Hoy
celebramos el regalo del Espíritu, que Jesús prometió. El don del Espíritu
defensor y de consuelo, espléndido en sus siete dones. Hoy se nos ha entregado,
y el Resucitado pide a sus discípulos que lo anuncien empezando por la Galilea
de los gentiles, sabiendo que él está para siempre con nosotros.
Ha
comenzado el tiempo de la Iglesia: somos nosotros, ahora, los que tenemos que hacer
visible el Reino de Dios, mientras esperamos la vuelta gloriosa del Señor en la
plenitud de los tiempos.
Pero
sentimos el peso de este encargo, la insuficiencia de nuestra fe, la fragilidad
de nuestro anuncio. No somos capaces de hacer presente al Señor, para ell0 necesitamos
una ayuda, un entrenador, un socorrista, un abogado. Necesitamos el Espíritu
Santo.
Pentecostés
Aquel
día era Shevuot o Fiesta de las
Primicias. La fiesta con significado agrícola que correspondía con la época del año en la que
se recogían los primeros frutos y se llevaban al Templo de Jerusalén. Para los
fieles griegos era Pentecostés,
los cincuenta días después de la Pascua, cuando celebraban también el recuerdo
del día de la entrega de la Ley – la Torah - en el monte Sinaí.
Israel
estaba muy orgulloso de la Ley que Dios le había entregado; aun siendo el más
pequeño de entre los pueblos, fue elegido para testimoniar al mundo el
verdadero rostro del Señor clemente, compasivo y misericordioso.
Exactamente
aquel día, y no por casualidad, sitúa Lucas la venida del Espíritu Santo.
Espíritu que ya había sido entregado en la cruz y el día de la Pascua. ¿Para qué
repetir esta efusión? ¿Por qué ese día?
Tal
vez Lucas quiere decir a los discípulos que la nueva Ley es un movimiento del
Espíritu, una luz interior que ilumina nuestro rostro y el de Dios. Jesús no
añade más preceptos a los muchos – incluso demasiados -presentes en la Ley oral
judía, sino que los simplifica, los reduce a lo esencial.
A
los discípulos se les pide un solo precepto: el mandamiento nuevo del amor.
Esto es fantástico y hace brotar un profundo agradecimiento: ¡gracias, Señor Jesús!
¿Pero
qué significa amar en las situaciones concretas de la vida?
Aquí
es donde viene el Espíritu en nuestra ayuda. Jesús no nos da unas nuevas tablas
de la ley, sino que nos cambia el modo de verlas y nos cambia radicalmente el corazón.
Hoy celebramos la Ley del Espíritu que nos ayuda a reconocer la vida con una
nueva dimensión.
Truenos, nubes, fuego, viento
Lucas describe el acontecimiento, en los Hechos de los Apóstoles, refiriéndolo explícitamente a la teofanía de Dios en el monte Sinaí: truenos, nubes, fuego y viento son elementos que describen la solemnidad del acontecimiento y la presencia de Dios, pero que también pueden ser releídos en clave espiritual.
El
Espíritu es trueno y terremoto porque nos sacude en profundidad, desquicia
nuestras presuntas certezas y nos obliga a superar los lugares comunes sobre la
fe y sobre el cristianismo.
El
Espíritu es nube porque la niebla nos obliga a confiarnos en alguien que nos
conduce para no perder el camino de la verdad.
El
Espíritu es fuego que calienta nuestros corazones e ilumina nuestros pasos.
El
Espíritu es viento que sopla y somos nosotros los que tenemos que orientar las
velas para recoger su impulso y atravesar así el mar de la vida, navegando
siempre avante.
El
Espíritu se convierte en el “anti-babel”: si la arrogancia de los hombres llevó
a la confusión de las lenguas, a la incomprensión permanente, la presencia del
Espíritu nos hace oír una sola lengua y una sola voz: la del amor.
Invoquemos
al Espíritu cuando no nos comprendamos en la familia, en la Iglesia, en el
trabajo. Invoquémoslo cuando no logramos explicarnos.
El
Espíritu hace convertirse a los despavoridos apóstoles en unos formidables
evangelizadores: ellos ya no vuelven a tener miedo y se atreven a traspasar
fronteras, a proclamar sin temor su fe y su esperanza.
Es
Pentecostés, el día en que la Iglesia enloquece y se hace misionera.
Espíritu Santo
El
Espíritu es la presencia del amor de la Trinidad en nuestra vida, el último
regalo de Jesús a los apóstoles, al que Jesús llama vivificador, consolador, recordador,
abogado defensor, y que tan invocado es, con ternura y fuerza, por nuestros
hermanos cristianos orientales.
Sin
el Espíritu hubiéramos muerto, exánimes, apagados, incrédulos y tristes. El
Espíritu, discreto, impalpable, indescriptible, es la clave de bóveda de
nuestra fe, que lo encaja todo.
El
Espíritu, que ya hemos recibido cada uno en el Bautismo, es el que nos hace presente,
aquí y ahora, al Señor Jesús. El que nos permite darnos cuenta de su presencia,
que orienta a nuestros pasos para que se crucen con los suyos.
¿Estamos
solos? ¿Tenemos la impresión de que nuestra vida sea un barco que hace agua de
todas partes? ¿Nos sentimos incomprendidos o heridos? Invoquemos al Espíritu
que es Consolador, es decir que “con-sola”, que hace compañía a quien está
solo.
¿Escuchamos
la Palabra y tenemos dificultad en creer, en pegar el salto definitivo de
abandonarnos a Dios? Invoquemos al Espíritu que es Vivificador, que convierte nuestra
pobre fe en auténtica y vivaz como la de los grandes santos.
¿Nos
cansamos de inyectar a Jesús en las venas de vuestra vida cotidiana,
prefiriendo tenerlo en un cajón bien planchado para sacarlo fuera el domingo en
misa? Invoquemos al Espíritu que nos recuerda lo que Jesús ha hecho por
nosotros.
¿Estamos
roídos por el sentimiento de culpa? ¿Nos ha pedido la vida alto precio a pagar? ¿Nos obsesiona la parte
oscura de nuestra vida? Invoquemos al abogado defensor, el Paráclito, que se pone
a nuestra derecha y apoya nuestras razones frente a toda acusación.
Así
tuvieron que ser habitados los apóstoles por el Espíritu, que les dio la vuelta
como a un calcetín, hasta llegar a ser definitivamente anunciadores y,
entonces, sólo entonces, empezaron a entender y a recordar con el corazón.
Si
habéis sentido alguna vez estallar el corazón, escuchando la Palabra, estad tranquilos:
¡era el Espíritu que, por fin, lograba forzar la cerradura de vuestro corazón y
de vuestra incredulidad!
Es lo que hoy celebramos, en el
domingo de Pentecostés.
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