¡Ha resucitado! La noticia ha atravesado los
siglos y ha llegado hasta nosotros, hoy.
Millones de hombres y mujeres han descubierto la
simple verdad: es inútil buscar al crucificado, no está aquí, ha resucitado. No
está reanimado ni simplemente vivo en nuestra memoria: Jesús de Nazaret ha resucitado
de la muerte y vive para siempre.
Su tumba, preciosamente guardada en Jerusalén,
vuelve a convocar a cientos de miles de personas cada año, hombres y mujeres
que, más o menos conscientemente, afrontan un viaje, que en el pasado era largo
y peligroso, para visitar una tumba. Una tumba vacía.
Ciertamente, la cosa puede dejarnos indiferentes o
llenos de dudas.
Especialmente en estos tiempos frágiles, somos
conscientes de que la fe en el resucitado pide un salto de calidad. Una cosa es
creer que un buen hombre, un profeta llamado Jesús, nos ha hablado de Dios de
modo innovador. Y otra cosa es profesarlo resucitado y presente, confesarlo
como la manifestación misma de Dios.
Es lo que le pasa al apóstol Tomás.
Tomás está decepcionado, amargado, derrotado. Su
terremoto interior tiene un nombre: crucifixión. Allí, sobre el Gólgota, Tomás ha
perdido todo: la fe, la esperanza, el futuro, en definitiva ha perdido a Dios.
Estuvo vagando durante días, como los demás,
huyendo por miedo a que le encontrasen y matasen. Humillado y trastornado, se
encuentra en el Cenáculo con los otros apóstoles que le dicen que han visto a
Jesús.
Y, allí, Tomás se endurece. Juan no nos habla de
ello y respeta la privacidad, pero podemos imaginarnos lo que Tomás dijo a los
otros. ¿Tú, Pedro? ¿Tú, Andrés? ¿Y tú, Santiago? ¿Me decís que él está vivo?
Escapamos todos como conejos; ¡hemos sido débiles,
no hemos creído a Jesús! Sin embargo, él ya nos lo había dicho, nos avisó. Sabíamos
que podía acabar así, y no le acompañamos, no fuimos capaces. ¿Ahora, justo
vosotros, venís a decirme que lo habéis visto vivo? No, no es posible. ¿Cómo os voy a creer? Si primero decís una
cosa y luego hacéis otra. No os creo.
Tomás es uno de los tantos escandalizados por la incoherencia
de nuestras vidas, por la incoherencia de los discípulos de Jesús. Pero él se
queda, no se va; aunque esté muy enfadado y lo manifieste así. Y hace bien.
Tomás regresa a la comunidad sólo por el Señor. Y
el encuentro es un río de emociones. Jesús lo mira, le enseña las manos, y le habla:
Tomás, sé que has sufrido mucho. También yo, mira. Y le muestra sus llagas.
Y Tomás se derrumba porque ve que Dios también ha
sufrido, como él.
Sin ver
Estamos llamados a creer, a confiar sin ver. Seremos
felices si creemos sin ver. Pero no como ingenuos simplones y atontados
arrastrados por los líderes. La fe es, precisamente, la confianza en lo que no
vemos, pero que experimentamos como verosímil. El problema, en tal caso, será
saber que quien nos habla merece, o no, nuestra confianza.
Jesús resucitado se aparece a los apóstoles y les
da la paz, el Espíritu y el perdón de los pecados.
Sólo por el Espíritu podemos experimentar la paz
del corazón de quien se sabe reconciliado y se convierte, a su vez, en
dispensador de perdón para los demás. Encontrar a Jesús resucitado es un
acontecimiento del alma, que parte de la curiosidad, se alimenta de
inteligencia, y llega a la fe.
La curiosidad empieza en el encuentro con personas que, aunque sean pocas siempre son más de las que imaginamos, personas que viven en la paz del corazón, reconciliadas con ellas mismas, y que descubren que son discípulas del resucitado. También nosotros como ellas, podemos seguir a Jesús y descubrir que sólo los que miran lo encontrarán.
