Una vez más
los profetas
Después del nacimiento de Juan Bautista, la
Palabra de Dios nos invita una vez más a reconocer a los profetas.
Como Ezequiel, en la primera lectura, que se
encuentra en el destierro de Babilonia, junto con la mayoría de los cabezas de
familia de Jerusalén, ciudad arrasada por la ferocidad de Nabucodonosor.
Y su palabra descoloca, porque anima a la gente a
no ilusionarse: ya que no habrá ninguna vuelta a la amada patria, será mejor
gozar de lo poco que se tiene. En vez de volverse al pasado y añorarlo, dice
Ezequiel, hay que mirar adelante y luchar, vivir el presente tal como es, sobre
todo sin miedo.
Esto vale para nuestras comunidades desorientadas
y cansadas; dejemos de mirar atrás y de lamentarnos, porque éste es el tiempo y
el lugar en el que Dios nos ha puesto para que florezcamos y demos fruto.
¿Si Ezequiel fue capaz de profetizar en el destierro,
por qué no podemos hacerlo nosotros también en nuestra casa y en nuestro país?
Asombro
Todo el evangelio de hoy está lleno de asombros. El
asombro de la gente de Nazaret que ve a Jesús convertido en un joven profeta, a
partir de la experiencia en Cafarnaúm, la ciudad sobre el lago; el asombro de
Jesús al darse cuenta de la incredulidad de la gente.
Un asombro negativo, un dolor compartido, una
incomprensión, que se plasma precisamente en la tierra del nazareno, justo
entre los compañeros de juegos de Jesús. Precisamente, es en la sinagoga de Cafarnaúm
donde deciden matarlo, y es en la sinagoga de Nazaret donde crece la tensión.
Pero en ese momento, no son los sacerdotes y los
escribas los que más se enfrentan a él. No, ahora es la gente pobre, el pueblo
llano. Si aquellos estaban molestos por la libertad que Jesús se tomaba en
interpretar las reglas, el pueblo estaba descolocado por la poca solemnidad de
su conciudadano. Algunos, entre la muchedumbre divertida que lo escucha, tal
vez habrían comprado una sólida mesa de cedro en su tienda de carpintero.
¿Qué pretende hacer ahora el hijo de María, uno
que, sin haber estudiado en una escuela rabínica de Jerusalén, y proviniendo de
una familia honesta, sí, pero pobre, se le ha metido en la cabeza hacer de profeta?
Incomprensión
También nosotros, a menudo, nos escandalizamos por el hecho de que la Palabra de Dios, la Palabra de salvación, que convierte y regenera, sea confiada a las frágiles manos de unos discípulos como nosotros.
Por eso quiero hablaros hoy de la fragilidad. De
la fragilidad de las personas de fe, y la de los nuevos profetas que son las
personas de Iglesia. Una fragilidad real, documentada, una infidelidad
demasiado evidente a lo largo de la historia, y que todos conocemos. A veces
-es verdad- más por estereotipos que por un conocimiento objetivo y documentado.
De la fragilidad y de los errores cometidos por Papas, Obispos, o por simples
cristianos.
El razonamiento es simple y contundente: las
personas de fe, a menudo, no dan mucho testimonio de coherencia en su vida, ni en
la oración, ni en la tolerancia, ni en la vida evangélica. Por tanto, se
concluye con ligereza que el evangelio es un montaje, y el que hable de ello es
un presuntuoso con mala fe o, en el mejor de los casos, simplemente un moralista.
El razonamiento es cabal, especialmente en estos tiempos
en que se exige a los demás una íntegra rectitud moral, excepto – eso sí - cuando
uno se justifica a sí mismo ante los múltiples apaños y pequeñas corrupciones o
robos de cada día.
La gente no acogía a Jesús porque era demasiado conocido
por todos, era demasiado normal, no tenía esa aura de ascetismo que, según
ellos, debería caracterizar a los hombres religiosos. Es decir, y digámoslo
claramente, ¡Jesús era poco “religioso” para pretender hablar de Dios!
Es lo que pasa hoy entre nosotros. No hay nada más
difícil que hablar de Jesús a los cristianos, aquí en occidente. Ya todos se lo
saben todo, el cura habla de Dios porque es su oficio, el Evangelio se da por
supuesto y, por tanto, también se da, desgraciadamente, por abandonado.
Los cristianos, según Jesús
Los cristianos no somos perfectos, tal vez tampoco
seamos mejores que los otros, ni tan coherentes. Pero esto no basta para
bloquear la Palabra de Dios, no basta para detener y dejar a Cristo de lado, ni
para rebelarse contra el contagioso anuncio de la Palabra de Dios.
En el evangelio, los apóstoles, tan lejanos de
nuestro modelo aséptico e idealista de “hombres de fe”, viven la pesadez de su
vida con realismo e, incluso trágicamente. Pero Jesús los ha elegido como son,
para que así sepan comprender las miserias de los demás, aceptando, ante todo,
las propias.
La Iglesia no es la comunidad de los perfectos, de
los justos, de los puros, sino de los reconciliados, de los hijos bien amados
por Dios.
Nos cuesta aceptar esto, amenazamos incluso con querer
corregir al Evangelio porque nosotros, en el fondo, en el fondo, creemos que
somos un poco mejores que esa gente a la que criticamos.
Pero el sueño de Dios es muy otro: es una
comunidad de personas que se acogen mutuamente por lo que son, que tienen el valor
de reconocer su propia limitación, y que no tienen necesidad de humillar al
otro para sentirse mejores.
Rechazo
Jesús es rechazado, y con él son rechazados el Evangelio
y la presencia de Dios: este mesías es demasiado humano, demasiado insignificante
su vida, demasiado pobre, demasiado frágil.
A veces también nosotros estamos muy atentos en subrayar
la incoherencia de los discípulos que no acogen -que no acogemos- el evangelio;
tan escandalizados por los presuntos defectos de los demás que no queremos entrar
en otro nivel de autenticidad, y ver que lo esencial no es la coherencia a toda
costa, sino la misericordia.
Así Israel, en su espléndida y luminosa historia,
nos habla de estos hombres de Dios: los profetas. Personas capaces de leer el
presente, no de adivinar el futuro, y capaces de encontrar a Dios en la
realidad de cada día. Pero la suerte de los profetas, así lo experimenta el
mismo Jesús, es la de ser ignorados en vida y celebrados después de muertos.
Gracias a Dios, todavía alrededor de nosotros hay hombres
y mujeres que profetizan, que leen la realidad, que nos convocan a lo esencial,
que levantan su voz en el desierto mediático que nos circunda.
¡Escuchemos a los profetas cuando están vivos, no después de muertos!
Reconozcamos a los profetas, convirtámonos nosotros
en profetas, dejemos que la Palabra nos ayude a leer en profundidad estos
tiempos, y contemos lo que vayamos descubriendo, que no será otra cosa que el
evangelio de Jesucristo. Y eso, a pesar de nosotros y a través de nuestra
fragilidad.
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