La
sed es una sensación que lo invade todo. Lo sabe bien quien tiene agua sólo una
vez a la semana en su propia casa, o quién tiene que subir cinco pisos de
escaleras para llevar a casa algún litro de agua en botella. Lo sabe bien quien
habita en los países cálidos o quién sube a la montaña y necesita mucho líquido
para rehidratarse.
La
sed lo es todo, no sólo la material, a la que se refiere la falta de agua, el
oro del futuro que ciertamente será origen de nuevos conflictos entre los
pueblos, sino también la sed del corazón, la que seca la vida, si no
encontramos nada que pueda calmarnos la sed de felicidad que llevamos en el
corazón.
Que
se lo digan, si no, a la Samaritana. Que se lo digan al Señor Jesús.
Bochorno
Jesús
tiene sed. Está cansado y se sienta en el brocal del pozo de Jacob, en Sicar, a
la hora más caliente del día, en el desierto de Samaría. Tiene sed de agua,
pero mucho más tiene sed de la fe de aquella mujer que viene a tomar agua en una
hora inaudita, para no ser vista por sus paisanos.
Jesús,
el Señor, está cansado. Cansado de buscar al ser humano que lo rehúye. Cansado
de buscar a quien calma su sed con agua salada, a quien cree que lo sabe todo, pero
que vaga buscando respuestas. A quien muere de sed a pocos metros del manantial
claro y límpido.
Está
cansado, el Señor. Pero no importa, él espera a aquella mujer, símbolo de Samaría,
la tierra que está entre Judea y Galilea, lejana ya de la gloria del Reino del
Norte de Israel, arrasada por los asirios en el 722 a. de C. y, desde entonces,
convertida en tierra mestiza de muchas religiones. El Señor se aventura en la
difícil tierra de los samaritanos, arriesgando la vida, con tal de conseguir la
felicidad y la alegría de aquella mujer.
Reacia y con aristas
¿Desde
cuándo un hombre judío dirige la palabra a una mujer samaritana? La dureza y la
desconfianza de la samaritana se explican por razones históricas y personales:
hay odio entre judíos y samaritanos, una larga historia hecha de despechos y de
desconfianza; además, una mujer no está autorizada a hablar en público y, finalmente,
ella no tiene ganas ya de recibir más atenciones de un hombre.
La samaritana cree que aquel hombre
la está cortejando y tiene toda la razón en pensarlo, porque junto a un pozo
Isaac conoció a su Rebeca, y en un pozo Moisés se enamoró de Séfora. Jesús lo sabe e insiste, con delicadeza,
proponiendo un diálogo que es una obra maestra de pedagogía.
Jesús no se desanima... hombre,
mujer, judío, samaritano... ¡qué más da! Todos estamos sedientos y sólo él, el
vagabundo, asegura tener una fuente de agua viva.
Jesús no es sólo un hombre judío,
es alguien que puede calmarle la sed en profundidad. La mujer, desconfiada, pide
luz y la recibe.
Aquel extranjero se presenta como
alguien que esconde un secreto. Queda en el aire una ambigüedad entre el agua
del manantial y el agua interior: Jesús llega a decir que en vez del agua
estancada él puede dar agua fresca de manantial, más aún, que la mujer puede llegar
a ser ella misma un manantial. En fin, que todo parece una locura.
¿O será verdad?
Frenada
La
mujer deja de ponerse a la defensiva y pide a Jesús el agua que calma la sed. Pero
él, bruscamente, cambia de tema y le dice: vuelve con tu marido.
La
mujer no tiene marido, vive una vida afectiva fragmentada: ha tenido cinco
maridos. En Israel sólo el hombre se podía divorciar, y esta mujer había sido
abandonada cuatro veces.
Pero
ojo, el Señor no es un moralista; no nos está hablando del divorcio. Él quiere hacer
que esta mujer entienda que ha buscado calmar la sed en el agua salada de una
afectividad posesiva e ilusoria, de relaciones no auténticas y apresuradas.
Como también hacemos nosotros y este estúpido mundo, que piensa que el amor es una
mercancía de compraventa, un remedio para las soledades, un atajo.
Si
el amor no proviene y lleva a Dios, frecuentemente se convierte en un ídolo que
lo reemplaza.
La
mujer queda tocada. Aquel hombre la confronta con las causas de su traición y
ella quiere escapar hablando de religión: ¿en dónde tenemos que adorar a Dios?
Disquisiciones
¡Cuántas
veces sucede que, ante la confrontación con la fe, preferimos discutir de
religión! La fe nos unifica y la religión nos enfrenta.
No
obstante, Jesús entra en el juego y le responde: No, no es Garizim el lugar
dónde adorar Dios. Y quizás tampoco es Jerusalén. Ni siquiera, tal vez, Roma. Dios
debe ser adorado en el espíritu y en verdad.
La
pregunta de la samaritana es un poco tonta, porque el templo de los samaritanos
había sido arrasado un siglo antes por los judíos. Y, en todo caso, ella, una
pecadora pública, no hubiera podido poner un pie en el templo, según la ley
religiosa.
Pero
Jesús le da ánimo: Dios, a pesar de todo, la está buscándola en todas partes. La
mujer vacila. ¿Quién es este judío que le promete el regalo de la felicidad,
que le ofrece respeto, que le exige autenticidad absoluta?
La
respuesta se la da el propio Jesús: “Soy
yo, el que habla contigo”. Yahveh = el que soy.
Jarros
El
jarro de agua que llevaba la mujer se queda en tierra, vacío. Su corazón, en
cambio, está rebosante.
La
pecadora pública, la chica frágil, la mujer fácil, corre ahora hacia las
personas de las que antes huía, y su limitación se convierte en una ocasión de
anuncio: Me he encontrado con uno que me ha leído la vida, ¿no será el Mesías?
Los
samaritanos quedan inquietos: ¿qué está diciendo ésta?
Pero
van, y ven.
¿Y nosotros?
Nosotros
aquí estamos sedientos como la samaritana. Como ella, heridos y desconfiados.
Como ella, juzgados por los conformistas, que abundan y florecen como la mala
hierba, incluso en la Iglesia.
Si
tenemos el valor de dejarnos encontrar por el Señor y bajar nuestras defensas.
Si somos honestos, desnudos y despojados de tantas resistencias que impiden que
el Señor nos encuentre... Entonces seremos capaces de renacer del agua viva, y
seremos capaces de anunciar a todos cuánto nos ama Dios.
Vayamos
nosotros también a su encuentro y veamos que sólo Él tiene el agua viva de la
fe, de la felicidad y de la humanidad sin límites, siempre en espíritu y en
verdad.
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