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sábado, 20 de septiembre de 2025

DOMINGO 25º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)


Primera Lectura: Am 8, 4-7
Salmo Responsorial: Salmo 112
Segunda Lectura: 1 Tim 2, 1-8
Evangelio: Lc 16, 1-13


La semana pasada reflexionábamos sobre cómo el encuentro con el Dios de Jesús transforma nuestra vida. Cuando nos acercamos a Él, descubrimos que formamos parte de su inmenso proyecto de amor para la humanidad. Todo adquiere un nuevo sentido: las prioridades cambian, las opciones se iluminan y la vida se llena de un propósito más profundo. Conocer a Dios, al Dios de Jesús, es dejar que Él reordene nuestro corazón y nos guíe hacia lo esencial.

Hoy, sin embargo, nos enfrentamos a una realidad que parece alejarse de este proyecto divino. Vivimos en un mundo inquieto, a la deriva, donde el mensaje evangélico se diluye entre las voces efímeras de nuestro tiempo. Se olvida lo esencial, transmitido por generaciones, y se cede a una lógica de corto alcance, superficial y oportunista. Lo más doloroso es ver cómo se desmorona el sentido de pertenencia y solidaridad que nuestro pueblo heredó del cristianismo. Una economía indiferente a la ética, sedienta de lucro, está destruyendo sueños, valores y, sobre todo, la dignidad de millones de personas que caen en el desencanto y el sinsentido.

La Palabra de Dios nos ilumina

Ante esta realidad, quienes nos sentimos atraídos por el Señor Jesús y fascinados por su Evangelio, llevamos una pregunta clavada en el corazón: ¿Cómo cambiar la suerte del mundo? ¿Cómo encauzar una economía que pisotea la dignidad humana? ¿Cómo evitar que el capitalismo, en su forma más despiadada, dicte el destino de las personas?

En otros tiempos, los discípulos del Resucitado respondieron con obras concretas: comunidades solidarias, hospitales, obras de caridad. Había claridad: un empresario cristiano actuaba primero como cristiano y luego como empresario. Pero hoy es al revés y todo es más complejo. La nueva economía, la globalización, los mercados y un sistema basado en el beneficio a cualquier precio dominan la política, las guerras y un futuro incierto. ¿Qué podemos hacer nosotros, ciudadanos del mundo y discípulos de Cristo?

Pistas desde el Evangelio

El Evangelio de hoy nos ofrece algunas claves. En primer lugar, nos recuerda que la riqueza y el poder no son cuestiones de cantidad, sino de actitud. No se trata de cuánto tenemos, sino de cómo lo vivimos en el corazón. Aunque no seamos parte de los "grandes" del mundo, incluso con pocos bienes podemos caer en el apego de la riqueza que nos aleja del Reino de Dios.

El profeta Amós, en la primera lectura, denuncia con amargura la corrupción de su tiempo: un poder que oprime al pobre mientras se cubren las apariencias con prácticas religiosas. ¡Cuánto se parece esto a nuestro mundo! Ante la lógica perversa del capitalismo, donde el más fuerte triunfa, nuestra conciencia cristiana debe reaccionar. No basta con limosnas piadosas; es necesario afrontar la realidad con honestidad y proponer una economía que ponga a la persona en el centro, no al capital.

¿Eres estudioso de la economía o trabajas en el ámbito empresarial? Reflexiona: ¿cómo puedes integrar los principios cristianos en tu campo de estudio? Trabajas en otros campos: ¿vives la equidad y la justicia en tu actividad? ¿O estás encerrado en tus propios intereses? Conocer la realidad es el primer paso para compartir. ¿Sabías que en el Congo un trabajador gana apenas 90 euros al mes, o que en Pakistán casi el 50% de los niños son explotados en trabajos pesados para abaratar la producción? La información nos abre los ojos y nos invita a la solidaridad.

San Pablo, en la segunda lectura, nos exhorta a vivir una fe que no se limite a lo sagrado, sino que sea contagiosa, iluminadora y transformadora. Una fe que no construye un mundo nuevo no sirve para el Reino de Dios.

 El administrador astuto

En el Evangelio, Jesús alaba la sagacidad del administrador, no su deshonestidad. Este hombre, al reducir las deudas de los deudores, renuncia a su propio beneficio futuro para granjearse amistades. Jesús nos invita a invertir en relaciones, a renunciar a algo de lo nuestro para encontrarnos con los demás. "¡Ojalá pusiéramos en las cosas de Dios la misma inteligencia, tiempo y entusiasmo que ponemos en nuestros asuntos!", nos dice el Señor.

La astucia del administrador contrasta con la debilidad de nuestras comunidades, a veces encorsetadas en devociones y moralismos, sin la osadía de la conversión y el diálogo. Como discípulos de Cristo, estamos llamados a vivir en paz y justicia, libres de la ansiedad del dinero y de la avaricia. Sabemos lo que valemos y el valor de los demás, y buscamos lo esencial: honestidad en el trabajo, solidaridad y un estilo de vida conforme al Evangelio.

 ¿A quién servimos?

El Papa Francisco nos advertía en una de sus homilías en Santa Marta: "No se puede servir a Dios y al dinero; o uno u otro". Cuando el dinero se convierte en ídolo, pecamos contra el primer mandamiento. Los Padres de la Iglesia lo llamaban "el estiércol del diablo", porque nos hace idólatras, enferma nuestra mente con orgullo y nos aleja de la fe.

Hoy, la riqueza globalizada exige víctimas y deshumaniza. Todo se organiza en torno a la productividad, el consumo y el poder. Si no frenamos esta lógica, pondremos en peligro al ser humano y al planeta. Pero Jesús no es un moralista: nos advierte que el dinero es peligroso porque promete lo que no puede cumplir. Los discípulos, hijos de la luz, debemos usarlo sin convertirnos en sus esclavos.

Una invitación a la esperanza

Termino uniéndome a san Pablo: oremos con fe, levantemos las manos al cielo sin contiendas, pidamos el don de la paz para nuestra tierra y vivamos con piedad y dignidad. Que esta crisis global nos haga más humanos y más cristianos. Que el Señor nos conceda la sabiduría para ser luz en medio de las tinieblas y construir, con nuestra vida, un mundo más justo y fraterno. Que así sea.


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