Y no sólo esto. Juan, en la segunda lectura,
remacha lo que es esencial para un discípulo: amar. ¿Estará ahí el problema? ¿Será
justo la ausencia de cristianos pacificados, perdonados y llenos de amor lo que
provoca tantas dudas en nosotros y en los demás?
A menudo nos encontramos con cristianos como Tomás,
heridos por nuestro pésimo testimonio de discípulos, escandalizados por el
abismo que provocamos entre nuestra fe proclamada y nuestra vida de cada día. Nosotros,
discípulos del Maestro que, en lugar de ser transparencia del resucitado, nos
convertimos en un filtro opaco que hace emerger nuestras fragilidades antes de la
luz luminosa, resucitada y resucitadora, que nos ha envuelto y transformado.
Cuánta buena gente hay, como Tomás, sacudida por
la actitud de un cura déspota; jóvenes confusos por nuestras flojas y anodinas comunidades;
buscadores de Dios desanimados por nuestro poco entusiasmo…
Lucas lo cuenta
La primera comunidad en Jerusalén atrae la admiración
y la curiosidad: en un mundo de tiburones, los cristianos se aman; en un mundo
en el que reina el engaño, la corrupción y el ansia del dinero (¡ya entonces!),
los discípulos se ayudan en las necesidades concretas; en un mundo de amedrentados,
los apóstoles profesan con fuerza su verdad.
Es verdad que los exegetas nos dicen que esta narración
de Lucas es más una catequesis que una descripción de hechos concretos, pero es
suficiente y muy válida para entender que, quizás, nuestros recorridos y
nuestros procesos de vida cristiana tienen mucho que cambiar.
Precisamente, porque tenemos dificultad en
encontrar comunidades vivas de personas que no juzgan, sino que acogen, que no
viven como los demás - utilizándose mutuamente para obtener beneficios – sino que
proclaman a Cristo con convicción y pasión. Por eso las dudas crecen y nuestras
comunidades vacilan, dejando de ser testigos de Cristo resucitado.
¿Qué hacer? El peligro es hacer lo que hacen
muchos: marcharse, resignarse, apagarse…
… O, también, podemos escribir otros mil
evangelios, otras mil historias, otras mil maravillas, como Juan nos sugiere.
Se dice que un cristiano es alguien que, si no existiera el Evangelio, él lo rescribiría
de nuevo con su vida.
O, también, hacer como Tomás que, aunque está decepcionado,
no se va, sino que se queda y espera. Y hace bien en esperar, porque el Señor vuelve
a su encuentro. Él vuelve siempre.
Oración a Tomás
Escúchanos, Tomás, te damos las gracias por tu fe
transparente y cristalina. No es casualidad el hecho de que nuestro común amigo,
Juan, te haya apodado “dídimo”, es decir gemelo, porque es verdad que nos
parecemos. Queremos confiarte, querido gemelo nuestro, a todos aquéllos que, como
tú, aún no se han ido de al lado del Señor: los que se ocupan de los toxicómanos
y enfermos terminales, que a veces quisieran dejarlo todo; los que quieren
quedar en las misiones, aunque la enésima guerrilla que ha pasado por allí les haya
obligado a escapar; los curas que, en distintas partes del mundo, tienen que hablar
de paz entre la violencia de la guerra o de los cárteles y maras; y en fin, todos
aquellos que son apaleados como tú.
Y también a los que se escandalizan de nosotros los
cristianos y de nuestra incoherencia, para que se fijen más en Cristo vivo que en
sus frágiles discípulos.
* * * * *
Felices nosotros que creemos sin haber visto. Sin
haber visto a Cristo o los apóstoles. Sin ver, a veces, ni coherencia ni pasión
en las comunidades cristianas, sino más bien rutina y cansancio.
Felices nosotros que no nos vamos, que no nos
sentimos mejores, que sufrimos por la Iglesia a la que amamos.
Felices nosotros que queremos cambiar las cosas
que no funcionan a partir de nosotros mismos…
… porque, como Tomás, veremos las señales del
resucitado también en las llagas de la humanidad y de nosotros mismos.
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