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sábado, 11 de marzo de 2023

DOMINGO 3º DE CUARESMA (Ciclo A)

Primera Lectura: Ex 17,3-7
Salmo Responsorial: Salmo 94
Segunda Lectura: Rom 5, 1-2. 5-8
Evangelio: Jn 4, 5-42


La sed es una necesidad básica para la supervivencia, ya que el cuerpo necesita agua para funcionar correctamente. Beber suficiente agua cada día es esencial para la salud general.

La sed es una sensación que lo invade todo. Lo sabe bien quien tiene agua sólo una vez a la semana en su propia casa, o quién tiene que subir cinco pisos de escaleras para llevar a casa algún litro de agua en botella. Lo sabe bien quien habita en los países cálidos o quién sube a la montaña y necesita mucho líquido para rehidratarse.

La sed lo es todo, no sólo la material, a la que se refiere la falta de agua, el oro del futuro que ciertamente será origen de nuevos conflictos entre los pueblos, sino también la sed del corazón, la que seca la vida, si no encontramos nada que pueda calmarnos la sed de felicidad que llevamos en el corazón.

Que se lo digan, si no, a la Samaritana. Que se lo digan al Señor Jesús.

Bochorno

Jesús tiene sed. Está cansado y se sienta en el brocal del pozo de Jacob, en Sicar, a la hora más caliente del día, en el desierto de Samaría. Tiene sed de agua, pero mucho más tiene sed de la fe de aquella mujer que viene a tomar agua en una hora inaudita, para no ser vista por sus paisanos.

Jesús, el Señor, está cansado. Cansado de buscar al ser humano que lo rehúye. Cansado de buscar a quien calma su sed con agua salada, a quien cree que lo sabe todo, pero que vaga buscando respuestas. A quien muere de sed a pocos metros del manantial claro y límpido.

Está cansado, el Señor. Pero no importa, él espera a aquella mujer, símbolo de Samaría, la tierra que está entre Judea y Galilea, lejana ya de la gloria del Reino del Norte de Israel, arrasada por los asirios en el 722 a. de C. y, desde entonces, convertida en tierra mestiza de muchas religiones. El Señor se aventura en la difícil tierra de los samaritanos, arriesgando la vida, con tal de conseguir la felicidad y la alegría de aquella mujer.

Reacia y con aristas

¿Desde cuándo un hombre judío dirige la palabra a una mujer samaritana? La dureza y la desconfianza de la samaritana se explican por razones históricas y personales: hay odio entre judíos y samaritanos, una larga historia hecha de despechos y de desconfianza; además, una mujer no está autorizada a hablar en público y, finalmente, ella no tiene ganas ya de recibir más atenciones de un hombre.

             La samaritana cree que aquel hombre la está cortejando y tiene toda la razón en pensarlo, porque junto a un pozo Isaac conoció a su Rebeca, y en un pozo Moisés se enamoró de Séfora. Jesús lo sabe e insiste, con delicadeza, proponiendo un diálogo que es una obra maestra de pedagogía.

             Jesús no se desanima... hombre, mujer, judío, samaritano... ¡qué más da! Todos estamos sedientos y sólo él, el vagabundo, asegura tener una fuente de agua viva.

             Jesús no es sólo un hombre judío, es alguien que puede calmarle la sed en profundidad. La mujer, desconfiada, pide luz y la recibe.

             Aquel extranjero se presenta como alguien que esconde un secreto. Queda en el aire una ambigüedad entre el agua del manantial y el agua interior: Jesús llega a decir que en vez del agua estancada él puede dar agua fresca de manantial, más aún, que la mujer puede llegar a ser ella misma un manantial. En fin, que todo parece una locura.

 ¿O será verdad?

Frenada

La mujer deja de ponerse a la defensiva y pide a Jesús el agua que calma la sed. Pero él, bruscamente, cambia de tema y le dice: vuelve con tu marido.

La mujer no tiene marido, vive una vida afectiva fragmentada: ha tenido cinco maridos. En Israel sólo el hombre se podía divorciar, y esta mujer había sido abandonada cuatro veces.

Pero ojo, el Señor no es un moralista; no nos está hablando del divorcio. Él quiere hacer que esta mujer entienda que ha buscado calmar la sed en el agua salada de una afectividad posesiva e ilusoria, de relaciones no auténticas y apresuradas. Como también hacemos nosotros y este estúpido mundo, que piensa que el amor es una mercancía de compraventa, un remedio para las soledades, un atajo.

Si el amor no proviene y lleva a Dios, frecuentemente se convierte en un ídolo que lo reemplaza.

La mujer queda tocada. Aquel hombre la confronta con las causas de su traición y ella quiere escapar hablando de religión: ¿en dónde tenemos que adorar a Dios?

Disquisiciones

¡Cuántas veces sucede que, ante la confrontación con la fe, preferimos discutir de religión! La fe nos unifica y la religión nos enfrenta.

No obstante, Jesús entra en el juego y le responde: No, no es Garizim el lugar dónde adorar Dios. Y quizás tampoco es Jerusalén. Ni siquiera, tal vez, Roma. Dios debe ser adorado en el espíritu y en verdad.

La pregunta de la samaritana es un poco tonta, porque el templo de los samaritanos había sido arrasado un siglo antes por los judíos. Y, en todo caso, ella, una pecadora pública, no hubiera podido poner un pie en el templo, según la ley religiosa.

Pero Jesús le da ánimo: Dios, a pesar de todo, la está buscándola en todas partes. La mujer vacila. ¿Quién es este judío que le promete el regalo de la felicidad, que le ofrece respeto, que le exige autenticidad absoluta?

La respuesta se la da el propio Jesús: “Soy yo, el que habla contigo”. Yahveh = el que soy.

 Jarros

El jarro de agua que llevaba la mujer se queda en tierra, vacío. Su corazón, en cambio, está rebosante.

La pecadora pública, la chica frágil, la mujer fácil, corre ahora hacia las personas de las que antes huía, y su limitación se convierte en una ocasión de anuncio: Me he encontrado con uno que me ha leído la vida, ¿no será el Mesías?

Los samaritanos quedan inquietos: ¿qué está diciendo ésta?

Pero van, y ven.

 ¿Y nosotros?

Nosotros aquí estamos sedientos como la samaritana. Como ella, heridos y desconfiados. Como ella, juzgados por los conformistas, que abundan y florecen como la mala hierba, incluso en la Iglesia.

Si tenemos el valor de dejarnos encontrar por el Señor y bajar nuestras defensas. Si somos honestos, desnudos y despojados de tantas resistencias que impiden que el Señor nos encuentre... Entonces seremos capaces de renacer del agua viva, y seremos capaces de anunciar a todos cuánto nos ama Dios. 

Vayamos nosotros también a su encuentro y veamos que sólo Él tiene el agua viva de la fe, de la felicidad y de la humanidad sin límites, siempre en espíritu y en verdad.

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