Los discípulos de Emaús regresan corriendo a
Jerusalén y les cuentan a los apóstoles su encuentro inesperado con el caminante.
Hablan apasionadamente, mientras que Tomás y Pedro sienten que se les llena,
aún más, el corazón.
El caminante, la conversación, los reproches, la
posada y aquel gesto, único, extraordinario, espléndido, que han visto hacer
cientos de veces: el partir el pan. Pero aquel gesto en aquel momento preciso es
diferente, ha cambiado, se ha transfigurado y, con aquel gesto, es como los
discípulos han reconocido a su Señor.
Sí, amigos, Jesús está realmente resucitado, esta
es la verdad, él es la Revelación del amor del Padre para todo el género
humano.
También los dudosos, los heridos, o los dañados como
Tomás, pueden tener esperanza. No hay un plazo determinado para convertirnos a
la alegría, tenemos todo el tiempo que haga falta para abandonar los sepulcros,
y dejarnos habitar por el espíritu del Resucitado.
De vuelta de Emaús
Y mientras los discípulos hablan del resucitado,
Jesús aparece y les da la paz. Quizás también os ha pasado a vosotros: Jesús
resucitado ha llegado a ti cuando otro te ha hablado de ello, comprometiéndose,
abriendo el corazón. Sucede así desde hace dos mil años: el Señor despierta
nuestros corazones mediante las ardientes palabras pronunciadas por sus
discípulos.
Dios pasa a través de nuestras débiles voces, traspasa
la barrera de nuestras incoherencias y de nuestras incongruencias y nos alcanza
justo allí donde nunca lo hubiéramos esperado.
También Dios ha llegado a nosotros por la
predicación de los testigos del resucitado. Pensemos en los mediadores de
nuestra fe: nuestros padres, nuestros catequistas, los cristianos que nos han
impactado por su entrega incondicional a los demás, los buenos ejemplos de
quienes han devuelto bien por mal, aquellas personas en cuya vida hemos intuido
cómo Dios nos ama.
Pero estas personas no han sido ni superhombres ni
supermujeres, tal vez incluso pudieron ser poco creyentes, como los dos de Emaús,
o como los atemorizados apóstoles, o como las mujeres en el sepulcro. ¿Cómo es
posible la presencia de las mujeres en el sepulcro? Pues, sí. Jesús sabe que
las mujeres, en Israel, ni siquiera podían hablar en público; su testimonio no
contaba. Y es, precisamente, a ellas a quienes les confía el mensaje de su resurrección.
Sí, amigos, a nosotros débiles, frágiles,
incoherentes, cojos y vacilantes, es a quien Dios confía el tesoro inestimable
de su Palabra.
Las dudas permanecen
Las dudas permanecen incluso después de la resurrección, aunque seamos apóstoles testigos del Señor. Como los discípulos, tantas veces pensamos que Jesús se nos ha de aparecer de modo misterioso, como un fantasma, o de una forma prefijada y calculada, o con pruebas apodícticas e irrefutables. Pero no es así. Nos movemos en otro ámbito, el de la fe, de la confianza, y nadie puede garantizarnos que todo lo que decimos sea absolutamente evidente o medible. En este ámbito, vivimos sólo de fe y de confianza en la vida y en la palabra de Jesús. Sólo con la fe, con la confianza en Jesús, podemos experimentar lo concreto de la ternura de Dios.
Porque Dios no es una evidencia, a Dios se le busca
y se le encuentra… o se le pierde. Así que, toda la vida es una superación de
nuestras dudas. Si hasta los apóstoles, testigos del resucitado tienen dudas, ¿vamos
a querer no tenerlas nosotros? ¿Quiénes nos creemos que somos?
Abrir la inteligencia
Para anunciar al Resucitado, para crecer en la fe,
sólo tenemos un modo de proceder: dejarnos hacer, dejar que la Palabra de Dios ilumine
nuestra inteligencia.
Desde hace muchos años compartimos esta Palabra,
que llena nuestro corazón, que atraviesa nuestra alma, que ilumina nuestra vida.
Somos muchos los que buscamos a Dios, sedientos de absoluto y de trascendencia.
La Palabra, leída con pasión e inteligencia, no
como unos turistas de la cultura bíblica, sino como unos mendigos en busca de sentido
y de ternura; esa Palabra será la que abra nuestro corazón a la fe y a la
confianza. Leamos la Palabra, profundicémosla, orémosla, anunciémosla, para que
nos llene y nos caliente el corazón, para que anuncie la vida y nos convierta.
No se trata de marketing ni de proselitismo, como
si vendiésemos planes adelgazantes, u ofreciésemos paraísos increíbles, no. Simplemente
estamos colmados hasta tal punto que nuestro corazón desborda la luz del Resucitado.
Y eso es lo que anunciamos.
Entonces…
Jesús confía a la Iglesia su mensaje y de esto somos
testigos:
- De que Dios ha decidido hacerse hombre, carne,
huesos, sudor, lágrimas, cansancio y alegría para contarnos cómo es su
verdadero rostro.
- De que Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre,
haya querido anunciar el rostro del Padre hasta al final, hasta el regalo total
de sí mismo, hasta la paradoja de la cruz.
- De que Jesús ha resucitado para siempre,
vivo entre los vivos, presente a los ojos de su comunidad.
- De que él nos manda a comunicar su amor y el
deseo de Dios: amar a cada una de las personas personalmente.
El Señor nos hace capaces de convertirnos en sus discípulos,
con el corazón lleno de ternura y de alegría, con la conciencia de que nuestros
evidentes límites no frenan el anuncio de la vida, que siempre fluye y nos
arrolla.
Ésta es la Iglesia, el sueño de Dios, la unión de
unos discípulos conscientes de sus límites que anuncian el Reino y lo viven en lo
concreto de cada día. Algo muy distinto de esa pequeñita imagen de capillita
egoísta y excluyente que llevamos en el corazón. Sólo Dios es capaz de hacernos
creíbles, si somos auténticos.
En el arduo camino de la fe, Cristo nos da su Espíritu
que nos enseña a leer y a interpretar la Escritura. Abre nuestras mentes a la
inteligencia de la fe, y nos permite entender, hacer resonar su Palabra y su vida,
e iluminar nuestras opciones.
La Palabra que celebramos cada domingo nos ayuda a
entender. El pan que compartimos, y que es la presencia real de Cristo, es la
comida que nos permite ir adelante, a pesar de todo.
Ánimo, pues, frágiles discípulos del Señor, que Él
nos llama a ser la transparencia del Resucitado, llenos de fe, confiadamente, más
allá de toda duda. Él nos acompaña en nuestro caminar.
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