En
el corazón del verano hablamos de la Palabra de Dios. Palabra que llena, que
sacude, que convierte, que reanima, que impacta, que consuela. Palabra que
penetra como una espada de doble filo en las profundidades de nosotros mismos,
hasta los abismos del corazón, para juzgar e iluminar, para desvelarnos el
verdadero rostro de Dios y para desvelarnos a nosotros mismos lo que somos.
La
Palabra que escuchamos cada domingo, y que intentamos convertir en nuestra luz y
nuestro empeño de cada día. Palabra solemnemente recobrada para el pueblo de
Dios después del Concilio Vaticano II pero que, desafortunadamente, todavía hoy
es muy desconocida para la mayoría de los creyentes, incluso los cristianos.
Es
muy desalentador ver así a muchas personas que ignoran los evangelios y siguen,
sin embargo, la profecía del último adivino de turno, o incluso del teólogo de
moda; entristece escuchar muchas prédicas que hablan de todo, menos de comentar
la Palabra solemnemente se ha proclamado unos instantes anteriores; inquieta
ver cómo se apunta a la Iglesia por sus impopulares posiciones éticas y no se
alude nunca a ella cuando, fiel al mandato recibido por el Señor, proclama la
Buena Noticia a todas las gentes.
Al
principio del verano, la Palabra que hemos escuchado reflexiona sobre ella
misma para recordarnos que Dios no se cansa de nosotros, que la eficacia de sus
palabras no está determinada por nuestra capacidad de repetirlas, sino de
acogerlas en el corazón y en la vida.
Una Palabra eficaz
Isaías,
el tercer Isaías, habla al desmoralizado pueblo de Israel que estaba desterrado
en Babilonia. Habían pasado ya muchas décadas desde que el profeta Ezequiel
había hecho promesas de retorno, pero ya nadie pensaba en serio que se pudiera volver
a Jerusalén.
La
profecía, entonces, se alza con firmeza: la lluvia y la nieve fecundan la
tierra y sólo vuelven al cielo después de haber cumplido su misión. Así será
Palabra de Dios.
Ciertamente,
los tiempos de Dios no son los nuestros, pero la eficacia de sus promesas es
indiscutible.
Isaías
también nos invita a nosotros, exiliados del Reino de Dios, a no desanimarnos
en estos tiempos difíciles, sino a perseverar en la lectura y en la meditación frecuente
y aún diaria de la Biblia.
Tal
vez la Palabra que estudiamos y escuchamos, que profundizamos y oramos, no nos
dice nada en el momento de oírla. Pero, creedme, lo he experimentado cientos de
veces: una Palabra acogida en el corazón vuelve a la mente cuando menos lo
esperamos.
La Palabra de Dios es eficaz, pero si no la conocemos, si la ignoramos, o si la dejamos al lado y al mismo nivel de otras muchas – demasiadas - palabras humanas, no podrá fecundar nuestro corazón ni dar el fruto que deseamos.
El sembrador
La
parábola del sembrador es una de las pocas explicadas directamente por el Señor.
Jesús habla de ello en un momento no fácil de su misión, en el que tiene la
triste impresión de que sus palabras están siendo tergiversadas y distorsionadas.
Es una parábola de trazos oscuros y problemáticos. Tal parece que la eficacia
de su predicación esté siendo neutralizada por las diversiones, por las
preocupaciones de la vida, y por las maniobras del adversario.
Pero
lo más asombroso es que, a pesar de todo, el sembrador lanza la semilla con
abundancia. También en las piedras y entre las zarzas. Esa era la técnica que
se empleaba para sembrar en la época: primero se lanzaba la semilla a voleo y
después se mezclaba con los terrones mediante el arado.
Pero
lo que subraya esta estampa campesina es el optimismo de Dios que sigue
sembrando su Palabra en este mundo, ahogado con tantas palabras, que relega la
Palabra de Dios al testimonio aburrido de una religiosidad arcaica y popular, reducida
a palabras inútiles, que hacen sonreír por su desconcertante ingenuidad.
Y
no es así, la Palabra no es para nada ingenua, sino que sigue iluminando
nuestras vidas, aunque haya caído entre piedras. Como las florecillas y hasta los
arbustos que, no se sabe cómo, agarran entre las grietas de los peñascos de nuestros
montes.
Resultados
¡Cuánta
razón tiene Jesús cuando dice que, a menudo, el enemigo se lleva la Palabra por
delante! ¿Un ejemplo sencillo?
¿Qué
evangelio hemos leído domingo pasado? Ni idea… Lo hemos olvidado ya.
¡Hace
falta insistencia y constancia para acordarse de la Palabra, además de un
calendario litúrgico o de algún truco de discípulo experto…!
Tiene
razón Jesús cuando dice que, a menudo, la Palabra tiene que vérselas con las
preocupaciones y las ansiedades de la vida. ¡Cuántas personas se sorprenden
cuando, tratando de iluminar sus opciones con las palabras del Señor, contestan,
ingenuamente, que la vida es otra cosa!
Pero,
a pesar de todo y gracias a Dios, la semilla de la Palabra sigue produciendo fruto,
y fruto abundante.
Produce
fruto en quién, leyendo la parábola, se ha reconocido como un terreno duro y
pedregoso.
Produce
fruto en quién, con dolor, tiene que admitir que, demasiado a menudo, la Palabra
escuchada le ha sido robada o ahogada por las preocupaciones de la vida. Porque,
precisamente, su dolor manifiesta el deseo que tiene de custodiar la Palabra y de
hacerla crecer.
Ese
deseo profundo de acoger la Palabra de Dios es el terreno bueno donde la
semilla puede dar su fruto.
¡Qué
no se apague ese profundo deseo en nuestro corazón, para que siempre la Palabra
oriente nuestras vidas!
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