tiene que adecuar al entorno, ¡faltaría más! Un tiempo en el que vivimos rodeados de gente severa e intransige con los "otros" –los políticos a la cabeza- pero siempre bastante blandos al valorar nuestras pequeñas coherencias y razones: (¡que le levante la mano quién no ha tenido nunca una excusa lista cuando le han asestado una multa!). La Iglesia últimamente también ha acabado en el punto de mira: es fea, sucia y mala; y todos sus miembros también, a nadie se excluye de ser sospechoso por ser creyente. En fin, un buen avispero. Pero tranquilos que lo hay peor.

viernes, 1 de noviembre de 2013

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS (1 de noviembre)




Primera lectura: Ap 7, 2-4.9-14
Salmo responsorial: Salmo 23
Segunda lectura: 1Jn 3, 1-3
Evangelio: Mt 5, 1-12a
   

Dejemos, hoy, que sea la parte más auténtica de nosotros la que prevalezca, la que crezca, la que tome el mando en nuestras vidas. Y pidamos a los santos, a los que están en el calendario y a los otros muchos que se agolpan en el Reino de Dios, que nos ayuden a creer, a apoyarnos en la esperanza, a enseñarnos a querer como ellos lo han sabido hacer. ¡Que nuestra vida se convierte en transparencia de Jesús, el Señor, el único camino hacia Dios! 

Hoy la Iglesia celebra en una única fiesta la santidad que Dios derrama sobre las personas que confían en él. ¡Una fiesta extraordinaria, que hace crecer en nosotros el deseo de imitar a los santos en su amistad con Dios! 
  ¡Qué bonito convertirse en santo! Ciertamente no por las imágenes y los devotos que encienden cirios a sus pies.... Sino porque llegar a ser santo significa realizar el proyecto que Dios tiene sobre nosotros, significa convertirse en la obra maestra que él ha pensado para nosotros. Dios cree en nosotros y nos ofrece todos los elementos para convertirnos en santos, como él es Santo. Sólo Dios es Santo, pero desea compartir esta santidad con nosotros. ¡La santidad, como diría santa Teresa de Lisieux, no consiste en hacer cosas extraordinarias, sino en hacer extraordinariamente bien las cosas ordinarias!
Hoy es la fiesta de nuestro destino, de nuestra llamada. La Iglesia en camino, hecha de santos y pecadores, nos invita a fijarnos en la verdad profunda de cada persona: tras cada mirada, dentro de cada uno de nosotros, se esconde un santo en potencia. Cada uno de nosotros nace para realizar el sueño de Dios y nuestro puesto es insustituible en este mundo.  
El santo es el que ha descubierto este destino y lo ha realizado; mejor aún: se ha dejado hacer, ha dejado que Dios tome posesión de su vida.