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viernes, 31 de octubre de 2025

CONMEMORACIÓN DE LOS FIELES DIFUNTOS (2 de noviembre)


Primera Lectura: Is. 25,6-10
Salmo Responsorial: Salmo22
Segunda Lectura: 1Tes 4,12-17
Evangelio: Lc  24, 13-35

En el año 998, el abad Odilón de Cluny estableció que todos los monasterios bajo su jurisdicción celebraran, el 2 de noviembre, la memoria de los difuntos. Más tarde, en el siglo XIV, la liturgia romana adoptó esta celebración el día siguiente a la fiesta de Todos los Santos, subrayando así su continuidad y ofreciendo una clave para interpretar el misterio de la muerte. La alegría de los santos nos ayuda a comprender este misterio y a acoger la buena noticia que Dios nos ofrece incluso en el momento más crucial de nuestra existencia terrenal.

 ¿Qué hacer ante la muerte?

El 2 de noviembre evoca imágenes tradicionales: cementerios llenos de gente, tumbas limpias y adornadas con flores, encuentros silenciosos entre familiares y amigos, y un ambiente de recogimiento. Sin embargo, esta tradición se desvanece con el tiempo, lo que nos invita a enfrentarnos al misterio de la muerte sin intermediarios. Para muchos, especialmente para los jóvenes, estos rituales pueden parecer lejanos o incluso incómodos, como gestos cargados de dolor para quienes han perdido a un ser querido o se enfrentan a la soledad tras una vida de hábitos compartidos.

Hoy, no sabemos muy bien cómo abordar la muerte. A menudo, la ignoramos, evitamos hablar de ella y tratamos de olvidarla lo antes posible. Cumplimos con los trámites necesarios, ya sean religiosos o civiles, y volvemos a nuestra rutina, como si nada hubiera pasado.

Pero la muerte, tarde o temprano, llama a nuestra puerta y nos arrebata a quienes más amamos. ¿Cómo reaccionar ante la pérdida de una madre? ¿Qué actitud tomar cuando un esposo nos dice adiós para siempre? ¿Cómo llenar el vacío que dejan los amigos del alma? ¿Y cómo consolar a unos padres que pierden a un hijo?

Este día nos obliga a reflexionar, pero cada vez más se ve amenazado por la lógica del olvido y el "mejor no pensar", que domina en una sociedad que huye del sufrimiento. Vivimos en una época contradictoria: por un lado, consumimos noticias de violencia y tragedias frente al televisor, y por otro, importamos tradiciones como Halloween, que banaliza la muerte con risas y disfraces, evitando así enfrentarnos a su realidad.

 La Buena Noticia

Quienes han experimentado la pérdida de un ser querido saben que la muerte no puede tomarse a la ligera. La respuesta que demos a este misterio definirá el sentido de nuestra vida. Una actitud madura ante la muerte —ni deprimente ni mágica— marcará nuestra búsqueda más profunda del significado de la existencia.

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS (1 de noviembre)


Primera lectura: Ap 7,2-4.9-14
Salmo responsorial: Salmo 23
Segunda lectura: 1Jn 3,1-3
Evangelio: Mt 5, 1-12a

Hoy la Iglesia celebra en una sola fiesta la santidad que Dios derrama sobre todos los que confían en Él. Es una fiesta luminosa, que nos anima a mirar hacia lo alto y a desear con más fuerza parecernos a los santos, esos amigos de Dios que nos muestran que vivir según el Evangelio es posible.

“¡Qué hermoso es ser santo!” No lo decimos solo por las imágenes que veneramos en los templos ni por las velas que encendemos ante ellas, sino porque ser santo es cumplir el sueño de Dios sobre nosotros. Es llegar a ser la obra maestra que Él pensó desde el principio para cada uno. Dios cree en nosotros, nos sostiene y nos ofrece todo lo necesario para alcanzar esa plenitud.

