El domingo pasado escuchábamos a Jesús invitarnos a entrar por la puerta estrecha. Hoy, con las imágenes del Evangelio, se nos explica mejor en qué consiste esa puerta: en actitudes concretas de humildad y de verdad, frente a la tentación siempre actual de la apariencia y del orgullo.
No es sencillo mantener la coherencia entre lo que creemos y lo que vivimos. La fe no es simplemente cumplir normas; pero es evidente que, si de verdad hemos encontrado a Cristo, nuestra vida cambia: se orienta hacia lo bueno y lo verdadero, y poco a poco se va transformando. Lo mismo que sucede cuando una persona se enamora: sus gestos, su manera de hablar, su mirada, todo se nota.
También nosotros estamos llamados a vivir como personas salvadas, dejando que el Evangelio purifique nuestro corazón y nuestras actitudes, más allá de simples códigos morales.
Jesús y las apariencias
El Evangelio nos muestra a Jesús observando cómo algunos buscan los primeros puestos en la mesa. Ridiculiza la actitud de los que aparentan grandeza sólo por tener un cargo o un lugar visible. No critica la responsabilidad social en sí, sino el orgullo de quien confunde el servicio con la apariencia, y la dignidad con el poder.
Nuestra sociedad conoce muy bien esa tentación. Vivimos rodeados de ansias de notoriedad: el deseo de “salir en la tele”, de tener seguidores en las redes, de ser reconocidos aunque sea con cosas superficiales. Nuestros jóvenes, y también los adultos, sienten a veces un miedo enorme a pasar desapercibidos. Y tantas veces esa búsqueda de visibilidad acaba vaciando a las personas, convirtiéndolas en copias unas de otras, esclavas del juicio ajeno.
Detrás de todo esto hay una tragedia: se piensa que uno sólo existe si aparece, que sólo vale lo que se ve, que lo demás no cuenta. Pero, hermanos, mientras el mundo juzga y condena con dureza, Dios perdona y levanta siempre.
El mensaje de Jesús
Frente a todo eso, la palabra de Jesús es clara: no necesitas aparentar. Tú vales a los ojos de Dios tal como eres. Tu dignidad no depende de un aplauso ni de una imagen pública, sino del amor de Dios que te ha creado y te sostiene.