Andaban como ovejas sin pastor |
Primera
Lectura: Ex
19, 2-6a
Salmo
Responsorial: Sal 99
Segunda
Lectura: Rom 5, 6-11
Evangelio:
Mt 9, 36 - 10, 8
Nos
convertimos por la misericordia, como le ocurrió a Mateo. Somos los testigos
del rostro de Dios, del que nos habla Jesús: un Dios que no sabe qué hacer con
los sanos, pero que cura a los que están rotos, a los afligidos, a los quebrantados,
para hacerlos hijos suyos.
Mateo
lo experimentó en su propia piel; los atónitos apóstoles vieron todas sus
certezas religiosas destrozadas por la sonrisa de aquel maestro que, sin
importarle los devotos que criticaban sus decisiones, se regocijaba con el
asombro de los publicanos que veían entrar a un profeta en su casa y cenaban con
él amigablemente.
En alas de águila
En
la primera lectura hemos visto cómo Moisés es llamado por Dios. Dios tiene un
mensaje que confiarle para que sea su portavoz ante todo el pueblo. Dios
recuerda a Moisés y al pueblo que Él los tomó en alas de águila y los llevó a
lo alto y, ahora, quiere que Israel sea su pueblo para siempre.
También
nosotros, mirando en nuestro interior y recordando nuestra propia experiencia,
podemos encontrar los pasos de Dios en nuestra vida, reconociendo que la
iniciativa siempre ha sido suya para llevarnos a lo más alto.
Dios
no nos ama porque lo merezcamos. El mismo Pablo, escribiendo a los Romanos,
subraya la iniciativa total, inesperada y gratuita de Dios, que no premia los
méritos, sino que salva a todos por igual. “Dios nos demostró su amor en
que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros”. Esto
es lo desconcertante.
No
nos engañemos, la salvación es gratis. Nadie merece a Dios, Dios se nos da
porque nos ama y nos ama para siempre. Cuando tomamos conciencia de la magnitud
de este amor, nuestro corazón se dilata. Cuando tomamos conciencia de la altura
vertiginosa a la que el Señor nos eleva en alas de águila, nos quedamos sin
aliento.
Compasivo
Jesús ve en lo más profundo de las personas que tiene delante; sabe de la infinita necesidad de felicidad que hay sembrada en nuestros corazones; conoce la lucha que tenemos para dar respuesta a la inquietud que nubla nuestra mirada. Venderíamos nuestra propia alma por ser amados, daríamos un brazo para saber por fin qué es lo que realmente puede colmar de forma duradera nuestra necesidad de paz.
Viendo
a la gente, viéndonos a nosotros, viendo nuestro tiempo, Jesús experimenta un
sentimiento de compasión. No de juicio, ni de crítica, ni de indiferencia, ni
de insulto. ¡Sentimiento de compasión!
Jesús
conmovido nos ve como ovejas sin pastor. Y, en su infinito amor decide actuar. Todos esperaríamos que Jesús se candidatase como
pastor y guía. Pero no: Jesús se conmueve e inventa la Iglesia.
Delirios
Esto
es un delirio, porque la inmensa mayoría de nosotros tenemos una experiencia
pobre y contradictoria de la Iglesia, hemos chocado duramente con el rostro
incoherente y severo de algunos de los católicos más devotos de Dios.
Pero
Jesús piensa en una búsqueda en común, en un sueño cumplido, en un conjunto de hombres
y mujeres, que sean sus discípulos, capaces de buscar juntos – sinodalmente,
diríamos hoy – buscar sentido y plenitud, equilibrio y alegría. Él es el Pastor
que nos conduce a verdes praderas (como cantamos en el salmo), sí, pero es juntos
como podemos experimentar la comunidad del Señor, que es la Iglesia.
Jesús
elige a doce personas para empezar a construir el Reino, para estar con él,
para luego sean capaces de guiar también a otros hacia esos pastos herbosos y verdes
a los que primero fueron ellos conducidos.
Doce
personas frágiles como nosotros, pero, también como nosotros, capaces de
dejarse habitar por la ternura de Dios para alcanzar la plenitud de vida.
Un Iglesia improbable
No
es fácil comprender y amar a la Iglesia. Hay en ella demasiadas fragilidades,
demasiados contra testimonios, demasiadas personas que se dicen creyentes y que
viven sin ser siquiera personas, demasiadas incoherencias, demasiados errores
en la historia como para no dudar al hablar de la Iglesia.
Pero
ahí está la belleza del proyecto de Jesús.
A
nadie se le ocurriría reunir a doce personas tan radicalmente distintas para
llevar a cabo el proyecto del Reino de Dios. Pescadores acostumbrados a la
concreción y la rudeza junto a intelectuales como Mateo y Juan;
tradicionalistas como Santiago junto a publicanos, pecadores públicos;
terroristas como Simón, del grupo de los zelotes, dispuesto a matar al invasor
romano.
En
este grupo está presente toda la humanidad en su vibrante diversidad. La
Iglesia es la comunidad de los discípulos de Jesús, diferentes entre sí en todo
menos en el amor del Maestro, personas llamadas a proclamar el Evangelio con
sencillez y verdad.
Este
es el sueño de Dios. Esta es la paradoja de Dios: ante una humanidad herida y
frágil, necesitada de guía, Jesús propone un trozo de esa misma humanidad,
igualmente frágil y herida, pero transfigurada por el Amor.
Es
ésta una invitación actual y urgente para nosotros: la Iglesia necesita
testigos creíbles que la conduzcan de nuevo al redil del Padre.
Nosotros
somos los primeros destinatarios del anuncio evangélico. No pensemos a quién vamos
a anunciar el Evangelio: somos nosotros mismos los que hemos de acogerlo para
convertirnos en testigos.
Amemos
este sueño loco de Dios que estamos llamados a vivir: la Iglesia comunidad de
los descarriados perdonados, no de los perfectos; la unión de los diferentes y
diversos en busca del Dios que nos une; de los compañeros de viaje llamados a
hacer presente al Señor en nuestro mundo.
No
lo olvidemos, a pesar de todo, somos el consuelo de Dios para nuestros hermanos
y hermanas descarriados y cansados “como ovejas sin pastor”. Somos los
obreros que el Señor ha enviado para trabajar en su Reino.
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