Primera Lectura: Zac 9, 9-10
Resurrección,
Pentecostés, Trinidad, Corpus Christi. La sucesión de estas grandes fiestas-memoria,
esenciales en nuestro recorrido de fe, nos han conducido hasta el verano.
El
mes de julio comienza retomando el evangelio de Mateo, más o menos allí dónde
lo habíamos dejado, y nos acompañará en el así llamado tiempo ordinario hasta finales
de noviembre. Tendremos así una mejor ocasión de conocer al escriba recaudador,
trasformado en discípulo, y tendremos ocasión de captar su personal experiencia
de seguimiento.
Mateo,
un hombre convencido de las opciones que había tomado - rico y temido - dejó todo
para seguir al carpintero de Nazaret, dejó su fama y su riqueza para ver a aquel
Profeta que se conmovía ante la muchedumbre sin futuro, escuchó su autorizada
Palabra creyendo, en serio, que Dios se cuida de los gorriones y cuenta el
número de pelos de nuestra cabeza. Mateo vivió la alegría más grande que un
hombre puede experimentar en su vida: se convirtió en discípulo del Señor.
Pero
¡atención!: sólo quién tiene un corazón sencillo, sólo quién deja de lado la
lógica ilusoria del aparentar y del poder, puede entender esto. Tenemos mucho
que cambiar. Dios descoloca los equilibrios y las relaciones entre las personas:
no es dichoso quien es rico, quién triunfa, quién se realiza. Es dichoso quién
acoge la Palabra. Y, lo que es más chocante, son los pobres los que más y mejor
la acogen; por eso son bienaventurados.
Un Dios anárquico
El
mismo Jesús queda descolocado por la lógica del Padre, y estalla en un canto de
alegría: las cosas del Reino son entendidas por los apaleados de la historia,
no porque sean apaleados, sino porque están dispuestos a poner en tela de
juicio, tanto a ellos mismos como sus criterios.
Nuestro
mundo occidental profesa como dogma intocable el mito del progreso y del
bienestar: la economía ha reemplazado a la política y a la ética. Echad un
vistazo a los medios de comunicación: para ser tenido en cuenta tienes que
aparentar, poseer, poder gastar. Él último teléfono inteligente, la última
tableta de datos, la última moda, las cosas más cool y extra-cool. Los
jóvenes y adolescentes, víctimas de ese bombardeo mediático, visten todos rigurosamente
iguales, esclavos de la marca de moda, sin cuestionarse el problema de qué es
lo que les está reservando el futuro.
El
mundo es de los fuertes: de los futbolistas que cobran obscenos millones de euros,
de las modelos, de los arrogantes, de la gente guapa. El que vence es siempre el
mejor, no cuenta para nada llegar el segundo: el segundo está derrotado. Vencen
los más “guay” y, si eres duro y agresivo, si tienes contactos, si tienes ánimo
y aguante, podrás quizá un día, tal vez, formar parte de los fuertes.
Sin embargo, Dios no quiere que venza el mejor y más fuerte, más bien es él quien ha vencido y ha ganado la victoria para todos. Sabe lo que cada uno es, sabe que para Él cada uno es precioso, una pieza única, una obra maestra, un fuera de serie, y no podemos engañarnos creyendo que tenemos que mostrar a toda costa nuestro valer, batiéndonos toda la vida en conseguir resultados cada vez más altos.
Al
leer los periódicos – escritos siempre por los vencedores – oiremos las usuales
y lúgubres cantinelas: “Siempre ha sido así”, “vence el más fuerte”, “es el
instinto”, “prevalece la selección natural del mejor”.
Pero
hay otra Palabra, mucho más acreditada, que se ríe de esta presunción altiva, tan
parecida a los edictos altisonantes que aparecían impresos en las estelas de los
asirios y babilonios que invadieron Palestina con carros y caballos. Dios dice
la última Palabra, Palabra de paz, Palabra que sostiene a los derrotados, a los
olvidados de la historia, a los excluidos de las decisiones de los grandes de
la tierra.
