La Santa Trinidad de Andrej Rublev |
A
menudo nos hacemos una idea terrible de Dios. Una idea que mana desde lo profundo,
y que junta a nuestros miedos, el sentido de extravío que llevamos en el
corazón cuando afrontamos las pequeñas o grandes dificultades referidas al
misterio de la vida: ¿por qué existimos? ¿Quién lo ha decidido? ¿Por qué?
Una
idea que, desgraciadamente, a veces tiene que enfrentarse con demasiados
católicos que arruinan la imagen de Dios, al hablar mal de Él, cuando lo
describen cómo un jefe iracundo, un policía intransigente, un déspota lunático
e imprevisible al que hay que controlar. ¡Qué desastrosa idea de Dios!
Un
Dios que deja morir de hambre a los niños, que no frena las guerras, que hace
enfermar de cáncer a una joven madre. Un
Dios que no soluciona los muchos problemas de los hombres, que los deja
ahogarse en el mar de las dificultades propias de nuestro tiempo.
Un
Dios al que temer y no amar. En definitiva, un Dios incomprensible.
Y
hay también muchos que creen no creer, que se han hecho una idea o una imagen de
Dios tan horrible y falsa, que deciden no creer. Porque es mejor esperar que no
haya nadie, antes que tener un Dios sediento de sangre. Tampoco yo creo en
semejante Dios.
¿Creéis
que exagero? Estar seguros que no. La conversión más difícil de conseguir es precisamente
la que nos hace pasar del dios pequeñito y mezquino, que tantas veces llevamos
en el corazón, al Dios grandioso que la Biblia nos revela.
Y
no basta con ser católicos practicantes para creer en el verdadero Dios de
Jesucristo. Por eso, necesitamos al menos un domingo dedicado a reflexionar sobre
el rostro de Dios, que Jesús nos ha contado. Es el domingo de la Santísima Trinidad.
Moisés
Hace
falta tiempo para huir la imagen demoníaca de Dios que llevamos dentro. El
pueblo de Israel hizo ese mismo recorrido purificando la propia fe a través de
su experiencia vital. El Dios de los padres, el Dios Abrahán, de Isaac y de
Jacob, no era como el de los pueblos cercanos, era mejor. Luego, con el éxodo
de Egipto, sucede algo que pone todo patas arriba: resulta que el Dios de los
padres interviene, actúa, se comunica y establece una un pacto, una alianza,
una boda con este pueblo errante.
No
hay más divinidad que el Dios de Israel, las demás son sólo ídolos.
En
el Biblia encontramos el rastro de esta evolución de la experiencia de Dios, al
que inicialmente llaman Elohim = el Señor,
o El Shadai = el dios de las alturas,
hasta llegar a la revelación de su rostro, Adonai
= Yo soy el que está presente contigo.
Un
Dios que interviene físicamente para liberar su pueblo, que lo va educando,
después de haberlo hecho salir de Egipto.
Un Dios preocupado sobre todo por el bien del hombre, al que le revela los diez mandamientos para que pueda vivir.
En
el precioso texto de hoy contemplamos el encuentro entre Dios y Moisés. Es la
narración de la entrega de los mandamientos, que encontramos al menos dos veces
en el Éxodo. Antes de entregárselos a Moisés, Dios se presenta: Él es el fiel, el
misericordioso, lleno de ternura, el piadoso, lento a la cólera y rico en
perdón y clemencia, lleno de gracia.
Nuestros
liturgistas, muy delicadamente, han borrado el versículo en que se dice "que castiga las culpas de los padres
en los hijos hasta la tercera generación." Por cierto que es una horrible
traducción: el verbo hebreo poqèd no es castigar, sino averiguar (de aquí
deriva paquid, el funcionario). El
sentido, entonces, es muy distinto del castigo: el pacto puede ser infringido
sin que por ello se anule; si los padres lo infringen, se investigará a los
hijos, para darles una nueva y enésima oportunidad de redención.
Pablo
Pablo,
escribiendo a los corintios, da testimonio de la progresiva comprensión y
descubrimiento del misterio de Jesús que van alcanzando las primeras
comunidades. Jesús no es solamente un gran profeta, ni simplemente el Mesías: él
es el Hijo mismo de Dios. Y, siendo el Hijo, nos desvela quien es Dios en
profundidad: un misterio de comunión, un Padre-Madre que quiere al Hijo y cuyo amor
se representa en el Espíritu Santo.
La
Trinidad no es una inútil complicación inventada por los primeros cristianos (en
el país más monoteísta de la Historia, ¡figúrate!), sino la progresiva comprensión
de una gran verdad: el Padre es el amante, el Hijo es el amado y el Espíritu es
el amor.
Dios
es amor. Dios es familia, fiesta, comunicación, comunión, danza. Y esta unión
sin confusión está tan bien conseguida que nosotros, mirando desde fuera, vemos
un único Dios.
Dios
no es vengativo, quiere nuestra salvación más de lo que nosotros mismos la
queremos. ¡No quiere condenar el mundo, sino redimirlo! ¡Dios ama a ese mundo
que nosotros a veces despreciamos (¡que estúpidos somos!).
Nosotros
Hemos
sido creados a imagen y semejanza de Dios. La imagen ya está hecha, la
semejanza la debemos realizar nosotros, día a día, fijándonos en Dios e
imitándolo.
Imitando
a un Dios tierno que da constantes oportunidades.
Imitando
a un Dios de comunión que nos revela que el egoísmo contradice nuestra naturaleza
más profunda.
Imitando
un Dios que desea y obra la salvación para cada persona, sin distinguir entre amigos
y enemigos.
Imitando
a un Dios tan espléndido que nos hace a nosotros vivos y verdaderos. ¡Como Él lo
es!
Hermanos,
no hemos de sentirnos tristes por nuestra vida, casi siempre tan mediocre, ni
desalentarnos al descubrir que hemos vivido durante años alejados de ese Dios Padre-Madre.
Podemos abandonarnos a él con sencillez. Nuestra poca fe nos basta.
También
Jesús nos invita a la confianza. Estas son sus palabras: “No viváis con el corazón turbado. Creéis en Dios. Creed también en mí”.
Jesús es el vivo retrato del Padre. En sus palabras estamos escuchando lo que
nos dice el Padre. En sus gestos y su modo de actuar, entregado totalmente a
hacer la vida más humana, se nos descubre cómo nos quiere Dios.
Por
eso, en Jesús podemos encontrarnos en cualquier situación con un Dios concreto,
amigo y cercano. Él pone paz en nuestra vida. Nos hace pasar del miedo a la
confianza, del recelo a la fe sencilla en el misterio último de la vida que es
solo Amor.
Acoger
el Espíritu que alienta al Padre y a su Hijo Jesús, es acoger dentro de
nosotros la presencia invisible, callada, pero real del misterio de Dios.
Cuando nos hacemos conscientes de esta presencia continua, comienza a
despertarse en nosotros una confianza nueva en Dios.
Nuestra
vida es frágil, llena de contradicciones e incertidumbre: creyentes y no
creyentes, vivimos rodeados de misterio. Pero la presencia, también misteriosa
del Espíritu en nosotros, aunque débil, es suficiente para sostener nuestra
confianza en el Misterio último de la vida que es el Amor. Sólo el Amor.
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