El
apóstol Mateo lo dejó todo para seguir al Señor porque en los ojos de su
maestro vio la dulzura infinita de Dios, el perdón, la compasión, la
misericordia. Y Mateo fue llamado a dirigir esa misma mirada a los hermanos a
los que fue enviado.
Parece
una broma, pero nuestro Dios, al ver la fragilidad del ser humano, sintiendo
compasión por todos nosotros, al vernos como ovejas sin pastor, ha tenido a
bien inventar la Iglesia. Una difícil comunidad de personas totalmente
diferentes unas de otras, unidas sólo por el encuentro con la mirada de Dios,
unidas sólo por una pasión infinita hacia Jesús, el Maestro.
Y esa
es la tarea de la Iglesia (la comunidad de los perdonados, no de los perfectos):
anunciar, a todos, la ternura de Dios.
En
un mundo desgarrado y confundido, endurecido y cansado, nosotros los cristianos,
participantes igualmente de esos mismos sufrimientos, pero de un modo distinto porque
estamos misteriosamente llenos del Espíritu, estamos llamados a anunciar a Dios
a todas las personas.
Megáfonos Dios
Estamos
llamados a ser megáfonos de Dios, a pregonar desde las azoteas que Dios lleva
cuenta de los cabellos de nuestra cabeza; que Dios no es un ser impresentable e
incomprensible, tal como, a veces, nos lo figuramos y como muchos cristianos,
por desgracia, aún creen y dicen. Estamos llamados a proclamar que Dios ama a
los gorriones desde la eternidad y que conoce nuestros dolores; que Dios, el
Dios de Jesús, es espléndido.
Estamos
llamados a proclamar desde los tejados que Dios es grande, que Dios nos ama,
que Dios está presente, de la misma manera que el corazón rebosante de los enamorados
quiere comunicar su experiencia a todos y hacer a todos partícipes de ella.
Jesús
anuncia el tierno rostro del Dios, que camina con nosotros, a toda persona indiferente
y abrumada por el caos de la vida. Y, además, nos dice que lo proclamemos desde
las azoteas.
Sin
embargo, con demasiada frecuencia, nos avergonzamos de ser cristianos. Nos
apresuramos a decir que creemos, sí, pero con muchos paréntesis, con muchas
objeciones, para no dar una mala impresión ante la “modernidad”. Para evitar el
“qué dirán”.
Estoy pensando en todas las veces que tratamos de ser cristianos “políticamente correctos”, cuando cedemos a compromisos para ser aceptados en este mundo nuestro, liberal y tolerante, pero hipócrita, que es sólo tolerante con aquellos que piensan como él.
Amar
a Cristo es amar a la Iglesia hasta la muerte, sufriendo por sus infidelidades,
que son las mías. Amar a Cristo es vivir eternamente en tensión entre una Iglesia
que hemos de defender ante el mundo, y un mundo que ha de ser acogido en el
corazón de los discípulos. Tenemos que amar al mundo para amar a Cristo.
Testigos
Es
verdad que, después del trágico y famoso 11 de septiembre en las “torres gemelas”,
todas las religiones han tenido que soportar la terrible sospecha de que se apela
a la fe para cometer criminales masacres. Por fidelidad al Evangelio, no se
puede blandir la fe como un arma para el choque de civilizaciones.
Pero
aquí, en nuestro occidente indeciso, en esta España superficialmente devota, en
este país parcialmente cristiano, el riesgo es la ausencia de testigos, no la
imposición de las ideas.
Tenemos
miedo de testimoniar nuestra fe a los demás, entendemos que tenemos que justificar
nuestras creencias y tenemos miedo de que nuestras razones fallen frente al
pensamiento contemporáneo.
La
idea de que la fe es una licencia arqueológica que se concede a sujetos frágiles
y emotivos, al final también nos contagia.
Pero
este es el momento del testimonio. Muchos hermanos y hermanas están llamados a
dar testimonio con su sangre. Como lo hicieron, hace un tiempo, los cristianos
coptos (desarmados, mujeres y niños), en una peregrinación a un monasterio: los
mataron porque simplemente eran cristianos.
Jesús,
pide que lo reconozcamos ante de los hombres, que hagamos visible y reconocible
nuestra fe. Necesitamos profundizar nuestra fe, sacudir el polvo de la
tradición y del conservadurismo, y volver a descubrir el rostro extraordinariamente
humano y compasivo, creíble y razonable del Dios de Jesucristo.
Proclamadlo desde los tejados
No
en las iglesias, no en la sacristía, no en el pequeño rebaño, sino en la plaza,
en el bar, en la oficina. La fe se ha ocultado demasiado tiempo en los templos,
sin haber tenido el valor de contagiar nuestras vidas. ¿No es este el drama de
nuestra fe? ¿El haber estado atrincherados con timidez en el reducido espacio
del Espíritu? ¿No es porque Dios ha sido expulsado de nuestra economía, de nuestras
decisiones, de nuestras familias, de nuestra cultura, y lo hemos idolatrado en los
tiempos sagrados, por lo que muchas personas sospechan del Evangelio, como si
fuese una renuncia a la plena humanidad?
Proclamemos
el Evangelio desde los tejados y azoteas.
Suave firmeza
Pero
hay que ser claros: hay que hacerlo sin ningún tipo de fundamentalismo
religioso, sobre todo en estos tiempos de excesos que soplan sobre el nunca
apagado espectro de las guerras de religión y del nacional catolicismo.
Vivir
el Evangelio con seriedad no puede llevar, en absoluto, a actuar sin el debido
respeto a los demás, que exige la caridad.
Los
cristianos experimentamos un respeto absoluto por la experiencia humana,
ciertamente, pero también con la exigencia de ser reconocidos como ciudadanos
de pleno derecho, con una fuerte experiencia reestructuradora de la sociedad. Si
en países lejanos el riesgo es de ejercer la fe como un arma, nuestro riesgo
es, por el contrario, la insignificancia social de la fe.
Un
cristianismo reducido a la ética o la asistencia social ha perdido de vista
completamente la exigencia de plenitud y totalidad que el Señor quiere de
nosotros.
“El amor nos incita”, decía San Pablo. Es el amor a Dios y a la humanidad
el que nos hace gritar desde los tejados; es la percepción de la salvación la que
puede llenarnos el corazón para salir a decir, a los que viven en el miedo y la
soledad, que hay una plenitud, y que esta plenitud tiene el rostro y los ojos
de Cristo.
Pero
hacer esto cuesta mucho. Cuestan las miradas sospechosas, cuestan los chistes sobre
el exceso de proselitismo, cuestan los juicios, las manipulaciones (está de
moda, en el trabajo, dar más trabajo a los cristianos, ya que, por lo visto,
han de estar más dispuestos a hacer favores ...), cuesta en las decisiones
dolorosas que uno ha de tomar (la honestidad, el respeto, el amor a la vida), cuesta
en las persecuciones (¡25 millones de cristianos asesinados durante el brillante
siglo XX!).
Indudablemente,
ser cristianos en serio, cuesta. Hagámonos una pregunta: ¿cuánto te cuesta a ti
ser cristiano? ¿Nada? Mala señal...
En
el esfuerzo de dar testimonio del Señor se nos asegura que estamos en el
corazón de Dios, en la plenitud de su atención cariñosa.
Queridos
hermanos, que seamos capaces de proclamar el Evangelio con nuestras vidas. Así
sea.
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