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sábado, 3 de junio de 2023

SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD (Ciclo A)

La Santa Trinidad de Andrej Rublev

Primera Lectura: Ex 34,4b -6. 8-9
Salmo Responsorial: Dan 3, 52.56
Segunda Lectura: 2 Cor13, 11-13
Evangelio: Jn 3, 16-18


A menudo nos hacemos una idea terrible de Dios. Una idea que mana desde lo profundo, y que junta a nuestros miedos, el sentido de extravío que llevamos en el corazón cuando afrontamos las pequeñas o grandes dificultades referidas al misterio de la vida: ¿por qué existimos? ¿Quién lo ha decidido? ¿Por qué?

Una idea que, desgraciadamente, a veces tiene que enfrentarse con demasiados católicos que arruinan la imagen de Dios, al hablar mal de Él, cuando lo describen cómo un jefe iracundo, un policía intransigente, un déspota lunático e imprevisible al que hay que controlar. ¡Qué desastrosa idea de Dios!

Un Dios que deja morir de hambre a los niños, que no frena las guerras, que hace enfermar de cáncer a una joven madre.  Un Dios que no soluciona los muchos problemas de los hombres, que los deja ahogarse en el mar de las dificultades propias de nuestro tiempo.

Un Dios al que temer y no amar. En definitiva, un Dios incomprensible.

Y hay también muchos que creen no creer, que se han hecho una idea o una imagen de Dios tan horrible y falsa, que deciden no creer. Porque es mejor esperar que no haya nadie, antes que tener un Dios sediento de sangre. Tampoco yo creo en semejante Dios.

¿Creéis que exagero? Estar seguros que no. La conversión más difícil de conseguir es precisamente la que nos hace pasar del dios pequeñito y mezquino, que tantas veces llevamos en el corazón, al Dios grandioso que la Biblia nos revela.

Y no basta con ser católicos practicantes para creer en el verdadero Dios de Jesucristo. Por eso, necesitamos al menos un domingo dedicado a reflexionar sobre el rostro de Dios, que Jesús nos ha contado. Es el domingo de la Santísima Trinidad.

Moisés

Hace falta tiempo para huir la imagen demoníaca de Dios que llevamos dentro. El pueblo de Israel hizo ese mismo recorrido purificando la propia fe a través de su experiencia vital. El Dios de los padres, el Dios Abrahán, de Isaac y de Jacob, no era como el de los pueblos cercanos, era mejor. Luego, con el éxodo de Egipto, sucede algo que pone todo patas arriba: resulta que el Dios de los padres interviene, actúa, se comunica y establece una un pacto, una alianza, una boda con este pueblo errante.

No hay más divinidad que el Dios de Israel, las demás son sólo ídolos.

En el Biblia encontramos el rastro de esta evolución de la experiencia de Dios, al que inicialmente llaman Elohim = el Señor, o El Shadai = el dios de las alturas, hasta llegar a la revelación de su rostro, Adonai = Yo soy el que está presente contigo.

Un Dios que interviene físicamente para liberar su pueblo, que lo va educando, después de haberlo hecho salir de Egipto.

Un Dios preocupado sobre todo por el bien del hombre, al que le revela los diez mandamientos para que pueda vivir.

En el precioso texto de hoy contemplamos el encuentro entre Dios y Moisés. Es la narración de la entrega de los mandamientos, que encontramos al menos dos veces en el Éxodo. Antes de entregárselos a Moisés, Dios se presenta: Él es el fiel, el misericordioso, lleno de ternura, el piadoso, lento a la cólera y rico en perdón y clemencia, lleno de gracia.

Nuestros liturgistas, muy delicadamente, han borrado el versículo en que se dice "que castiga las culpas de los padres en los hijos hasta la tercera generación." Por cierto que es una horrible traducción: el verbo hebreo poqèd  no es castigar, sino averiguar (de aquí deriva paquid, el funcionario). El sentido, entonces, es muy distinto del castigo: el pacto puede ser infringido sin que por ello se anule; si los padres lo infringen, se investigará a los hijos, para darles una nueva y enésima oportunidad de redención.

Pablo

Pablo, escribiendo a los corintios, da testimonio de la progresiva comprensión y descubrimiento del misterio de Jesús que van alcanzando las primeras comunidades. Jesús no es solamente un gran profeta, ni simplemente el Mesías: él es el Hijo mismo de Dios. Y, siendo el Hijo, nos desvela quien es Dios en profundidad: un misterio de comunión, un Padre-Madre que quiere al Hijo y cuyo amor se representa en el Espíritu Santo.

La Trinidad no es una inútil complicación inventada por los primeros cristianos (en el país más monoteísta de la Historia, ¡figúrate!), sino la progresiva comprensión de una gran verdad: el Padre es el amante, el Hijo es el amado y el Espíritu es el amor.

Dios es amor. Dios es familia, fiesta, comunicación, comunión, danza. Y esta unión sin confusión está tan bien conseguida que nosotros, mirando desde fuera, vemos un único Dios.

Dios no es vengativo, quiere nuestra salvación más de lo que nosotros mismos la queremos. ¡No quiere condenar el mundo, sino redimirlo! ¡Dios ama a ese mundo que nosotros a veces despreciamos (¡que estúpidos somos!).

Nosotros

Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. La imagen ya está hecha, la semejanza la debemos realizar nosotros, día a día, fijándonos en Dios e imitándolo.

Imitando a un Dios tierno que da constantes oportunidades.

Imitando a un Dios de comunión que nos revela que el egoísmo contradice nuestra naturaleza más profunda.

Imitando un Dios que desea y obra la salvación para cada persona, sin distinguir entre amigos y enemigos.

Imitando a un Dios tan espléndido que nos hace a nosotros vivos y verdaderos. ¡Como Él lo es!

Hermanos, no hemos de sentirnos tristes por nuestra vida, casi siempre tan mediocre, ni desalentarnos al descubrir que hemos vivido durante años alejados de ese Dios Padre-Madre. Podemos abandonarnos a él con sencillez. Nuestra poca fe nos basta.

También Jesús nos invita a la confianza. Estas son sus palabras: “No viváis con el corazón turbado. Creéis en Dios. Creed también en mí”. Jesús es el vivo retrato del Padre. En sus palabras estamos escuchando lo que nos dice el Padre. En sus gestos y su modo de actuar, entregado totalmente a hacer la vida más humana, se nos descubre cómo nos quiere Dios.

Por eso, en Jesús podemos encontrarnos en cualquier situación con un Dios concreto, amigo y cercano. Él pone paz en nuestra vida. Nos hace pasar del miedo a la confianza, del recelo a la fe sencilla en el misterio último de la vida que es solo Amor.

Acoger el Espíritu que alienta al Padre y a su Hijo Jesús, es acoger dentro de nosotros la presencia invisible, callada, pero real del misterio de Dios. Cuando nos hacemos conscientes de esta presencia continua, comienza a despertarse en nosotros una confianza nueva en Dios.

Nuestra vida es frágil, llena de contradicciones e incertidumbre: creyentes y no creyentes, vivimos rodeados de misterio. Pero la presencia, también misteriosa del Espíritu en nosotros, aunque débil, es suficiente para sostener nuestra confianza en el Misterio último de la vida que es el Amor. Sólo el Amor.

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