La verdad es que la Ascensión es una
extraña fiesta. La idea de irse no parece muy buena idea. Con todos los
desastres que hay en el mundo, ¿no hubiera sido mejor si Jesús se hubiera
quedado con nosotros? Tal vez hubiéramos podido oír de su viva voz qué hacer, tal
vez hubiéramos podido así conocer el pensamiento de Dios, en vez de
contentarnos en barruntarlo mediante personas como los apóstoles que, al fin y
al cabo, eran personas como nosotros.
Y, en cambio, no fue así. Como
frecuentemente sucede en la vida de fe, la Ascensión nos dice muchísimo de Dios
y del hombre y hemos de tener el valor de reflexionar y atrevernos a indagar y comprender.
En los evangelios, la Resurrección,
la Ascensión y Pentecostés componen un mismo cuadro, un único e idéntico
acontecimiento narrado en tres escenas. Jesús, al resucitar, ya está junto al Padre
y nos da su Espíritu. Jesús, que se sienta a la derecha del Padre, ya no está atado
al tiempo y al espacio y puede decir de verdad: “yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.
Bienvenidos, pues, en esta fiesta, a
la lógica de Dios que no es la nuestra.
Como Elías
La narración que hemos escuchado de los
Hechos de los Apóstoles tiene el trasfondo de la ascensión de Elías, una página
que era muy conocida en Israel y un punto de referencia para los neo-conversos.
Encontramos la narración de la ascensión de Elías en el segundo libro de los
Reyes: aquel gran profeta es arrebatado al cielo sobre un carro de fuego,
desaparece entre las nubes y su discípulo, Eliseo, tiene la certeza de recibir
al menos una parte del espíritu profético al verlo desaparecer.
Lucas describe el acontecimiento de
la Ascensión usando el mismo paradigma: las nubes como símbolo del encuentro
con Dios; los dos hombres que nos recuerdan a los dos ángeles testigos de la Resurrección;
el color blanco de sus vestidos, signo del mundo divino.
El meollo de la narración no es, por
lo tanto, la descripción de un prodigio sino la descripción de una entrega: del
mismo modo que Eliseo recibe el espíritu de profecía por parte de Elías, así
los apóstoles reciben el mandato del anuncio del Evangelio por parte del
Resucitado.
Cielo y tierra
Son los ángeles de la narración
quienes dan la clave de interpretación del acontecimiento: no miréis al cielo –
dicen - mirad a la tierra, mirad lo concreto del anuncio.
Y es que los discípulos del Resucitado estamos llamados a anunciarlo, a hacer presente al Señor hasta que él venga. Así es como la Iglesia se convierte en el lugar de encuentro privilegiado con el Resucitado, y ella realiza su tarea sólo cuando hace presente el evangelio en el mundo. Mateo nos dice cómo.
Dudaron
Diversamente a como hace Lucas, Mateo
sitúa el adiós de Jesús en Galilea, sobre un monte. La montaña, en toda la
Biblia, representa el lugar de la experiencia divina, de la manifestación de
Dios: sólo quién la ha experimentado puede contarla a otros con suficiente credibilidad.
Pero, además, Mateo sitúa la escena en
Galilea, el lugar de la frontera, del mestizaje, del confín. La tierra primera en
caer bajo el invasor asirio, y que logró sobrevivir entre componendas y apaños,
bien lejanos del rigor que solicitaban los puros fariseos de Jerusalén. En
tiempos de Jesús llamar galileo a una persona era un insulto.
Sin embargo, Galilea es también el
lugar dónde todo comienza, el lugar del encuentro, del enamoramiento: sólo desde
las experiencias que nos han llevado a la conversión podemos anunciar con
verdad al Señor.
¿Y qué significa eso de no quedarse
pasmado mirando el cielo? Hay que partir de la realidad, de la pobreza de mi
parroquia o comunidad, del sentido de malestar que siento al vivir en un país
pendenciero y enfrentado, de la impresión de vivir al final de una época que se
derrumba pesadamente bajo un cúmulo de verborrea y corrupción. Y ahora, además,
con una guerra en Europa, cuando apenas salimos de una pandemia que trastocó todo.