En
la primera lectura, el profeta anima a la hija de Sión, un barrio de la capital
Jerusalén, que había surgido al norte de la ciudad santa y estaba habitado por
los fugitivos del norte, que se habían refugiado de la furia de los asirios, en
la invasión del año 721. Un barrio pobre de chabolas que, como Zacarías sueña,
acoge la llegada de Dios humildemente vestido.
Los
pobres y los desheredados son bienaventurados, no por su condición, sino porque
el Señor Dios sale de entre ellos, nace de María - la hija de Sión - para
encontrarse con la humanidad.
En
cambio, el hombre contemporáneo, engañado por sus delirantes certezas, se cree
de veras que es el dominador del universo y se somete a un desquiciado estilo
de vida, sin preguntarse mucho por la validez de sus opciones.
Dios
- que nos conoce - dice exactamente lo contrario. El único que de verdad ha
triunfado es el Señor, el verdadero dominador del Universo, que se ríe de nuestras
infantiles paranoias, y nos pide vivir en el Espíritu, no en la carne, entrar
en otra lógica, la de Dios, la de la interioridad, dónde los resultados se
miden por el amor, no en los porcentajes del balance de resultados de una
empresa.
El
propio Jesús, cuando ve realizada esta lógica divina, queda asombrado, porque su
evangelio, su misión es despreciada por los intelectuales y por los advenedizos
de turno, y es entendida y acogida, en cambio, por los derrotados de la
historia. Los sabios de este mundo no se han enterado. “Has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has
revelado a la gente sencilla” y no a los fariseos, no a los escribas, no a los
saduceos, no a la clase sacerdotal sino a los humildes.
Y
Jesús exulta y exalta la lógica del Padre: Dios no premia a los primeros y
triunfadores sino a los que no se esperan nada. Dios no mira a los méritos sino
al corazón.
Elogio de la derrota
Jesús
se dirige a los derrotados, a los perdedores, a cuantos no tienen nada más que
el deseo. Y a tantos otros - la gran parte de la humanidad - que viven momentos
de cansancio, que tienen la impresión de haber perdido el tren de la historia y
del éxito, sin que nadie les dijera a qué hora iba a pasar.
Jesús
pide que vayamos a él, nos pide que abandonemos las categorías de este frágil
mundo y que nos fiemos de él, sólo de él. Que vayamos a él los que estamos cansados,
agobiados, oprimidos por todo tipo de yugos y cargas.
Jesús
ha hecho su elección, ha decidido alinearse con los perdedores, se ha puesto de
parte de los derrotados con mansedumbre y realismo, con humildad. Ha decidido amar.
Aunque
yo esté herido o derrotado, aunque sea perdedor, o cojo, o ciego en mi corazón
y en mis opciones, puedo amar, al menos un poco. Tal vez mal, o equivocándome, pero
puedo amar.
Seremos
juzgados sobre el amor. La única moneda que no se deprecia ante los ojos de
Dios es el amor. No es la devoción, ni el ritualismo, ni la costumbre religiosa,
sino el amor.
¿Y
tú, amigo, de qué parte eliges de estar, con qué lógica quieres razonar tu vida?
Estamos
invitados a repetir una y otra vez, a nosotros mismos y al mundo, cuál es la
verdadera realidad de las cosas y a vivir en consecuencia: pensar con sencillez,
vivir en el Espíritu, estar dispuesto a desenmascarar las falsas seguridades
que me proponen y me quieren vender con toda suerte de engaños.
No
nos desanimemos. Pongámonos de parte de Dios, de parte de los perdedores. Y acojamos
la persuasiva Palabra del Dios que dice a cada derrotado de la historia: “Venid a mí todos los cansados y agobiados
que yo os aliviaré”.
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