Traducir

Buscar este blog

sábado, 27 de mayo de 2023

DOMINGO DE PENTECOSTÉS (Ciclo A)


Primera Lectura: Hch 2,1-11
Salmo Responsorial: Salmo 103
Segunda Lectura: 1 Cor12, 3b -7. 12-13
Evangelio: Jn 20, 19-23

Hoy celebramos el regalo del Espíritu, que Jesús prometió. El don del Espíritu defensor y de consuelo, espléndido en sus siete dones. Hoy se nos ha entregado, y el Resucitado pide a sus discípulos que lo anuncien empezando por la Galilea de los gentiles, sabiendo que él está para siempre con nosotros.

Ha comenzado el tiempo de la Iglesia: somos nosotros, ahora, los que tenemos que hacer visible el Reino de Dios, mientras esperamos la vuelta gloriosa del Señor en la plenitud de los tiempos.

Pero sentimos el peso de este encargo, la insuficiencia de nuestra fe, la fragilidad de nuestro anuncio. No somos capaces de hacer presente al Señor, para ell0 necesitamos una ayuda, un entrenador, un socorrista, un abogado. Necesitamos el Espíritu Santo.

Pentecostés

Aquel día era Shevuot o Fiesta de las Primicias. La fiesta con significado agrícola que correspondía con la época del año en la que se recogían los primeros frutos y se llevaban al Templo de Jerusalén. Para los fieles griegos era Pentecostés, los cincuenta días después de la Pascua, cuando celebraban también el recuerdo del día de la entrega de la Ley – la Torah - en el monte Sinaí.

Israel estaba muy orgulloso de la Ley que Dios le había entregado; aun siendo el más pequeño de entre los pueblos, fue elegido para testimoniar al mundo el verdadero rostro del Señor clemente, compasivo y misericordioso.

Exactamente aquel día, y no por casualidad, sitúa Lucas la venida del Espíritu Santo. Espíritu que ya había sido entregado en la cruz y el día de la Pascua. ¿Para qué repetir esta efusión? ¿Por qué ese día?

Tal vez Lucas quiere decir a los discípulos que la nueva Ley es un movimiento del Espíritu, una luz interior que ilumina nuestro rostro y el de Dios. Jesús no añade más preceptos a los muchos – incluso demasiados -presentes en la Ley oral judía, sino que los simplifica, los reduce a lo esencial.

A los discípulos se les pide un solo precepto: el mandamiento nuevo del amor. Esto es fantástico y hace brotar un profundo agradecimiento: ¡gracias, Señor Jesús!

¿Pero qué significa amar en las situaciones concretas de la vida?

Aquí es donde viene el Espíritu en nuestra ayuda. Jesús no nos da unas nuevas tablas de la ley, sino que nos cambia el modo de verlas y nos cambia radicalmente el corazón. Hoy celebramos la Ley del Espíritu que nos ayuda a reconocer la vida con una nueva dimensión.

Truenos, nubes, fuego, viento

Lucas describe el acontecimiento, en los Hechos de los Apóstoles, refiriéndolo explícitamente a la teofanía de Dios en el monte Sinaí: truenos, nubes, fuego y viento son elementos que describen la solemnidad del acontecimiento y la presencia de Dios, pero que también pueden ser releídos en clave espiritual.

El Espíritu es trueno y terremoto porque nos sacude en profundidad, desquicia nuestras presuntas certezas y nos obliga a superar los lugares comunes sobre la fe y sobre el cristianismo.

El Espíritu es nube porque la niebla nos obliga a confiarnos en alguien que nos conduce para no perder el camino de la verdad.

El Espíritu es fuego que calienta nuestros corazones e ilumina nuestros pasos.

El Espíritu es viento que sopla y somos nosotros los que tenemos que orientar las velas para recoger su impulso y atravesar así el mar de la vida, navegando siempre avante.

El Espíritu se convierte en el “anti-babel”: si la arrogancia de los hombres llevó a la confusión de las lenguas, a la incomprensión permanente, la presencia del Espíritu nos hace oír una sola lengua y una sola voz: la del amor.

Invoquemos al Espíritu cuando no nos comprendamos en la familia, en la Iglesia, en el trabajo. Invoquémoslo cuando no logramos explicarnos.

El Espíritu hace convertirse a los despavoridos apóstoles en unos formidables evangelizadores: ellos ya no vuelven a tener miedo y se atreven a traspasar fronteras, a proclamar sin temor su fe y su esperanza.

Es Pentecostés, el día en que la Iglesia enloquece y se hace misionera.

Espíritu Santo

El Espíritu es la presencia del amor de la Trinidad en nuestra vida, el último regalo de Jesús a los apóstoles, al que Jesús llama vivificador, consolador, recordador, abogado defensor, y que tan invocado es, con ternura y fuerza, por nuestros hermanos cristianos orientales.

Sin el Espíritu hubiéramos muerto, exánimes, apagados, incrédulos y tristes. El Espíritu, discreto, impalpable, indescriptible, es la clave de bóveda de nuestra fe, que lo encaja todo.

El Espíritu, que ya hemos recibido cada uno en el Bautismo, es el que nos hace presente, aquí y ahora, al Señor Jesús. El que nos permite darnos cuenta de su presencia, que orienta a nuestros pasos para que se crucen con los suyos.

¿Estamos solos? ¿Tenemos la impresión de que nuestra vida sea un barco que hace agua de todas partes? ¿Nos sentimos incomprendidos o heridos? Invoquemos al Espíritu que es Consolador, es decir que “con-sola”, que hace compañía a quien está solo.

¿Escuchamos la Palabra y tenemos dificultad en creer, en pegar el salto definitivo de abandonarnos a Dios? Invoquemos al Espíritu que es Vivificador, que convierte nuestra pobre fe en auténtica y vivaz como la de los grandes santos.

¿Nos cansamos de inyectar a Jesús en las venas de vuestra vida cotidiana, prefiriendo tenerlo en un cajón bien planchado para sacarlo fuera el domingo en misa? Invoquemos al Espíritu que nos recuerda lo que Jesús ha hecho por nosotros.

¿Estamos roídos por el sentimiento de culpa? ¿Nos ha pedido la vida  alto precio a pagar? ¿Nos obsesiona la parte oscura de nuestra vida? Invoquemos al abogado defensor, el Paráclito, que se pone a nuestra derecha y apoya nuestras razones frente a toda acusación.

Así tuvieron que ser habitados los apóstoles por el Espíritu, que les dio la vuelta como a un calcetín, hasta llegar a ser definitivamente anunciadores y, entonces, sólo entonces, empezaron a entender y a recordar con el corazón.

Si habéis sentido alguna vez estallar el corazón, escuchando la Palabra, estad tranquilos: ¡era el Espíritu que, por fin, lograba forzar la cerradura de vuestro corazón y de vuestra incredulidad!

            Es lo que hoy celebramos, en el domingo de Pentecostés.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.