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sábado, 25 de noviembre de 2023

SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO (Ciclo A)


 Primera Lectura: Ez 34, 11-12.15-17
Salmo Responsorial: Salmo 22
Segunda Lectura: 1 Cor15, 20-26.28
Evangelio: Mt 25, 31-46

La Iglesia concluye hoy el recorrido del año litúrgico y lo hace con una fiesta y un evangelio intenso, de no fácil comprensión a las inmediatas: la Solemnidad de Cristo, Rey del universo.

No es que la Iglesia tenga nostalgias monárquicas y tampoco tenemos por qué fijarnos en los poderosos de esta tierra para tomar ejemplo de ellos, frecuentemente tan poco ejemplares. La imagen de la realeza, que quizá tengamos que modernizar un poco, quiere comunicar al mundo una fuerte profesión de fe: Jesús, el carpintero de Nazareth, aquel judío marginal que vivió hace dos mil años y que anda perdido entre los meandros confusos de la historia, es el Señor del universo, es el que tiene la última Palabra, el que da la medida y el sentido de cada experiencia humana, el que desvela para siempre el misterio de Dios, escondido por los siglos.

Muy contrariamente a lo que pudiera parecer viendo nuestro mundo, los acontecimientos y vicisitudes humanas no nos están precipitando en un abismo de violencia y de caos, sino en los brazos de Dios. Hace falta mucha fe para hacer semejante afirmación, os lo aseguro, sobre todo después de dos mil años de cristianismo en los que las cosas no parece que hayan ido cambiando a mejor, sino que la guerra, el odio y el rencor parece que toman carta de ciudadanía en nuestro mundo.

Decir que Cristo es el “soberano” de mi vida, significa reconocer que sólo en él tiene sentido nuestro camino de vida y de fe. Y es bonito, al final del año litúrgico, remachar juntos y con fuerza esta convicción de nuestra fe.

Pero hay peros….

Realeza

Leyendo el texto con que Mateo concluye su evangelio, quedamos desconcertados y un poco helados. El clima es oscuro, la visión de este juez implacable como algunos pintores lo han reproducido, el poderoso Cristo de Miguel Ángel de la capilla Sixtina, por ejemplo, da miedo. ¿Qué tiene que ver esta página que hemos escuchado con el resto del evangelio? ¿Se ha equivocado Mateo? ¿O nos hemos equivocado nosotros cuándo seguimos profesando el rostro de un Dios compasivo y misericordioso?

Los pastores, al caer de la tarde, separaban las ovejas de las cabras. Las cabras, sin el “abrigo de lana” suministrado por la madre naturaleza, padecían el frío procedente del desierto y debían ser alojadas en un sitio más caliente, como un establo o debajo una roca. Esta imagen es la que está en el trasfondo de la narración que hace Jesús; no se trata de una expulsión a no se sabe dónde. Se trata, sencillamente, de una separación de lo que supone protección y atención de los sujetos más débiles. El pastor va a acoger a las ovejas que lo han reconocido en el rostro del pobre, del débil, del perseguido.

Aunque también encontramos trazas de ello en otras culturas, era una regla común en el mundo hebreo valorar los gestos de compasión hacia los débiles. Pero son dos las novedades aportadas por el evangelio de Mateo: una, Jesús dice que es a él mismo a quien curamos en el pobre, identificándose así con toda persona derrotada. Y otra, que el discípulo no reconoce esta identificación, hasta el punto de quedar asombrado por haber socorrido Dios en el pobre, sin saberlo.

El mensaje que Mateo nos dirige está bastante claro: el verdadero encuentro con Dios nos cambia el modo de ver a los otros, y nos hace ser capaces de encontrarlo en el rostro desfigurado del pobre.

Jesús no habla de “buenos” pobres o de presos víctimas de un error judicial. También en el pobre que ha despilfarrado todo por su culpa, o en el homicida cargado de delitos, podemos reconocer un fragmento de la chispa de Dios.

Repetición

Al final de la parábola, Jesús repite la misma idea otra vez, pero esta vez en negativo, siguiendo la costumbre de los rabinos que siempre remachaban su enseñanza, una vez en positivo y otra en negativo. Para cargar las tintas, Jesús concluye que quien no reconozca al Señor en los pobres y débiles, arderá en el fuego de la Gehena.

La Gehena era uno de los valles que circundaba Jerusalén, y que jamás estuvo poblado porque, según la historia, los jebuseos practicaban allí sacrificios humanos antes de que la ciudad fuera conquistada por el rey David. Además, en tiempo de Jesús, en el valle de la Gehena era donde se quemaban las basuras.

Así que lo que nos dice el texto es que, si no sabemos reconocer el rostro de Dios en el hermano, somos pura basura para quemar.

Luego…

… Al fin de los tiempos, delante de Cristo en majestad, ¿qué sucederá?

Está claramente escrito, leámoslo bien. Leamos el evangelio y dejemos de lado la libreta en la que señalamos concienzudamente las horas de oración, las misas y las confesiones soportadas con cristiana resignación, y las eventuales justificaciones preparadas a lo largo de la vida para exponerlas en el caso de que Dios fuera más exigente de lo que nos cuentan.

El Señor nos va a preguntar sólo si lo hemos reconocido en el pobre, en los débiles, en los hambrientos, en el que está solo, en los ancianos abandonados, en el pariente incómodo o en el contrincante político.

Sí, habéis entendido bien. El juicio será sobre lo que hayamos hecho. Y, sobre todo, sobre la actitud, sobre el corazón con que lo hayamos hecho.

Hermanos: la fe es algo concreto, no son palabras; la oración contagia la vida, la cambia, no la anestesia; la celebración eucarística continua en la ciudad y en las calles, no se acaba en el templo.

Es verdad que la oración, la eucaristía, la confesión, son instrumentos de comunión con Cristo y entre nosotros para hacer que nuestra vida sea el lugar de la fe. Pero la fe no nos puede alejar de la vida.

Nuestra vida se está poniendo en tela de juicio ahora mismo. No hay que esperar a ningún juicio lejano. Ahora mismo nos estamos acercando o alejando de los que sufren. Ahora mismo nos estamos acercando o alejando de Cristo. Ahora estamos decidiendo nuestra vida. En el trabajo, en la facultad, en casa trajinando, es donde me salvaré. Me salvaré si sé llevar la fe desde dentro afuera, de lo lejano a lo más cercano, y reconocer el rostro de Cristo adorándolo en el rostro del hermano que me encuentro en cualquier situación de cada día.

La majestad de Cristo Rey, hoy, se manifiesta en nuestros gestos.

Cristo Jesús es Señor si sabemos amar siempre más a los hermanos, si llegamos a ser transparencia de la misericordia de Dios y testigos creíbles de su compasión. Que el Señor nos lo conceda.

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