Primera Lectura: Hch 8, 5 -8. 14-17
Vivimos
tiempos difíciles, es inútil negarlo. Difíciles humanamente, difíciles
cristianamente. El futuro es denso con nubes oscuras, más aún si cabe en estos
tiempos de guerra e inestabilidad, y el riesgo de ver siempre y sólo lo negativo
amenaza también con contagiar a los cristianos más virtuosos.
No
sé a vosotros, pero a mí el clima de contraposición feroz de ideas y de
posicionamientos me produce un intenso malestar. Si uno es de aquí o de allá,
de derechas o de izquierdas, creyentes o ateos, de un equipo o de otro. Y si
uno no se encuentra en ninguna de esas clasificaciones, ¿qué hace? Porque hay
muchos cristianos que se encuentran “en tierra de nadie”.
Las
noticias aumentan el malestar, para nosotros católicos, cuando leemos
comportamientos incomprensibles por parte de quienes deberían conducir el
rebaño y que, en cambio, lo oprimen con violencia y abusos. Sin embargo, aquí
estamos todavía meditando un evangelio pascual de resurrección, de confianza,
de alegría y conversión.
Un
evangelio que nos indica un camino difícil, pero posible, para preservar la
esperanza, para prestar atención al conjunto de la selva que nos rodea, sin
atemorizarnos por el ruido de un árbol que cae.
Socorro
Jesús
es patente y manifiesto, sin embargo, el mundo no lo ve presente y habla de él como
de un gran personaje del pasado, como de un simpático profeta que acabó mal,
como les ocurre a muchos profetas; pero los que son discípulos siguen viéndolo,
lo reconocen, lo anuncian, lo escuchan, le piden y se relacionan con Él.
El
primer regalo que Jesús promete a los discípulos atemorizados es el Paráclito,
es decir el defensor, el socorrista, el ayudante, el mediador, el valedor, que
nos ayuda a recordar las palabras del Maestro, que nos ayuda a ver las cosas de
una manera nueva y completa.
Necesitamos
de él urgentemente. Necesitamos que nos ayude a leer, a la luz de la fe, tanto
la gran historia como nuestra historia personal. Entonces, las cosas que
ocurren adquirirán una luz diferente, con un horizonte de referencia más amplio,
con una perspectiva completa de la salvación que Dios realiza en la humanidad
inquieta.
El socorro que Dios nos envía está en función de nuestra misión: los discípulos que “ven” a Jesús, que perciben su presencia viva, son invitados a anunciar el nuevo modo de vivir que Dios realiza a través de la comunidad de los salvados, que es la Iglesia.
Felipe
Si
esto verdaderamente es así, la dificultad se va a convertir en una extraordinaria
oportunidad, en una ocasión de anuncio, en una razón de conversión.
De
esto sabe algo Felipe que, a causa de la persecución que se desencadenó contra
la primitiva comunidad cristiana, tuvo que huir hasta Samaria, la tierra
abandonada, la tierra herética, la novia infiel a la que el propio Jesús intentó
seducir y reconquistar en el encuentro con la Samaritana. Para Felipe, aquella fuga
llegó a ser el lugar para el anuncio y la conversión de nuevos discípulos.
Si
la Iglesia en occidente, en la actual compleja situación histórica, dejara de quejarse,
y recomenzara sencillamente a construir la Iglesia, es decir a anunciar la
alegría de Jesucristo, la “alegría del evangelio”, simplificando el propio
lenguaje, limando sus propias incoherencias, aligerando sus elefantiásicas estructuras,
quizás pudiera llegar a tener la misma experiencia que hizo Felipe.
Es
lo que está haciendo el Papa Francisco no sin grandes dificultades. Con gestos
y palabras está siendo una llamada al encuentro con Dios en el amor, la
alegría, la ternura, el respeto y la acogida… y así, tantos alejados están
comenzando el camino de vuelta. “Yo no creo, pero con este Papa dan ganas de
creer”, decía un taxista al que un amigo mío llamó “el taxista de Emaús”. Si
cada uno de nosotros viviésemos en esta onda de Francisco, ¿no seríamos más atractivos
anunciadores de la alegría de Jesucristo? ¿O es que preferimos encerrarnos en
estériles lamentos de un pasado sin futuro?
Se
trata, en definitiva, de permanecer fieles a toda costa al mandamiento del amor
que Jesús nos entregó. Sólo el mandamiento del amor, en estos tiempos, será capaz
de perforar la espesa coraza anticristiana, por una parte, y neo-clerical, por
otra, que habita nuestra fingida sociedad cristiana en el mundo occidental.
Dar razón…
Se
trata de vivir en el amor, de no desanimarse y de profundizar en la fe, como sugiere
Pedro. Nuestro cristianismo occidental oscila entre dos excesos igualmente
peligrosos: el regreso a un ambiente de cerrazón y contraposición con el mundo,
levantando inútiles barreras respecto a los otros, y el riesgo de ceder a un
cristianismo emotivo y populista, que sigue las apariencias y olvida el
depósito de la fe. Frente a la cerrazón y al misticismo simplificado y
supersticioso, el Papa Benedicto proponía, como propuso la Iglesia desde
siempre, una alianza entre inteligencia y fe, entre conocimiento y
espiritualidad.
Sólo
con el esfuerzo del estudio, de la comprensión de los textos, de la oración fecunda
y motivada, de la búsqueda humilde de la verdad, podemos responder a lo que el
hombre contemporáneo espera en su búsqueda de sentido.
Sólo
así seremos capaces de dar razón de la esperanza que está en nosotros y a la
que nos exhorta el apóstol Pedro.
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