En estas situaciones concretas es precisamente
donde estamos llamados a realizar el Reino y a hacer presente la esperanza. Aquí,
en esta Iglesia frágil, en un mundo frágil y roto… pero al que Dios ama con
locura.
Por eso no tenemos que asombrarnos
de la duda de los discípulos que, como la nuestra, los deja paralizados
“mirando al cielo”. La duda es una actitud fundamental del creyente, esencial para
el crecimiento de la fe. “Fe soberbia,
impía, la que no duda, la que encadena a Dios a nuestra idea”, decía el
gran Unamuno.
Intercambio
La Ascensión señala un antes y un
después en la historia de Jesús y los apóstoles: Jesús desaparece de su vista
sensible, vuelve al Padre pero promete una presencia real suya. Comprensiblemente,
a los apóstoles les costará acostumbrarse a esta nueva situación.
Los apóstoles, después de haber
seguido a Jesús en la crucifixión y en la resurrección, son invitados a seguirlo
también en la Ascensión, a convertirse en testigos del Resucitado en este mundo.
La Ascensión señala el principio del
tiempo de la Iglesia. ¡Ahí es nada! El principio de esta Iglesia, hecha de personas
a la vez frágiles y enamoradas del evangelio, que dudan y no entienden, que
llevan con fatiga la inmensa responsabilidad del anuncio del Reino.
Con la Ascensión la humanidad entra
definitivamente en Dios, entra definitivamente en la amistad con Dios. A
nosotros se nos confía el anuncio del Reino, la construcción de un mundo nuevo.
Dios nos hace dignos y capaces de mucha entrega, de curar la enfermedad y el dolor
interior, de echar fuera los demonios y las sombras de nuestros miedos, de
crear lugares de nueva humanidad en un mundo lacerado y sangrante.
En este admirable intercambio, Dios
aprende a ser hombre y el hombre aprende a comportarse como Dios.
Ascendidos
Si los cristianos resucitamos con
Cristo en su Resurrección, igualmente ascendemos con Él en la Ascensión. Ascender
significa, ante todo, seguir la invitación de Jesús de predicar el Evangelio
hasta los confines de la tierra. Jesús está para siempre presente entre
nosotros, ahora a nosotros nos toca reconocerlo presente en el mundo.
La mirada de una persona “ascendida”
reconoce los prodigios de Dios en las diversas culturas y situaciones, derriba
las empalizadas, reconoce una presencia salvadora en cada tentativa humana por reconocer
las señales de la presencia de Dios.
Existe un modo, hoy muy en boga, de
acercarse a la realidad y de interpretarla usando exclusivamente categorías
económicas, sociales o políticas. Sin desechar éstas, el cristiano se acerca también
a la realidad también desde un punto de vista espiritual, percibiendo el
despliegue del poder de Dios dentro de las experiencias de los hombres y
mujeres de nuestro tiempo.
Vivir como “ascendidos” significa darnos
cuenta de que nuestra meta es una plenitud que transciende y supera, con mucho,
nuestra actual experiencia de vida. Significa estar orientados hacia un destino
más grande, que va más allá y que nos espera. Significa leer con gran realismo
nuestra vida cotidiana como un “ya pero todavía no”: desde ahora mismo vivimos ya
la presencia de Dios, pero esperamos que esta presencia florezca todavía más en
nuestro corazón y explote en el más allá que anhelamos.
Pero ¿cómo es posible encontrar a
Jesús presente en el mundo? La narración que hace Marcos (16, 16-18) es clara: reconocemos
Jesús en los prodigios, en los gestos, que acompañan la predicación de los
apóstoles. Es como si Él nos dijese: Yo estoy presente para siempre. Lee las
señales de mi presencia, interprétalas, mira con la mirada interior y me
reconocerás en las cosas, en los acontecimientos, en la historia de tu vida.
Hermanos, Dios está presente para
siempre. Es nuestra mirada la que tiene que sanearse, la que tiene que curarse,
la que tiene que convertirse a la alegría. Por eso, para poder ver, necesitamos
el regalo del Espíritu que el Señor nos da y que celebraremos la próxima
semana.
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