Hoy, la Iglesia celebra con gozo la Dedicación de la
Basílica de San Juan de Letrán, la catedral de Roma, madre y cabeza de
todas las iglesias del mundo. No es San Pedro del Vaticano, como muchos creen,
sino este templo el que ostenta el título de omnium urbis et orbis
ecclesiarum mater et caput, es decir, "madre y cabeza de todas las
iglesias de la ciudad y del mundo". Al conmemorar su consagración,
recordamos que Roma no es solo un símbolo de primacía, sino de servicio:
servicio a la verdad, servicio a los pobres, servicio a la unidad de la fe.
Como nos enseñó san Gregorio Magno, Roma es primera entre iguales porque, desde
Pedro, ha sido llamada a ser faro de caridad y custodia del Evangelio.
La Iglesia: más que piedras, comunidad viva
La fiesta de hoy nos invita a reflexionar sobre el sentido
profundo de nuestras iglesias. Cuando escuchamos la palabra iglesia, es
fácil que nuestra mente se dirija a un edificio, a un templo de piedras y
vidrieras, a esos espacios que el arte y la historia han elevado a la categoría
de obras maestras. Y es cierto: las catedrales, con su belleza, son un canto de
gloria a Dios. Pero, hermanos, el templo solo tiene sentido si alberga a la
Iglesia con mayúscula, es decir, a la comunidad de creyentes reunidos por
Cristo.
El cristianismo, a diferencia de otras religiones, desacraliza el espacio: no creemos que Dios habite en edificios ─ o esté encerrado en ellos ─ sino en el corazón de su pueblo. Nuestros templos no son museos, sino lugares de encuentro, donde la Palabra se proclama, el pan se parte y la caridad se vive. El riesgo de convertir nuestras iglesias en meros espacios turísticos o en instituciones frías es real. Por eso, hoy Jesús nos interpela con su gesto profético en el templo de Jerusalén, narrado en el Evangelio de Juan: "No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre" (Jn 2, 16). Con un látigo, expulsa a los mercaderes y vuelca las mesas de los cambistas. ¿Por qué? Porque el templo se había convertido en un negocio, en un lugar donde el culto a Dios se mezclaba con intereses humanos.
Jesús nos desafía a preguntarnos: ¿Qué tipo de religión
vivimos en nuestros templos? ¿Son lugares donde se acoge al pobre, se
escucha al necesitado y se construye comunidad? ¿O son espacios donde cada uno
busca solo su devoción, sin comprometerse con los demás? No consiste solo en ir
a misa o en mantener estructuras, sino en vivir el Evangelio juntos. La Iglesia
no es un "hotel espiritual" donde se ofrecen servicios, sino el
Cuerpo de Cristo, donde cada miembro tiene un don para compartir.
La Basílica de Letrán, como catedral de Roma, nos habla
también de universalidad. La palabra católico significa
"universal", sin fronteras. En esta fiesta, celebramos que nuestra fe
no es un conjunto de ideas aisladas, sino una comunión viva con Pedro y
sus sucesores. Hoy el Papa León que nos preside en el amor. La cátedra del
obispo de Roma —símbolo de su magisterio— nos recuerda que la Iglesia no es una
federación de comunidades independientes, sino un solo Cuerpo, unido en la
verdad y en el amor.
¿Qué nos garantiza que nuestra fe sea auténtica, que no sea
una interpretación personal o caprichosa del Evangelio? La comunión con
Pedro. Él, el pescador de Galilea, llamado a ser "roca", es signo
visible de la unidad que Cristo quiso para su Iglesia. Como nos dice san Pablo
en la segunda lectura: "Nadie puede poner otro cimiento que el ya
puesto: Jesucristo" (1 Cor 3, 11). Sobre esta piedra, Pedro y sus
sucesores custodian el depósito de la fe, para que la Palabra de Dios no se
diluya en modas pasajeras, sino que permanezca viva y fiel a la tradición
apostólica.
Hoy, al mirar a Roma, no lo hacemos con nostalgia por un
pasado glorioso, sino con esperanza. Porque el Espíritu Santo, prometido
por Cristo, sigue guiando a su Iglesia. La catolicidad no es uniformidad, sino unidad
en la diversidad: un coro de voces que, desde cada rincón del mundo,
proclaman el mismo Evangelio.
Queridos hermanos, la dedicación de un templo es siempre una
llamada a dedicarnos nosotros mismos. Que nuestras iglesias no sean solo
edificios bien conservados, sino comunidades ardientes, donde el amor de Dios
se haga visible en la acogida, la misericordia y el servicio. Que no nos
conformemos con ser "practicantes", sino que seamos testigos, como
Pedro, como Pablo, como tantos santos que han dado su vida por el Evangelio.
Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, nos ayude a ser
piedras vivas de ese templo espiritual que es el Pueblo de Dios. Que así sea.


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