Jesús resucitado abre el corazón de Tomás y afloja
su dureza y su dolor; el Resucitado se hace presente entre sus apóstoles y les
abre la mente a la inteligencia de las Escrituras, para entender la profundidad
del Misterio y para revelarnos que él es el único Pastor, que sabe a dónde quiere
conducirnos, que lo hace en serio, y que lo hace con pasión. Su muerte no ha
sido un accidente laboral o de tráfico, sino la ofrenda de su vida entregada por
sus ovejas.
Los apóstoles han vivido con Jesús durante tres
largos años, pero sólo después de la resurrección son capaces de superar esa cercanía
superficial que han tenido con Jesús, y empiezan a explorar las profundidades
del Misterio. Como sucede con nosotros, cristianos viejos - podíamos decir -, que
necesitamos la luz del Resucitado para poder descubrir quién es realmente
Jesús. Y quiénes somos nosotros.
Una pregunta esencial
¿Yo, a quién le importo? ¿Quién me importa a mí? ¿Yo,
para quién soy admirable, importante, esencial? En el recorrido de nuestra vida
esta pregunta, antes o después, se va a convertir en la única pregunta
esencial.
Cuando experimentamos la fragilidad de nuestro ser
y de nuestros límites, cuando vemos que los éxitos más anhelados no llenan
nuestro corazón, sino que lo abren a deseos nuevos e insaciables; cuando la
vida se estrella contra un muro, nos hacemos esta pregunta simple y terrible: ¿yo,
a quién le importo?
En el corazón humano
Importamos a quien nos quiere, a nuestros padres
que nos han engendrado, ciertamente. Pero, demasiado a menudo, sabemos que la
vida nos hace chocar con los límites de nuestros mayores. Convertirse en
adultos significa también, encontrarse con la fragilidad y el egoísmo que habita
dentro de cada corazón, y de cada familia y de cada comunidad.
Para muchos, importa la persona con la que se ha construido
una vida de pareja y una familia, aunque al pasar los años y al entibiarse los sentimientos
se suscite alguna amargura de más, alguna desilusión y algún fracaso.
Para todos, importamos a nuestro jefes y
superiores, a los vecinos, a los colegas, aunque sólo sea por el interés, o por
un provecho, o una recompensa.
Y nosotros también sabemos, si somos honestos con nosotros mismos, que, casi siempre, queremos a quien nos quiere, o a aquellos de quien esperamos sacar algún beneficio.
¿Quién
conduce nuestra vida? No nos creamos el cuento de nuestra autonomía e independencia,
porque estamos empapados de prejuicios, distraídos a la espera de quien está a
nuestro alrededor, seducidos por el modelo de vida que nos llega por los medios
de comunicación. Son muchos los que pastorean nuestra vida: el carácter, la
educación, lo que los demás esperan de nosotros, los modelos y roles sociales.
Es normal, y hasta inevitable
que sea así. Por eso, darse cuenta de ello es el primer paso para poder elegir
y cambiar. Para elegir a qué pastor nos conviene seguir. Es natural
que sea así, es algo instintivo y obvio.
Queremos a quien nos quiere; somos queridos por quien
tiene un interés o una expectativa sobre mí. Todos funcionamos así.
Todos, excepto el Dios de Jesús.
Amor gratuito
Jesús nos dice hoy que él es el único pastor que
me quiere, que me conoce de verdad y me valora, sin pensar en conseguir alguna ventaja
por ello.
Los otros pastores y patrones son mercenarios, me
quieren sólo para obtener un provecho. Así es: al jefe le caigo bien si soy
productivo; a veces, también mis amigos, mis parientes y mis compañeros me
quieren con tal de que me porte según lo que ellos esperan de mí.
En cambio Dios nos quiere gratuitamente, ¿cuándo llegaremos
a entenderlo? No nos quiere porque seamos buenos sino que, amándonos, nos hace buenos.
No nos quiere ni siquiera para que le adoremos, porque no necesita nuestra
alabanza; Dios es libre incluso del protagonismo divino.