Hoy celebramos, en el fondo, nuestra propia vocación y destino. La Iglesia, santa y pecadora a la vez, nos invita a mirar más allá de las apariencias: en el corazón de cada persona hay un santo en germen. Todos nacemos para realizar el sueño de Dios, y cada uno tiene un lugar y una misión insustituibles en este mundo.

Ser santo no es obra del esfuerzo personal, sino de la gracia que se deja actuar. El santo no es quien se impone metas heroicas, sino quien permite que Dios transforme su vida.

La santidad: don de Dios

La santidad que celebramos hoy no es principalmente nuestra, sino la de Dios. Y al acercarnos a Él, nos dejamos contagiar de su luz, de su amor y de su paz. Él, que es el Santo por excelencia, desea comunicarnos su propia vida.

El Papa Francisco nos recuerda que “la santidad no es algo que conseguimos por nuestras fuerzas o capacidades”. Es un don. “Es el regalo que Jesús nos hace cuando nos toma consigo, nos reviste de sí mismo y nos hace semejantes a Él”. Por eso, añade el Papa, la santidad no es un privilegio de unos pocos elegidos: es una vocación universal, ofrecida a todos. No consiste en hacer cosas extraordinarias, sino en hacer extraordinariamente bien las cosas ordinarias, como decía santa Teresa del Niño Jesús.

sábado, 25 de octubre de 2025

DOMINGO 30º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)


Primera lectura: Eclo 35,12-14.16-18
Salmo responsorial: Salmo 33
Segunda lectura: 2 Tim 4, 6-8.16-18
Evangelio: Lc 18, 9-14
 

Mantener viva la fe en estos tiempos frágiles no es fácil. Exige constancia, lucidez y una determinación profunda. Los ritmos acelerados de la vida, las mil exigencias que nos dispersan y ese cansancio sutil que se nos mete dentro sin darnos cuenta, acaban apagando la mirada evangélica.

Un cristiano adulto, con familia y trabajo, apenas logra —si tiene suerte— un poco de respiro para la Misa dominical. Y eso, cuando puede. Pero si no encontramos cada día, aunque sea unos minutos, un espacio de silencio, de oración, de encuentro interior con Dios, la fe se va diluyendo, se nos escapa como el agua entre los dedos.

 El fariseo y los estorbos del corazón

Hoy el evangelio nos habla del fariseo y del publicano recaudador.

Los fariseos eran gente devota, celosa de la ley, empeñada en mantener viva la fidelidad de Israel a Dios. Cumplían con todo, hasta en lo más pequeño: el diezmo de las hierbas y las especias. Su lista de méritos es impecable.

¿Dónde está entonces el problema? Jesús lo deja claro: el fariseo está tan lleno de sí mismo, tan convencido de su bondad, que en su corazón ya no cabe Dios. Está lleno… pero de su ego espiritual. No hay hueco para la gracia.

Y lo peor: en lugar de mirarse en el proyecto de Dios, se compara con los demás. Necesita tener enfrente a alguien peor —ese publicano del fondo— para sentirse justo. Es el gran error religioso: poner la mirada en el otro para juzgarlo, y no en Dios para dejarnos transformar por Él.

El Señor no pide prácticas impecables, sino corazones disponibles. Pero con la cabeza llena de preocupaciones y el alma atestada de ruidos y deseos, ¿cómo podrá Dios entrar en nosotros? A veces, después de un retiro o una experiencia intensa, sentimos su presencia… pero al volver a casa, el ruido del mundo vuelve a ocuparlo todo. Y Dios queda fuera.

No es sólo orgullo farisaico; es también el peso de una vida que no se deja liberar, que gira en su propio vacío sin abrirse al Misterio.

Lecciones del publicano

El publicano, en cambio, nos enseña un camino a seguir. Su vida está llena de sombras: dinero ganado de forma injusta, desprecio de sus compatriotas, incluso corrupción, conciencia de haber fracasado. Todo eso ha dejado en él un gran vacío. Pero ese vacío lo entrega a Dios. No se justifica, no presume, no compite. Simplemente se confía. Y ese acto humilde lo salva.