Alegría
por el amor que más de una vez me ha embargado participando en la eucaristía y
celebrándola. Alegría por la presencia de Cristo tangible, evidente, palpable
que he tenido la gracia inmensa de experimentar en algunos momentos de mi vida,
en un contexto de oración y escucha de la Palabra.
Pena
profunda, incómoda y obstinada, porque cuando hablo de esto a las personas que
comparten conmigo la fe en el Resucitado, a los cristianos, siento a menudo cierto
desacuerdo e incomprensión. Pena por el clima para nada fraterno que he observado
en más que una comunidad cansada y deprimida, cerrada e impermeable.
Pena
porque la cumbre que es la eucaristía y que debería ser manantial y cima de
nuestra vida de fe, amenaza ser para muchos la única débil pertenencia al
cristianismo, una cumbre sin base, privada de lo esencial, que se reduce a un
cerro esmirriado de cumplimiento de un precepto.
He
celebrado miles de misas en mi vida, millares de veces he hecho presente – siempre
indigno, a veces incrédulo y despistado - la inmensidad de Dios. Y todavía me
asombro.
Hacer memoria
Recuerda,
dice Moisés al pueblo en la primera lectura que hemos escuchado, haz memoria de
tu camino. Haz memoria de la esclavitud y de la libertad, y de los costes que
supone llegar a ser libre, de los desiertos que hay que atravesar para despojarse
de todas las superestructuras – sociales, religiosas, culturales - que te
impiden creer y amar desde la desnudez del ser. Haz memoria, dice Moisés al
pueblo, del hambre que pasaste y del pan que recibiste, el pan del camino, el “maná”.
Aquel
alimento que no tenía nada que ver con los ajos y cebollas de Egipto. Aquella comida
inesperada y misteriosa que la gente aceptaba como dada directamente por Dios.
Tenemos
que alimentarnos. Con la comida, por supuesto, pero también con el afecto, con la
luz, con el sentimiento, con la felicidad. Y este alimento nos falta: ¡cuántas
personas mueren de inanición espiritual! ¡Cuántas se van apagando interiormente!
Nos falta el alimento que nos permite caminar, que nos permite comprender el
gran misterio que es la existencia de cada uno de nosotros.
Es
Dios quien nos da el pan del camino hacia la plenitud, hacia la eternidad,
hacia la luz. Es Dios mismo quien se hace pan. Un pan capaz de hacernos y
mantenernos unidos.
Cada
domingo nos juntamos en obediencia al mandato del Señor, en obediencia a aquellas
imperiosas palabras: “Haced esto en conmemoración
mía” pronunciadas durante la Última Cena, para dar un sentido a nuestra
semana y a nuestra vida, para orientarla hacia lo verdadero y lo bueno, para
leer los miles de situaciones de nuestra vida en la perspectiva de Evangelio.
Esto es ante todo la eucaristía: un memorial, una terapia contra el olvido, una consciente y enérgica sacudida que nos permite volver a encontrarnos con nosotros mismos y con la sonrisa de Dios. A pesar de todo.
Reunirse
La
comunidad de Corinto era una comunidad viva, pero también muy peleona. Personas
de diferente carácter, de diferentes estratos sociales luchaban entre sí,
incluso después de haber encontrado al Señor, y buscaban con empeño el encontrar
razones suficientes para construir la comunión.
Tal
como ocurre hoy, cuando a veces da la impresión de que la Iglesia perteneciese a
alguna formación externa más que a ella misma, con una imagen creciente de
rivalidad, sobre todo en lo político, con una contraposición entre experiencias
diversas, entre entusiastas y prudentes, entre conservadores y progresistas.
No
hay más que darse un paseo por Internet y las redes sociales para darse cuenta,
por desgracia, de que incluso entre cristianos se eleva el tono del insulto, se
asignan licencias de ortodoxia, se defienden o atacan papas o concilios, ritos o
líderes carismáticos. Y los que se creen, farisaicamente, los mejores son desgraciadamente
los más virulentos.
