Hemos escuchado en el evangelio del pasado domingo que proclamásemos desde las azoteas que nuestro Dios cuida de los gorriones; que gritásemos con nuestra vida y nuestra esperanza, que el verdadero rostro de Dios es muy diferente de lo que nuestros miedos proyectan en nuestro subconsciente. La apasionada petición de Jesús es una invitación apremiante, un incentivo para hacer como Mateo, dejar todas nuestras presuntas certezas para seguir al Maestro; una amonestación para salir de un cristianismo de sacristía, para superar la demasiado difundida vergüenza de manifestarnos cristianos.
Hoy,
en cambio, hemos de armarnos de paciencia para comprender en profundidad uno de
los evangelios más difíciles y, a la vez, liberadores de la Biblia.
La clasificación del amor
En
una ocasión, un señor, al final de una misa en la que se había leído el
Evangelio de hoy, me dijo: “Padre, yo soy muy evangélico: no soporto a mi
suegra.” En efecto, lo que Jesús nos pide es asombroso: pide que le amemos, por
lo menos, como se ama a la esposa, a un hijo, al padre. En otro punto arduo del
Evangelio, Jesús dice: “amar más a Dios” (lo que, en hebreo, lengua retorcida, se
dice: “amar menos a los demás”, es decir, odiarlos ...).
Aquí
ya no se entiende nada: ¿no nos revela el Evangelio el tierno rostro de un Dios
que nos conoce y nos ama en profundamente? ¿Un Dios tan enamorado de la vida que
se hace hombre? ¿Cómo puede este Dios que nos ha revelado la belleza absoluta
de los sentimientos humanos, la armonía profunda que ha puesto en el corazón de
la Creación, cómo puede pedirnos que no experimentemos el amor, la experiencia
más hermosa que podemos tener en esta tierra?
Amigos,
hemos de entender esta liberadora Palabra.
En
primer lugar, Jesús nos dice que lo que tiene que ver con Dios es el orden del
amor, no el orden del deber ni de la moral. Cuando él, el Maestro, habla de
Dios, siente que su corazón vibra profundamente. El Dios de Jesús no tiene nada
que ver con la repetición aburrida y cansada de ritos supersticiosos, ni con un
respeto agrio y rígido de unas reglas que busco para justificarme en lo que
hago.
Jesús nos desconcierta sacando a Dios del vocabulario de lo sagrado y de la religión, para colocarlo en ese otro contexto, suave y aterciopelado, del amor y del afecto. Jesús dice, sencillamente, que tener una experiencia de Él significa enamorarse.
Él
dirá, en efecto, que es capaz de darnos más alegría que la mayor de las alegrías
que un ser humano pueda experimentar. Jesús quiere llenar el corazón del
discípulo que le busca.
Amémonos,
hermanos, busquemos crecer en el difícil arte del amor que nos hace libres y nos
hace crecer, del amor que no posee, sino que se entrega, de la mirada que no
acapara, sino que estima y respeta. Es en ese amor donde se encuentra la medida
del amor con que Dios nos ama.
Si
tu experiencia de enamorado, de padre, de madre, o de hijo es hermosa, ¡cuánto
más grande puede llegar a ser el encuentro con el Señor!
Cruces
Pero
el amor no es fácil. Muchas veces sentimos en nosotros el límite del amor, la
fragilidad de la entrega que nos gustaría lograr, pero que es ambigua, dolorosa
y crucificante. Aprender a amar cuesta mucho esfuerzo, deshacerse del pequeño
dictador que habita en nosotros no es fácil, encontrar un equilibrio que me haga
feliz con lo que he descubierto que soy, es un empeño que lleva toda una vida.
La
vida es difícil a veces. Jesús nos pide afrontarla tal como viene, sin
desesperación, llevando la cruz de la contradicción, siendo pacientes al
reconocernos capaces de un crecimiento.
Frecuentemente,
se dicen muchos despropósitos sobre la cruz. Permitidme aclarar algunas cosas sencillas.
Dios
no nos envía las cruces, ni la cruz nos hace bien. Las cruces nos las da la
vida, la falta de salud, los demás, nuestras comeduras de coco; pero no nos las
da Dios. Él no piensa que la cruz sea educativa, no digamos estupideces. Es
como si un padre dijese: “Ya que el dolor fortalece y ayuda a crecer, le corto
un brazo a mi hijo!
Como
dice Jesús, podemos hacer de la cruz una oportunidad de crecimiento, una
posibilidad de ir a lo esencial. Jesús también tomará una cruz, no como resultado
de su elección, ni como consecuencia de sus errores, y la transfigurará. Ser discípulo,
como Mateo, significa que el tesoro en el campo que él ha encontrado merece la
pena de cualquier esfuerzo por poseerlo y conservarlo.
Jesús
dice que encontrarlo a Él es encontrar la experiencia más desconcertante de la
vida y que vale la pena dejarlo todo para poseerla. Que “perder” la vida en el
Señor no significa tirarla, sino confiarla a la ternura que cura al mundo.
A la caza de profetas
Los
profetas caminan hoy entre nosotros disfrazados como trabajadores, con el rostro
anónimo de mi colega de la oficina, con el rostro cansado y acabado de una madre
de familia. Los profetas a menudo no saben que son profetas y no saben mucha teología.
Ellos viven las experiencias de la vida con serenidad y libre sumisión, amando
con el amor del que son capaces. Son personas que han dado tanto a la vida, que
no se desesperan y viven buscando un sentido a su paso por ella.
Hay
muchos profetas alrededor nuestro, sólo queda buscarlos. Pidamos al Espíritu que
nos permita leer los corazones, no las marcas de la ropa; que nos ayuda a mirar
a los ojos, no a las frases altisonantes y efectistas; que nos haga captar la
cantidad de energía que hay en la vida de cada persona, no cuántos caballos tiene
el motor de su coche. Y cuando los reconozcamos, démosles un vaso de agua fresca:
una sonrisa, un guiño, un apretón de manos, una broma.
Haciendo
esto daremos la bienvenida a este Dios que, por ahora, le gusta esconderse detrás
de los ojos cansados de las personas auténticas. Que así sea.
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