Dios,
nuestro Padre, lanza la semilla de la Palabra a manos llenas, con abundancia,
con la íntima convicción de lograr hacer brecha siempre en nuestro corazón.
Y
así es: si, después de dos mil años, todavía estamos aquí a la escucha de la Palabra,
es porque el Señor ha cavado en nuestros corazones, ha fecundado nuestras opciones,
ha cambiado nuestra vida.
¿Pero,
si la Palabra se ha difundido y ha arraigado en el corazón de millones de
personas, por qué tenemos todavía en el corazón esa desagradable sensación de que,
a pesar de dos mil años de presencia cristiana, el mundo sigue sumergido en las
tinieblas?
¿Qué
es lo que ha cambiado, concretamente, en estos dos mil años de historia?
La
semilla es lanzada con abundancia, ciertamente, y quien la acoge con honestidad
sabe muy bien lo difícil que es hacerla crecer.
Pero,
para complicar las cosas, parece ser que no sólo Dios es el que siembra: el
maligno siembra también la cizaña tenazmente en nuestro campo.
Cizaña
El
mundo está sembrado con buen grano. Merece la pena recordar lo que el libro de
la Sabiduría dice que si contemplamos con honestidad la creación podemos concluir
que Dios es el artífice de tanta armonía y que, por lo tanto, él es justo y benévolo.
El
mundo es bello, el hombre es bueno, aunque sea difícil creerlo en algunos momentos.
Pero Jesús afirma con serenidad y con fuerza que así es. Tal vez nos hayamos olvidado
de mirar bien, de leer más allá de las apariencias y de captar lo esencial. Lo
esencial, que es invisible a los ojos, como dice El Principito.
O,
en palabras de Hermann Hesse: No hay más realidad que la que tenemos dentro.
Por eso la mayoría de los seres humanos vive tan irrealmente; porque cree que
las imágenes exteriores son la realidad y esas no permiten a su propio mundo
interior manifestarse.
El
enemigo siembra la cizaña, a hurtadillas, por la noche dice el evangelio. El
bien y el mal crecen juntos y nos damos cuenta de ello a medida que vamos
creciendo.
La
sabiduría del dueño del campo, en la parábola de hoy, es asombrosa: despide a
los sirvientes celosos que quieren que su entorno sea un bonito jardín inglés, empeñados
con pasión en arrancar la cizaña y las malas hierbas para que todo luzca
bonito.
“Tened
paciencia” dice en cambio el dueño, para no correr el riesgo de arrancar el
trigo bueno con tanta furia limpiadora.
En
la Palabra sembrada, el pasado domingo, el Reino de Dios crecía compartiendo el
mismo campo con las tinieblas, la oscuridad, es decir, con la cizaña. Es la
experiencia que todos los hijos de la luz tienen antes o después: a pesar de
los dos mil años de Evangelio, la mala hierba parece que ahoga el anuncio de la
salvación. De palabra y en teoría todo parece funcionar, pero con los hechos
tenemos que rendirnos a la evidencia: a pesar de que Cristo ya nos ha salvado, encontramos
dificultad en aceptarlo y aprender de él. La salvación es cosa seria y Jesús, el
Maestro, sabe que la luz y las tinieblas se enfrentan y que las tinieblas hacen
siempre más ruido.
Sólo
hay una cosa que es peor que el mal: acostumbrarse a él, darle carta de
ciudadanía, como algo cotidiano e ineludible; fingir e ignorarlo, pensando que,
en el fondo, entre la luz y las tinieblas es mucho mejor vivir en un bello
claroscuro.
O bien hacer el talibán cristiano, suplantando al mismo Dios, siendo más papistas que el Papa, haciéndose justicieros fundamentalistas que quieren hacer limpieza a toda costa, poner orden, arrancar la cizaña a cualquier precio.
Paciencia
También
cada uno de nosotros, como los criados de la parábola, quisiéramos claridad,
soluciones, inmediatez. Quisiéramos que venciese el bien, quisiéramos creer en
un Dios intervencionista que premia a los buenos y castiga a los malos.
Y
en cambio no es así. La cizaña y el trigo crecen juntos dentro de cada uno de
nosotros. En mí mismo, no en mi jefe que es un antipático, o en aquél descreído
que no teme a Dios ni a la gente, ni en ese que va llevando la vida trancas y
barrancas. Sino en mí. Y el Señor también nos pide a cada uno de nosotros que
tengamos paciencia con nosotros mismos. Que nos juzguemos todos, unos a otros,
con misericordia.
La
paciencia nos recuerda el dolor (el padecer, que es de donde deriva la palabra)
y la espera. Tener paciencia es esperar con dolor, sabiendo que el mal tendrá su
fin. Vivimos en la propia piel la contradicción del mal que cohabita con el
bien, también en nuestros corazones, y el Señor nos pide que le dejemos a Él hacer
su trabajo.
Jesús
es insistente en esto. Lo importante es que el Reino sea, en cada uno de
nosotros, un grano de mostaza o una porción de levadura. Lo importante es que,
en el Parlamento de tu corazón, la mayoría absoluta la tenga el Evangelio.
Paciencia,
porque vivimos tiempos oscuros, en los que la razón y la fe tienen que abrirse
paso con fatiga entre la indiferencia y la insignificancia ante la vida.
Paciencia, amigos, que la guerra ya está vencida, el día avanza, y la verdad – inmensa
- cómo un arroyo subterráneo e imparable está alcanzando ya el mar.
Porque
el Reino avanza. Es asombroso y conmovedor verlo silencioso en el grano que crece
en la mirada de quien ama, en el juego limpio del niño, en el gesto generoso de
quien pone gestos de luz en las tinieblas espesas, en las orquídeas salvajes
que crecen sólo para cantar la belleza, sin que nadie las vea o vaya a cogerlas
en las profundidades de unas selvas desconocidas.
Paciencia,
discípulos del Señor, que ha venido a traer fuego y paciencia en nuestras
pobres y poco creíbles comunidades cristianas, paciencia cuando descubrimos las
fragilidades de nuestros compañeros de camino, paciencia cuando un connatural
instinto de superioridad nos hace juzgar, con semblante muy devoto, eso sí…, a los
hermanos más débiles y pecadores.
Ten
paciencia contigo mismo. Bien sabemos que el deseo de dividir el mundo en buenos
(nosotros) y malos (los otros), ha llevado en el pasado a los cristianos a horribles
senderos de violencia. Para los cristianos el enemigo no es nunca el otro, sino
que está dentro de cada uno de nosotros.
¡Busquemos
la cizaña, con serenidad y sin engaño, dentro de nosotros mismos, llamándola
por su nombre, y fijémonos también en el trigo bueno sembrado por el Señor en
nosotros, que es mucho! La contradicción habita en cada uno de nosotros.
Es
peligroso querer arrancar definitivamente la cizaña antes de que el trigo haya
llegado a su plena maduración.
Paciencia,
si te parece que todavía hay demasiadas tinieblas que arruinan tu vida: tenemos
toda la vida por delante para aprender a vivir, para convertirnos. Paciencia,
si pensabas que eras el mejor cura, o un voluntario entregado, un marido excelente,
una religiosa dedicada, o un profesional intachable: a veces, como nos enseña
el apóstol Pedro con su propia vida, una desquiciante experiencia del límite nos
abre de par en par el dique de la misericordia. Y nos hace parecidos al sabio
dueño del campo de la parábola.
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