Pablo,
ante una situación semejante, tiene una feliz intuición: si estamos tan divididos,
comamos entonces el pan fragmentado que nos une. El pan partido y repartido nos
devuelve a la unidad, a lo esencial, al meollo de la fe.
Somos
cristianos porque Cristo nos ha llamado y elegido. La Iglesia no es un club de buena
gente que reza a Dios, sino la comunidad de los diversos, de los diferentes, incluso
de los pecadores, reunidos en la unidad. La Eucaristía es el catalizador de esta
unidad.
Absolutamente
cierto. Nada ni nadie podría reunir cada domingo en España ocho millones de
personas, ancianas, parejas, jóvenes (pocos, es verdad), personas de cultura
diferente, de preferencias políticas y futbolísticas diferentes, todos, de
algún modo, seducidos por Jesús de Nazaret.
El
partir el pan nos hace uno, una unidad que debería hacerse notar, al menos un
poco, afuera, en el mundo exterior, convirtiendo la eucaristía en vida, poniendo
a prueba la verdad del gesto que celebramos aquí dentro. Nuestro mundo tiene
una enorme y urgente necesidad de unidad, de esperanza, de diversidad
armonizada alrededor de un sueño: el sueño del Reino de Dios.
En
cambio, los cristianos nos mostramos enfrentados y remisos, los que somos portadores
de la luz de Cristo, languidecemos como una llama vacilante.
Intimidad
Haciendo
memoria, creando unidad, nos encontramos interiormente, espiritualmente, con la
inmensidad de Dios. El pan que se nos da es la presencia del Señor, ese pan nos
transforma en Cristo, nos hace nuevos, nos une a él. Se produce un intercambio
íntimo, profundo, misterioso, entre nuestra pobreza y su inmensa grandeza.
En
Abitene, localidad en lo que hoy es Túnez, el año 304 de nuestra era, fueron
torturados y martirizados 49 cristianos por desobedecer al emperador romano
Diocleciano, que había prohibido a los cristianos conservar las Escrituras,
reunirse el domingo para celebrar la Eucaristía y construir lugares para sus
asambleas. Siendo sorprendidos celebrando la liturgia el domingo, uno de los
cristianos, en el interrogatorio, explicó el sentido de su desafío al mandato
del emperador: «Sin el domingo no podemos
vivir».
Cuando
un asombrado procurador romano quiso salvarlos de la pena de muerte
invitándolos a no reunirse el domingo, los mártires respondieron: “No podemos dejar de participar en la eucaristía”.
¡Dios mío! ¡a cuánta distancia de aquello estamos nosotros... y no sólo en el
tiempo!
Tal
vez lo que hemos perdido en nuestras misas no es el atractivo de la ritualidad
del latín o la solemnidad de las funciones – que dirían unos -; tal vez no
hayamos perdido sólo el equilibrio y la armonía de la celebración – que dirían
otros -; quizás no hemos perdido sólo la belleza de las celebraciones, quizás
no sólo tengamos que repensar el papel del celebrante y el excesivo énfasis que
se pone en la homilía.
No
nos hagamos ilusiones: lo que falta todavía en nuestras eucaristías es la certeza
profunda de que el Señor se hace verdaderamente presente en ellas. Quizá lo
único que nos falta es fe.
No
somos santos, desde luego, pero si creemos de veras que Dios está presente en
la eucaristía, no faltaríamos a ella aunque quisiéramos.
Convertirse
Oremos
por nuestra conversión, para que cada discípulo se abra al misterio, para que cada
sacerdote se convierta en transparencia de Dios. Oremos para que no “cosifiquemos”
la eucaristía; que ella sea la fuerza detonante en nuestra semana, una
saludable aguijada para ser ante todo cristianos más auténticos y verdaderos,
más conscientes del misterio inmenso e inabarcable de Dios.
Desde
la más apartada favela hasta la más pomposa de las catedrales, desde la aldea
de montaña más apartada hasta las grandes masas reunidas con ocasión de los
grandes acontecimientos y jornadas, la eucaristía permanece como el regalo más
misterioso y enriquecedor de nuestra vida interior.
No
apaguemos el Espíritu en nosotros, dejemos que la gracia nos alcance y nos transforme.
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