Dios no puede hacer otra cosa más que amar,
escribían los Padres de la Iglesia, porque Él es puro amor, entregado sin
condiciones, gratuitamente, por pura gracia, como se decía hace algún tiempo.
Su amor sin condiciones es verdadero y auténtico:
Jesús elige entregar su vida libremente, nadie le obliga a ello, simplemente lo
desea y lo hace, porque de verdad nos quiere.
Nosotros
También nosotros, que estamos hechos a su imagen y
semejanza, estamos llamados a amar, a decir a los hermanos que no creen cuál es
el verdadero rostro de Dios; estamos llamados a alejar, de nosotros y en todas
partes, la idea mercenaria que considera válidos sólo a los que producen o
consumen, a los que son rentables.
También nosotros podemos convertir nuestro corazón
y aprender a amar gratuitamente. Necesitaremos para ello un trabajo lento y
doloroso de purificación, pero posible.
Somos las ovejas de nuestro buen pastor. Vivir
como ovejas (no como estúpidos carneros) significa tomar en serio las palabras
de Jesús, significa referirnos a él en nuestras opciones cotidianas, significa amar
y querernos como él nos pide, viviendo como resucitados, como las personas
salvadas que somos.
No se trata de salvar el mundo, porque el mundo ya
está salvado por el poder de Cristo resucitado, se trata más bien de crear
zonas francas, espacios de verdad y de autenticidad en nuestras histéricas
ciudades donde cada uno sea “uno mismo” y permita a los demás ser “ellos mismos”.
Realizando este gran sueño, esperando que el Reino
de Dios contagie a todas las personas y les haga felices, esperando la vuelta
gloriosa del Maestro, es donde cada uno descubre que es amado y que tiene un gran
proyecto por realizar. Que uno sea premio Nobel o un peón poco importa, cada
uno tiene un destino que realizar, una vocación que vivir. Se trata de aprender
a amar gratis, porque todos somos amados gratis y todos somos bien queridos por
nuestro Dios.
Jesús el “buen pastor” como escribe Juan, nos
fascina por su libertad interior y su capacidad de amar de una manera adulta y
libre.
Curas
En este proyecto divino algunos hermanos somos llamados
por Dios y por la comunidad a hacer presente a Cristo en el ministerio de la
Palabra (explicar las Escrituras) y en la celebración de la Eucaristía y el
Perdón.
Imitando al Buen Pastor, con todos nuestros defectos
y nuestros límites, nos convertimos en los pioneros de este camino hacia el
Reino. ¡Quered a vuestros curas! ¡Guapos o feos, simpáticos o antipáticos,
jóvenes o viejos! Y además, pedidnos lo más precioso que tenemos: pedidnos a Cristo.
Por lo demás, ayudadnos a caminar en la serenidad
del Evangelio y, sobre todo, no nos juzguéis mal, porque el misterio de una
llamada al sacerdocio es lo más comprometido y totalizador que le puede pasar a
una persona, y no debe ser nunca banalizado por nuestra superficialidad. Porque
cada cura, incluso el más incoherente o impresentable, al menos una vez en su
vida ha dicho un sí total y apasionado al Proyecto de Dios sobre él. Sólo por eso
es ya digno de un gran respeto.
Nuestra Iglesia necesita pastores atrevidos y no asustados,
ni encerrados en las sacristías, ni cabreados con el mundo, ni pedantes y estirados,
sino hermanos con el corazón atravesado por las historias de las personas con
las que se encuentran y de las se hacen cargo para llevarlas a Cristo.
Es lo que el Papa Francisco pide a los sacerdotes:
no pueden ser “pastores
con cara de vinagre, quejosos ni, lo que es peor, pastores aburridos”. Son
necesarios los pastores “con olor a oveja” y “sonrisa de padre”. “Nada que ver
con esos que huelen a perfume caro y te miran desde lejos y desde arriba”.
¡Qué el Señor no permita jamás que echemos de
menos en nuestras comunidades pastores según su corazón!
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.